viernes, 30 de diciembre de 2011

amigos

Al contrario de lo que le pasa a la mayoría, Arthur conserva recuerdos de su primera niñez y tiene pocos, borrosos, recuerdos de su juventud. Ni siquiera está seguro de que sean recuerdos los de aquellos años, sabe, o más bien duda, que pueden llegar a ser recuerdos de otros, recuerdos ajenos, que llegaron a su mente por historias que le contaron una y mil veces o porque gracias a las fotografías vuelve a los momentos pasados con imágenes objetivas. Una de las cosas que Arthur no se puede sacar de la cabeza de cuando tenía más o menos veinte años, es cuando le tocó ir a Malvinas, y de eso hay muchas fotografías. Pero también gracias a las fotografías, se da cuenta que los amigos que conserva, aunque muertos los dos, que hoy están mudos, congelados en dos portarretratos en el living, son amigos de la infancia y no de la adolescencia. Y ahora, mucho tiempo después, se arrepiente de no haber estado en una esquina tomando unas cervezas con René y con Ricardo, sus dos amigos. Sus únicos dos amigos de la primaria y de la vida. Aunque puede que sí haya pasado eso o algo parecido pero él, como el resto de la gente con sus primeros años de vida, no lo recuerda. Y no recordarlo, en esos términos, en la vida de un Arthur que prácticamente vive de recuerdos y películas, es no haberlo vivido. Por eso se lamenta de no tener en su cabeza noches de bailes, drogas y mujeres. Por eso le da envidia saber a todos los jóvenes tan llenos de vida y a todos los viejos tan llenos de imágenes de cuando eran jóvenes y podían despertar a las dos de la tarde o estar cuatro días sin dormir o juntarse con amigos a quedarse callados o hablar de cualquier boludez o planear cosas sin sentido o dejar pasar el tiempo, los días, sin hacer nada productivo o hacer viajes sin programar previamente a qué lugares ir y dejarse llevar más por las ganas y la inconciencia que por la convicción de que esos momentos son los que los marcarán para toda la vida. Al igual que otros seguramente envidarán a Arthur, que tiene tan presente esos maravillosos primeros seis años de vida.
La cosa es que cada vez que mira una película donde el tema de la amistad está muy presente, termina la película, baja a la casa, se prepara un té de hierbas y lo toma mirando (llorando) los retratos de sus amigos que están colgados en la pared del living. En esa pared están todos los amigos que Arthur tuvo a lo largo de su vida. No hay muchos retratos. Sólo esos dos. Está el de Ricardo Gonzáles, el compañero de la primaria con el que hablaba de cine. Y el de René Favaloro, que también se murió, se pegó un tiro, y que era mucho más grande que Arthur pero que lo quería como si fuese su hermano. Así está ahora Arthur: mirando a los cuadros, pasando los dedos por los vidrios, acariciando los rostros. Y seguirá así por un rato largo, quizás hasta que amanezca. Llorando, brindando con sus dos amigos inseparables, emborrachándose con un té cada vez más frío.

martes, 27 de diciembre de 2011

abajo

En la vereda se da una situación muy extraña. En la terraza también. Abajo una niña y una muchacha caminan por la calle. En las alturas Arthur hace lo que casi nunca: en vez de mirar una película si pone a mirar para abajo. Ve el paseo de las únicas dos personas que recorren la ciudad a pie con el frío que hace. Una señora a la que Arthur no puede dejar de verle la nariz, única parte del cuerpo que parece estar al descubierto, camina de la mano de una niña a la que parece no importarle que una noche de diciembre sea tan fría, ni que a su alrededor no haya nadie, ni que a esa hora todos los niños de su edad estén o tengan que estar durmiendo. Ambas entretienen a Arthur sin saberlo. Las luces de la calle son perfectas: a veces ellas pasan por huecos oscuros, como pozos profundos, y justo cuando Arthur se da por vencido, se resigna pensando que no las volverá a ver jamás, que seguro volvían de algún lado y entraron por alguna puerta a estar otra vez, por fin, en su casa, a tomarse un té tan caliente como el que Arthur tiene en sus manos, a dormir para levantarse temprano al otro día, justo en ese momento ellas aparecen bajo la luz de algún farol, se sueltan las manos, la madre se para contra la pared, hace gestos con las manos y mueve la cabeza como imitando un personaje que las dos conocen y la niña primero la mira sería, compenetrada, luego se da vuelta y las dos comienzan a reír a los gritos, gritos tan fuertes que el propio Arthur puede escuchar desde las alturas. Ellas lo divierten. Están paseando, sin duda. No parecen tener apuro ni destino alguno. Esto, piensa Arthur, no parece Buenos Aires. La niña es una actriz impecable, una estrella del mejor cine. O teatro. La madre es buena pero habría que verla haciendo otro papel. El papel de la niña, que ahora se trepa a la ventana de una casa y desde ahí comienza a dar un discurso, o eso es lo que le parece a Arthur, es incuestionable. La madre, de tacos altos y un tapado que le llega por debajo de las rodillas, toma a su hija de las manos y la ayuda a volver al piso. No se sueltan las manos, siguen moviéndose como si les costara frenar el envión. Bailan. La coreografía es maravillosa. Pasan por debajo de un árbol y ya están llegando a la esquina. Se abrazan, o más bien, la niña abraza la cintura de la madre, que terminó su baile con ambos brazos en alto. Se ríen. Pero no de lo patético que puede llegar a ser el hecho de que alguien, desde la terraza de su casa o desde cualquier otro lado, las estuviera viendo. Todo lo contrario: ríen de felicidad. Arthur toma un trago de té y aprovecha que la taza no le deja ver el escenario para pensar en cómo será la vida de esas dos mujeres. No se le ocurre nada y vuelve a ellas, que otra vez caminan de la mano hasta que la niña ve una paloma y decide correrla. La paloma vuela unos metros, como si corriera en el aire, y vuelve a aterrizar. Entonces la niña la vuelve a correr y ésta vuelve a volar hasta la calle. La niña se da vuelta, mira a la madre un segundo, tal vez menos, y vuelve a correr hacia la paloma. La paloma espera que la niña se acerque. Y justo cuando la niña se está agachando para agarrarla, justo cuando escucha que la madre de la niña grita desesperada, justo cuando Arthur cierra los ojos con fuerza, justo cuando siente la cabeza de la niña golpear contra el paragolpe del colectivo que acababa de doblar en la esquina, justo cuando el ruido del freno silencia a toda la ciudad, la paloma sale volando hacía la paz de los cables de teléfono.
Cuando Arthur vuelve a mirar hacia la calle se siente mucho más viejo. Abajo no hay nadie, ni la madre, ni la niña, ni el colectivo, ni la paloma. Se pregunta qué necesidad tenía de ponerse a mirar para la calle, con todo lo que la detesta. Se reprocha haber caído en esa maldita tentación que es la realidad; y les reprocha a los de abajo ser tan ingenuos y creer que pueden burlarse de la realidad. Pretende consolarse pensando que tal vez haya sido un sueño. O el recuerdo de una película que no olvidará jamás.

jueves, 22 de diciembre de 2011

juega

De los seis a los nueve años, Arthur no jugaba en otro lugar que no sea el living de su casa. Sólo interrumpía su tiempo de ocio para practicar ping-pong. De hecho fue el deporte el que le quitó las horas de juego en el living. Con tan solo nueve años cambió los muñecos, los autitos y la imaginación por la disciplina y el temperamento que se necesitan para a los diez años ser tetracampeón de su categoría.
Pero a pesar de que nunca haya sido tan popular como en los años dorados del ping-pong, él sigue recordando las interminables horas en el living de la casa que lo vio crecer como las mejores tardes de su vida. Es que todo era soñado: juegos infinitos, soledad, reglas propias y abuela que sólo aparece a las cinco en punto con una bandeja con vainillas y chocolatada.
El piso del living era de baldosas coloradas. Uno de los juegos preferidos de Arthur era el de crear una ciudad en dos dimensiones. Agarraba una tiza blanca y dibujaba en el piso las calles, las manzanas, las casas, los carteles, los parques. Así pasaba horas dibujando, borrando, corrigiendo y agrandando ciudades que llegaban a unirse los pueblos de la periferia, que estaban en rincones, debajo de mesas o al lado de la puerta de entrada.
El juego era preparar el juego. Sólo comenzaba a jugar cuando recibía o aparecía en sus manos (de procedencia dudosa) algún autito nuevo. En esos casos se pasaba horas recorriendo la ciudad en el auto, frenando en los semáforos, corriendo picadas, estacionando para ir a trabajar o a casa de alguien, hasta a veces chocando y en ocasiones muriendo.
En algún momento se aburría y para ese entonces no se podía pasar por el living sin borrar alguna parte de la ciudad. Todo el living pintado de blanco, con un trazo grueso y letras desprolijas. En ese momento, cuando se aburría o lo obligaba algún adulto o el deber del entrenamiento de ping-pong, caminaba en puntitas de pie, obsesivamente, sin borrar nada, hasta llegar a uno de los sillones. Desde la altura, como ahora desde su terraza, contemplaba toda la ciudad y eso le producía una satisfacción inmensa. Luego agarraba un trapo de piso húmedo y con un secador demolía toda la ciudad.
Otro juego que le gustaba mucho y que también se basaba no tanto en el juego en sí como en su preparación, es el de la casa. Desde pequeño Arthur necesitaba algún espacio propio, en donde nadie lo molestara. Y cuando la casa en donde vivía estaba tan inaguantable como algunas de las playas de Mar del Plata en enero, Arthur fabricaba su propia casa. Agarraba maderas, cajas, sábanas, perchas, palos, lo que consiguiera, y armaba su lugar en el mundo. Como un arquitecto que cambia constantemente de estilos, gustos y materiales. La complejidad también variaba. Lo que no variaba eran esos minutos en los que Arthur se quedaba dentro de la casa: sentado en el piso, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados, esperando que no pase nada, resignándose a seguir viviendo su vida, recibiendo el fin del mundo de la manera más noble: jugando.

martes, 13 de diciembre de 2011

terrible

La película se llama El niño y gira en torno a las vidas de sus padres y lo que hacen o dejan de hacer con él. Con el niño. Lo aman, lo pasean por toda la ciudad a upa, en cochecito, en bondi, le dan de comer, lo venden, lo compran, lo visten hasta taparlo por completo, se lo pasan de mano en mano. Y mientras tanto el niño duerme. Alguna vez se le escucha un leve quejido pero no dura más que unos segundos y no llega al volumen que sólo los bebés pueden llegar con su llanto. El niño, por supuesto, es el mejor actor del rodaje. Y Arthur, por esto y por otras cosas, llora. Se emociona y se entristece. En alguna escena dice: es terrible. Y sus dos palabras quedan resonando en aire de la terraza como el agua de mar que llega a una playa y no se cansa de ir y venir por la arena húmeda. La voz de Arthur, en ese eco inalámbrico que navega por el aire como el Wi-Fi, se va distorsionando satánicamente. Tanto que a los pocos minutos de haber dicho esas palabras a Arthur le da un escalofrío escuchar una voz ajena que coincide con él y que no hace otra cosa que darle más dramatismo a algo que al fin y al cabo no están terrible; y Arthur lo sabe, pero también sabe que su sensibilidad no entiende de razonamientos y que eso le hizo perder muchas cosas pero también valorar, saber apreciar, muchas otras. Por eso es que cuando termina el film, entre lágrimas, Arthur se pone como loco, putea a los hermanos Dardenne, viejos hijos de puta, me cago en su puta cara. Y les dice todas estas y muchas otras cosas que tienen sentido si tenemos en cuenta lo terrible que es para Arthur que al final de la película, cuando aparecen los títulos, el niño, el infante, el bebé, “Jimmy”, que hoy debe tener unos siete años y seguro sabe leer, no aparece en el reparto.

domingo, 27 de noviembre de 2011

querido nanni

Si Arthur fuera mujer estaría enamorada de Nanni Moretti. Pero la realidad es que es hombre, le gustan las mujeres, está enamorado de Anabela, y ahora mira Caro Diario. Le gusta conocer por las películas cosas que él no haría jamás, lugares a los que no iría, personas con las que no hablaría. Por eso está cómodo viendo a Moretti andando en Vespa, mostrando Roma. O viajando por algunas islas italianas. O yendo a infinitos médicos igual de egocéntricos (no hay remedio ni universidad ni laboratorio, piensa Arthur mientras ve la película, que pueda curar la inflamación de los egos de los médicos) que los que se imagina que habrá en Buenos Aires. Todas cosas que Arthur no hace y que no haría jamás, pero que le gustan proyectadas a la pared, en su terraza, tomando té frío, en cuero, escuchando cómo de fondo suena la respiración de Carnaval…

domingo, 20 de noviembre de 2011

mosquito

Nunca lo hubiera imaginado pero estar ahí se vuelve un fastidio tan grande que decide irse.
Es que comenzó a ver Educando a Arizona y la película tomaba una velocidad agradable, el protagonista prometía realizar un papel impecable, la trama era divertida e interesante, pero Arthur no podía controlar su atención, que se perdía por otro túnel. No es que no la viera: su ojos estaban despiertos, apuntando a la pared con imágines, su boca estática, entre sonriente y abierta; pero del cuello para abajo todo era movimiento, incomodidad. Y el clima no tenía nada que ver, porque la noche primaveral era la más acorde para la película que estaba viendo. Su humor también era el indicado, ya que a los pocos minutos de comenzada la película Arthur se encontró con dos cosas le gustan sobremanera: las aventuras de un expresidiario y una historia de amor basada en el secuestro de un bebé. Todo, incluso la serenidad que transmitía Carnaval recostado en espiral al costado del colchón, la noche estrellada con una brisa tenue, el cigarro prendido consumiéndose en el cenicero, todo, desde las ganas de Arthur de no pensar en otra cosa que no sea la película que comenzaba a ver hasta los pocos ruidos que emitía la ciudad en una madrugada de martes, todo, indicaba que esta sería una noche ideal.
Pero hubo algo tan inexplicable como un mosquito volando a 140 metros de altura que rompió con todo ese clima que en apariencia era ideal. Y ese algo inexplicable fue, justamente, no uno sino varios mosquitos sobrevolando la terraza de Arthur.
Primero fue uno y éste lo volvió loco. Se le posaba en un lugar del cuerpo, Arthur se cachetea el antebrazo izquierdo y el mosquito ya estaba en el cuello, se rascaba el cuello y el insecto pasaba planeando entre la película y los ojos de Arthur. Así estuvo un tiempo (insoportablemente) considerable hasta que lo mata y se vuelve a concentrar de lleno en la película. Pero justo un instante después de volver a valorar lo ideal del clima, comienza a sentir que todo el cuerpo le pica: picaduras psicológicas, piensa. Siente que el mosquito que hacía unos segundos estaba vivo dejó secuelas en cada uno de los lugares en los que se posó, los que Arthur advirtió y los otros, que ahora le pican sin un sentido racional aparente. La cosa es que no termina de rascarse el dedo menique de la mano derecha que ya le está picando la oreja izquierda, se mira y tiene una roncha en la panza, a la altura del riñón, se pregunta cómo hizo el mosquito para llegar hasta ahí, lo maldice mientras se rasca una rodilla con una mano y una mano con la otra. Le comienza a picar la cabeza al tiempo que sus piernas comienzan a moverse casi autónomamente, desorientadas, nerviosas. Piensa en la posibilidad de no haber matado del todo al mosquito o que éste haya resucitado y justo en el momento en el que ve el cadáver a su lado, en el colchón, siente el ruido de otro mosquito que parece decido a estrellarse contra su tímpano, como si viniera de algún lejano lugar sólo para ver la cabeza de Arthur por dentro, como avión contra torre gemela o turista en museo o boliviano en aguas caribeñas, pero el mosquito no logra su cometido porque Arthur se roza la oreja con un violento manotazo, que a los reflejos del insecto sucede en cámara lenta. Y ese mosquito, o algún otro, vuelve a insistir pero ahora queriendo entrar por la nariz y Arthur sopla fuerte y hace un gesto como de recién estornudado. El mosquito parece posársele en muchos lugares y Arthur se desespera porque por la poca luz que hay en la terraza y por su insistencia en seguir viendo el film, no puede ver dónde está, ni siquiera cuántos y qué tan reales son.
En la escena en que la pareja del expresidiario y la expolicía, con su nuevo bebé en brazos, desayunan con los amigos prófugos, justo cuando Nicolas Cage se queda unos segundos en silencio y baja la cabeza en una actitud entre fastidiosa y desesperanzada, Arthur se para puteando para todos lados y sin apagar la película sale corriendo de la terraza.

sábado, 19 de noviembre de 2011

barba

Cuando Arthur se pasa la mano por la garganta, siente la nuez en la palma y vuelve a juntar los dedos, en la película se ve el perfil de un Adrien Brody barbudo. Entonces, piensa en que él mismo, tal como está ahora, sin salir y sin afeitarse por algunos días, podría ser un tipo perseguido y escondido en la terraza de cualquier edificio de una gran ciudad. Pero, aunque quisiera, Arthur no es pianista ni judío.
Se rasca suavemente el cachete izquierdo. Le da placer sentir los pelos duros, pinchudos, en las yemas de sus dedos. Entonces se acaricia el mentón, llega hasta el otro cachete y sonríe cuando se da cuenta de que no le está prestando atención a la película por tener la cabeza puesta en los leves movimientos que hacen sus cinco dedos al agarrar a la mandíbula inferior. Le da gracia imaginarse con una barba gigantesca aunque sabe que cuando termine el film se irá a afeitar.

lunes, 14 de noviembre de 2011

la mejor picada del mundo

La mejor picada del mundo Arthur la comió ya hace tiempo; aunque a veces la repite en un eructo delicioso. Se la preparó su abuela. En el ’82. El día que volvió de Malvinas, Arthur se tiró a dormir una siesta al mediodía. Sufrió tanto mientras dormía que nunca se lo pudo contar a nadie: siete horas de las más terribles de las pesadillas, esas que se basan en recuerdos que tememos y nos trasladan, como haciendo zapping, a lo cruel de la realidad, a lo triste de la humanidad. Cuando despertó la abuela le había preparado una picada de la gran flauta. La mejor picada que existió en el planeta. Con todo: queso gruyere y mar del plata, mozzarella, aceitunas verdes, negras y con morrones, kikos, jamón crudo y cocido, papas fritas, tomates secos, sardinas, picles, longaniza mercedina, salame tandilense, maníes pelados y con cáscara, sopressatta, lomo ahumado, roquefort y pan casero tradicional y saborizado.
Recordaba esa comida y pensó que no habría nada mejor en el mundo. Hasta que ve a un Al Pacino ciego pedir un habano Montecristo, oler mujeres bonitas (“en este mundo sólo hay dos sílabas que valen la pena: pussy”), manejar una Ferrari y bailar un tango de Gardel y Le Pera. Entonces se retracta, se da cuenta de que hay grandes cosas que aun no hizo, que hay grandes momentos que todavía no vivió. Y al rememorar esos tiempos Arthur se ve más emparentado con Charlie que con el Coronel Slade, por supuesto. Y eso le da bronca. Porque viendo los ojos de Charlie se ve a sí mismo volviendo de la guerra. Viendo a Charlie se da cuanta de que si volviera, de un segundo para el otro, a esa edad, a ese día de hace casi treinta años, repetiría su vida tal como la vivió. Y eso, salvo por la picada que le preparó su abuela y alguna otra cosa más, es lamentable.

domingo, 6 de noviembre de 2011

ellas

Supongamos que exista una persona que sepa todo lo que Arthur hizo durante los últimos diez años de su vida, más o menos desde que no hace otra cosa que no sea subir noche tras noche a su terraza a mirar películas, tomar té, jugar con Carnaval, pensar en Anabela. ¿Con saber todo esto de Arthur, se puede deducir toda su vida? Esto, o algo parecido, se pregunta Arthur. Es que puso una película y justo después de que la cámara muestre los cables, tubos, perillas y máquinas de un hospital Arthur se queda dormido y se despierta para ver los últimos quince minutos del film. A pesar de eso, entiende todo.
Y en todas las mentiras femeninas, en cada buena o mala actriz, inevitablemente, Arthur ve a Anabela. En realidad no es a Anabela a la que recuerda sino un momento de su infancia, un momento que, mirándolo desde el hoy, es simbólicamente determinante. La escena que se le queda flotando en la cabeza y que no lo va a abandonar por varios días, es esta: Arthur y Anabela siendo niños, jugando a cualquier cosa en los jardines del barrio. En algún momento ella se aburre y él no sabe cómo entretenerla para que se quede con él. Haría cualquier cosa con tal de que ese momento dure para siempre y que ningunos de los dos cambie ni crezca ni tenga otra cosa que hacer que no sea mirar al otro, mirarla a ella, con el flequillo despeinado pegado en la frente sudada, las dos trencitas sobre los hombros, las mejillas coloradas, la rodilla con tierra y ese vestido blanco con el que Arthur soñaría tantas veces a lo largo de su vida. Repentinamente, ella le señala unos chicos (más grandes que ellos) que están jugando a la pelota. Ella se acerca a la cancha y él la sigue de atrás sin decir nada. Separados por algunos metros, ante los ojos tímidos de él, ella habla con los chicos más grandes. Les pide jugar y entra uno para cada equipo. Gana 2 a 1 el equipo de Anabela, que hace el gol de la victoria y, sin siquiera despedirse de Arthur, al terminar el partido se va con su equipo a festejar.
De todos modos, hay dos cosas de la película que le gustaron mucho. Una es que a pesar de la trama, a pesar del nombre, la película no le hizo pensar en su madre; pero de esto, por supuesto, no se da cuenta. La otra, que es la que finalmente lo hace sonreír, es el papel de Agrado, ya que inevitablemente le remite a Flor de la V.

jueves, 27 de octubre de 2011

león

Carnaval camina lento, sigiloso. La luna o las imágenes de la película que está viendo Arthur lo iluminan de tal manera que lo hace ver mejor de lo que está. Es decir, Carnaval no es un perro que se caracterice por su gran tamaño, ni por su buena postura, ni por un pelaje brillante, ni por unas uñas parejas y delicadas, ni por tener unos fibrosos músculos. Más bien tirando a todo lo contrario. Pero ahora, mientras camina por alrededor del colchón en donde está Arthur, parece un perro de raza, una raza que, como el resto, produjo el ser humano pero que esta vez, a diferencia de las otras y ayudados por algún milagro de la naturaleza, es a la vista de cualquiera lo más parecido a la perfección. El perro camina con el pecho inflado, sus delicadas patas parecen que saltan obstáculos y sin embargo la columna permanece siempre en línea recta, terminando en una cabeza rígida pero relajada, con un rostro sobrio, con una mirada concentrada y lejana. En una palabra, Carnaval, al caminar, es elegante. Tan elegante e imponente como nunca. Y eso, después de bien entrada la película, después de que Carnaval diera varias vueltas, llama la atención de Arthur. Que interrumpe la película sin detenerla, ignorándola de un instante para otro. Y comienza a ver a Carnaval y éste se da cuenta, pero lejos de ponerse nervioso se entusiasma, se agranda, da una vuelta sintiéndose, sabiéndose, el centro, el fin y la esperanza de un mundo humano que no está acostumbrado a prestarle atención a la naturaleza y que hace todo lo posible para enfrentársele, como esforzándose en querer dejar de serlo, en dejar de ser naturaleza y sin encontrar otra vía que la destrucción de la misma, sin saber que la destrucción de la naturaleza lleva indefectiblemente a la eliminación de la humanidad.
Por eternos segundos Arthur mira y Carnaval es mirado. No pasa más nada en el medio, con eso basta. El resto es vacío, no existe. Hasta que Carnaval decide cambiar el rumbo y en vez de seguir dando vueltas al colchón, encara para uno de los vértices de la terraza. Va hasta el borde con la elegancia intacta, impecable. Y con las cuatro patas en la ancha cornisa que divide la terraza del abismo, entre plantas y macetas, ruge como el león de la MGM. Igual: inclinando la cabeza, abriendo enormemente la boca, mirando para un costado como medio perdido, pestañando, volviendo a rugir cabeceando hacia la izquierda.
Arthur, que un ratito antes, mientras miraba la película, estaba pensando qué era lo que hizo durante 1997, no entiende mucho la situación. Y sigue mirando a su perro y se enorgullece. Lo que pasa, aunque Arthur ni se lo imagine, es que Carnaval está contento porque, como a su dueño, le encanta el tango, y en la película suena Suite Punta del Este, de Piazzolla.

martes, 25 de octubre de 2011

un rodaje amateur

Una vez Arthur pensó en filmar una película. Estaba todo planeado. Llamó al que pensó que sería el actor indicado pero éste le dijo que no le interesaba; aunque le pasó algunos contactos que sí podrían estar interesados.Y así con muchos actores. Carnaghi, Alterio, Brandoni, Luppi, Alcón. Todos le dijeron que no. O ni le contestaron. De casualidad Gastón Pauls se enteró y se puso a disposición del director, pero Arthur le dijo que no era el tipo de actor que estaba buscando. Entonces nunca filmó nada.
Ahora ve El atracón o L’abbuffata mientras se toma por primera vez una cerveza negra. Y le da risa. Todo le da risa. Los tres amigos, la hermana de uno y novia del otro, el cine casero, los personajes del pueblo, el director frustrado. Todo le da risa menos una cosa: al final aparece Gerard Depardieu. Y eso es cosa seria. A pesar de la agradable escena de la fiesta, a Arthur le angustia ver a Depardieu porque se acuerda que el único que le dijo que sí a él fue Gastón Pauls, y la comparación deprime. Se pregunta sobre si esta analogía podría representar, en otras dimensiones, la relación entre el cine italiano y el argentino. Y en su cabeza comienza a imaginarse paralelismos exóticos: Mimmo Calopresti-Santiago Loza. Diamante-Las Toninas. Depardieu-Pauls. La avioneta de la que baja Depardieu-La avioneta de No habrá más penas ni olvido. Arthur cuarentón-Tres jóvenes italianos del siglo veintiuno.
Entre tanto alcohol y pensamiento, Arthur se queda dormido en el frío de la noche, en el colchón de la terraza.

miércoles, 19 de octubre de 2011

china

Ve Qiu Ju, una mujer china. Y se da cuenta que odia a los chinos. Odia el sushi. La conchinchina. El chino mandarín. El “esto es chino básico” o el “de acá a la china”. Los pandulces Los dos chinos. El mafioso imperio de los supermercados. Los maoístas. La muralla china. Al de la tintorería, y con él a todos los que siendo argentinos, coreanos, japoneses o vietnamitas, sus amigos, conocidos y la gente que lo ve les digan chino.
Es que la película gira en torno de los ires y venires de Qiu Ju, que desde la ingenuidad campesina busca justicia. Es que el alcalde de su aldea le pegó una patada en las pelotas a su marido y eso no puede quedar en la nada. Una patada en donde más duele, dice Qiu Ju, en chino, por supuesto. Es que él había cargado primero al alcalde, con que no podía tener hijos varones (tenía seis hijas), por lo que no habría quién heredara el puesto. Es que los egos, en el interior de china, como en toda la humanidad, son cosa seria. Es que ella es una mujer que no se conforma con plata, quiere el honor de las disculpas, la palabra sincera, y para ello está dispuesta a enfrentarse al gigantesco monstruo burocrático de la superpoblada china. Es que una vez que te metés con la justicia “legal” no hay vuelta atrás. Es que el que golpeó a su marido es el mismo que al final le salva la vida a ella y al hijo que nace.
Y esa trama a Arthur le gusta, aunque no tolere que se trate de chinos.

lunes, 3 de octubre de 2011

fuma

Pero Arthur no piensa en la salud de los fumadores tanto como en el placer que le da sentir el humo en su boca, dejarlo salir, olerlo y verlo flotar en el aire. Termina la película, no sabe de dónde salió ni cómo llegó a sus manos. Lo cierto es que tiene un Montecristo entre los dedos y se reprocha haber malgastado años de su vida sin haber fumado. El habano es grueso. En uno de sus extremos una ceniza de unos dos centímetros suelta un hilo de humo que se expande hacia arriba. El habano es largo. Su textura es algo irregular, pero da la sensación de ser tan suave como la piel de un bebé. El habano está sujetado. Los dedos de Arthur lo abrazan torpemente, hacen un buen contraste, hasta parecen ser una sola cosa: dedos y cigarro; como alguna raíz de árbol viejo. El habano está babeado. El otro extremo tiene las marcas de los dientes de Arthur, y ahí el cigarro es de un marrón más oscuro, más personal, más húmedo.
Arthur mira el cielo acostado en el colchón de la terraza. Disfruta el momento. No importa más nada. Una mano entre la nuca y la almohada y la otra sosteniendo el Montecristo. El cigarro va hacia la boca. Y todo pasa en segundos. La braza roja; los ojos que se cierran; el pecho que se infla; la luna que brilla; la boca que se llena de humo; los pensamientos de viejos amigos. Luego el humo sale como en soplido de cumpleaños, y el pecho parece que se pincha, y entonces los aromas vuelven a inyectar calma. Pronto todo vuelve a la misma tranquilidad que reinaba unos segundos atrás. Una tranquilidad que podría durar años pero que en Arthur terminará cuando, de tan corto, el cigarro le queme los dedos o los labios y Arthur vuelva a su vida de siempre.

viernes, 30 de septiembre de 2011

de cumpleaños

Hoy su abuela cumple 90 años. Hace décadas que no sabe nada de ella. No sabe si está viva. Y eso lo pone triste. Pero más triste lo pone recordar las charlas que tenía con su tío, hablando de todo menos de la familia. Y todo eso le remite a todos los cumpleaños de su abuela y piensa que es mucho tiempo. Pero la angustia no viene por pensar en ellos sino porque ellos le hacen acordar de su propia vida y de los hermanos de su abuela y de sus padres y de los hermanos de sus padres y de los hijos de sus padres. Y son todas cosas en las que Arthur no quiere pensar porque lo dañan. Existen varios pasados, piensa Arthur.
Su abuela, cuando cuidaba a Arthur, era casi ciega, casi sorda, casi inválida, casi pobre, casi analfabeta. Pero de eso Arthur se da cuenta recién ahora, con una mirada adulta. Y ahora entiende que una mujer simpática, linda, bondadosa, sensible, con una voz tan encantadora, que se caracterizaba por ser una excelente cocinera y anfitriona, haya pasado una toda su vida en soledad. El tío de Arthur la visitaba y llama seguido. Arthur pasó gran parte de su niñez a su lado escuchándola cantar siempre un tango distinto. Pero el resto de la numerosa familia no aparecía más que en retratos que la vieja dejaba por costumbre o por distracción.
Piensa en que la vieja debe estar sola en su casa. Hablando todo el tiempo. Sola o tal vez con el tío, único hijo que le llevó flores. Escuchando algún tango. Nunca nadie la entendió, piensa Arthur. Y se da cuenta de que no la llama porque le duele verse reflejado en ella, porque sabe que llamar es dar explicaciones, porque volver a ella es también volver a otros pasados menos deseados.
Al rato Arthur se va de la terraza. Se prepara un té y lo toma sentado en la mesada, como lo hacía en la cocina de su abuela. Y dice en voz alta “feliz cumple”. Y recuerda la dulce voz de su abuela. Y se imagina la luna rodando por Callao.

lunes, 19 de septiembre de 2011

soñando

El rocío lo despierta pero no tiene la culpa de lo enfermo que quedó después de esa siesta nocturna. Arthur casi no puede abrir los ojos. Está transpirando. Tiene fiebre y mucho frío. Le duele la ciática. Respirar le da nauseas, siente una acidez tremenda en la garganta.
Y, como si esto fuera poco, piensa.

Todo se debe a que Arthur tiene sueños parecidos a los de Kurosawa. Es que en las horas que estuvo durmiendo tuvo sueños de esos que son entre inexplicables y de tinte moralista. Arthur soñó con zombis con cuernos en la cabeza que se lo quieren comer; con una infancia dura pero feliz, que es lo mismo que decir que soñó con Anabela; con van Gogh o con un posible perro del gran pintor o con un dibujito que veía de niño; con una mujer muy hermosa (otra, que no era Asabela, pero que tampoco recuerda si en el sueño encarnaba la muerte, la tormenta o la nieve); con una aldea con ríos y molinos de agua llena de hippies; con el de la tintorería de la esquina; con los soldaditos de plomo con los que alguna vez jugó; con Sábato; con nubes de colores y experimentos hechos en el laboratorio ciencias de la escuela secundaria; con las tardes en el campo al que su tío lo llevó alguna vez, cuando niño, y el disfrutaba de las flores, la lluvia, el sol y el arco iris.
Y al despertar, el no saber qué fue sueño y qué recuerdo, lo enferma. Literalmente.
Cuando Arthur está enfermo, piensa. Se hace preguntas. Entonces se dice a sí mismo que el ser humano puede llegar a cualquier cosa. Buena o mala. Y ahí, Arthur, duda: ¿el pensamiento está dentro de la naturaleza? ¿La razón es como una planta o como botella de vidrio? ¿Todo lo que hace el ser humano para destruir la naturaleza también es parte de la naturaleza? ¿Es natural que un tipo desmonte tres hectáreas de pino del mismo modo que es natural que de un huevo salga un pollo?
Y entonces, no sabe por qué, reflexiona sobre los alcances de la imaginación. Se da cuenta de que no son muchos y de que sólo pueden alcanzar niveles interesantes los que estén 1) bajo las influencias de alguna droga, 2) en sus primeros seis años de vida, 3) locos o 4) soñando.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

pasión

Eso no es amor al cine, piensa Arthur. Lo de colarse para ver una función tal vez sí. Quizás lo más interesante sea la vinculación niño-cine o lo prohibido en el cine o los personajes que lo frecuentan. Pero cuando el niño se hace adulto se pierde la magia. Arthur no es como Toto. Hizo el camino inverso en el mundo del cine: primero la indiferencia y más tarde la pasión. Toto, en cambio, vivió fascinado por el cine durante la infancia y luego se aburguesó. Arthur está enojado, envidioso, porque sabe que la adultez no es la mejor edad para disfrutar del cine. Pero a él sólo le queda arrepentirse, envidiar a los que sí tuvieron o tienen esa oportunidad. Entonces, una vez terminado el film, se queda reflexionado tanto tiempo que se hace de día. Baja al living y encuentra que le tiraron una revista por debajo de la puerta. Es una revista espectáculos y se la dejaron por error. Es una grata sorpresa. Arthur olvida la bronca a los niños que aman el cine, olvida el sueño que tenía mientras bajaba las escaleras, olvida las ganas de tomarse un té y abre la revista, pasa las hojas velozmente a centímetros de su rostro, huele y dice qué rico, no hay nada como saber de la vida privada de los famosos. Se sienta en el sillón y comienza a leer todas las palabras y ver todas las imágenes. Hoy los chimentos le ganaron la pulseada al cine. Dos mundos en disputa: la 1ra Guerra Intermundial. El mundo del espectáculo vs el mundo del cine. Y Arthur es sensible a los dos. Estuvo en un bando y ahora se pasó al otro extremo. Antes era un apasionado por Canosa, Rial, Mirta, Fabbiani, hasta defendía a Lucho Avilés. Hoy en día si alguien le llegara a decir que muchas veces el cine y el mundo del espectáculo van de la mano, y si no mirá a Hollywood, Arthur se enojaría y argumentaría que cuando las películas (y todo lo que las rodea) son contaminadas/invadidas por el mundo del espectáculo, eso que se produce está por fuera de lo que se (él) llama cine. Por eso se resiste a ir a esos lugares que casi siempre son centros comerciales, en los que pasan películas cobrando cualquier cantidad de plata por las entradas y donde lo primordial es vender pochochos. Del mismo modo que ahora Arthur milita fanáticamente por la causa cinéfila en otros momentos lo hacía con todo lo que tenga que ver con el mundo de los chismes entre las celebridades nacionales e internacionales. Por eso, ver una película en donde hay un niño enamorado del cine y encontrarse con esa revista bajo su puerta lo hacen tener una actitud ambigua con respecto a su pasado: negación por un lado y regresión por el otro. Lo tranquilizador es que, aunque ahora lea tan apasionadamente, sabemos que cuando termine la revista se va a ocupar de quemarla, tal como se hace cuando después de mucho tiempo se encuentran cartas de una ex pareja.

lunes, 5 de septiembre de 2011

el sentido

“Ser amable con la gente. No comer grasas. Leer un buen libro de vez en cuando. Pasear. Intentar convivir en paz y armonía con gente de todos los credos y naciones”.
No entendió el mensaje. Aunque es extraño, esta película le hizo dar cuenta que recuerda el día en que nació. Lo que no se da cuenta es que sin dudas es la única persona en el mundo con este don. Que, aparentemente no sirve para nada, pero que seguramente lo podría hacer ganar millones de dólares. Es tan ingenuo que sólo se queda con lo triste del recuerdo y su falta de astucia o inteligencia interesada hacen que ni pueda lamentarse por haber perdido la fortuna que jamás ganará simplemente porque nunca se percatará de que es capaz de ganarla con solo hacer un llamado telefónico.
Junto en el momento que lo sacaban del vientre, Arthur araña a su madre por dentro. Freud revive y se frota las manos. El bebe llora porque estaba cómodo en donde estaba y lamenta haberle hecho daño a la madre. Pero con el tiempo, a medida que se va dando cuenta de que la madre tiene mucho que ver con que el esté en este maldito mundo, ése va a ser su único orgullo. Lo que todos creemos que pensamos cuando nacemos, Arthur lo corrobora preguntándose ¿cómo la envidia, la lujuria, la avaricia, la gula, la soberbia, la pereza y la ira no van a ser parte de la condición humana si el impacto con la humanidad es tan traumante: frío, rostros enmascarados o sufriendo, adultos fracasados, golpes, desarraigo, manipulación, etcétera?

Otro debería ser el mensaje. “Ver películas”.
Arthur está agotado, se va a preparar un té. Tiene ganas de dormir o mirar otra película. Mejor pensar lo menos posible.

lunes, 29 de agosto de 2011

Pluma

Cae una pluma del cielo. Es blanca y está despeinada. Vuela como una hoja con ganas de tocar el suelo pero que el viento, empecinado en fastidiarla, demora su caída. Vuela como un avión de juguete en la mano de un niño. Vuela como lo que es, una pluma cayendo liviano. La pluma cae lento, amaga aterrizar en el piso de la terraza pero rápidamente se desplaza a la derecha y se detiene en la pierna izquierda de Arthur, que recién cuando siente la cosquilla en el muslo se da cuenta de la existencia de la pluma aunque ni bien la ve la imagina volando como en cámara lenta, con una música de fondo que se pone a silbar y con un día soleado como el que hasta hace unas horas pasó sobre su casa. A Arthur no le cuesta imaginarse que el sol brillando y la pluma volando bien podrían ser los infatigables testigos de las historias más representativas de los países y las personas que los habitan y construyen. Y enseguida se le viene a la cabeza el manual de historia Argentina con el que estudió en diciembre y en marzo de un año lejano. En realidad lo que le pasa por la cabeza son las imágenes que ilustraban ese manual, y con ellas repasa los momentos históricos más relevantes desde la Revolución de Mayo hasta el gobierno de Onganía.
Y con la mente en esos años no puede evitar pensar en las alegrías que le dio el deporte. Arthur quiere volver a jugar al ping-pong. Recuerda la mesa que tuvo durante tanto tiempo y piensa en que quizás todavía esté en alguna parte de la casa. Esa mesa, piensa primero con una sonrisa pero que a medida que va pasando el pensamiento se va transformando en boca seria de labios pegados y arrugados y forzados por la lengua que a veces logra escapar para pescar alguna lágrima que viene cayendo, esa mesa que me acompañó durante toda mi infancia, esa puta mesa. Y la mesa es puta, lo sabe encerrada en algún oscuro cuarto apoyada sobre alguna húmeda pared, porque no sólo es compañera de la niñez de Arthur sino que es espejo de la vida de éste. Y esa es la verdad que a Arthur conmueve hasta empaparse los pómulos. Piensa en lo hinchada, decolorada y sucia que estaba la mesa cuando decidió guardarla en algún cuarto de la casa, se le viene a la cabeza la insistencia y la convicción con la que argumentaba que la mesa todavía se podía usar y llora más líquido y más efusivamente porque sabe, también y desde el momento en que supo que había que darla de baja, que con la mesa se le iba la vida y que aceptar que la mesa ya no servía era como decir que él ya no servía. Tardó en aceptarlo pero finalmente, después de años de la mesa en la terraza a la intemperie, resolvió esconderla, arrinconarla, llevarla a un lugar oscuro y que jamás recorre con los ojos. Como hizo con su vida, casi en esos días, cuando decidió descolgar todos los espejos de la casa, sabiendo que de otra manera era imposible dejar su vida en un lugar tan parecido al olvido como lo había hecho con la mesa. Pero sabe, también, que la mesa no es el ping-pong sino un medio y conmovido por la adrenalina que le hace vibrar el cuerpo, se da cuenta de que tiene ganas de volver a jugar. Como en los viejos tiempos, dice en voz alta y con la mano derecha hace el movimiento del revés.
Arthur fue el campeón de su categoría por siete años consecutivos. Desde los cuatro, cuando casi no llegaba a la mesa, hasta los once, cuando empezó a perder partidos y con ellos, amigos, novias, admiradoras, familiares, vecinos. Y esa época es como una película más. Es recuerdo, es tiempo vivido y feliz, pero que, como toda película, termina y devuelve a Arthur a su vida de siempre hasta que vuelva a subir a la terraza y otra película sirva de respirador artificial por unos minutos hasta que termina ésta también y otra vez la triste realidad vuelve a atormentar al pobre Arthur que no encuentra otra alternativa a esa tristeza cotidiana más que en las películas y en los sueños y es en esas tres realidades donde se define su personalidad, son diferentes dimensiones en las que un mismo ser se constituye como lo que es y no tiene más definición que su propio nombre: Arthur es Arthur. Pero los años de triunfos insaciables se fueron como la pluma que estaba en su falda y que ahora, agarrada como último pasajero colgando de la puerta del bondi en movimiento, se vuelve a despeinar, amaga y por fin se desprende del jogging azul para hacerse viento y final. Como su mesa de ping-pong. Como su infancia. Como todos los que alguna vez creyeron en él. Como la película que acaba de ver. Como…

domingo, 14 de agosto de 2011

recuerdos

Depende de cómo se lo mire, ahora Arthur está recordando, viviendo o mirando momentos de su vida que no se le pueden ir de la cabeza. Momentos que ya no dependen de la voluntad ni de la razón, que son imágenes y sonidos que ya están en algún lugar y basta que alguien ponga play para que comiencen a reproducirse. De repente todo deja de ser como venía y se hace 21 de septiembre: día del estudiante y, como panaderos que vuelan por los aires de a millones, las plazas y parques de Buenos Aires se llenan de adolescentes insoportables. Arthur piensa en que quizás haya sido un día de la primavera cuando con Anabela se dieron su primer beso, hace varias décadas, cuando ver a Anabela era algo de todo los días, como ahora lo sería ir al baño, tomar un té o ver una película, y no un recuerdo que insiste como mendigo fastidioso, harto de indiferencias y negativas, tomando de punto a la cabeza de Arthur para no dejarlo en paz, para intentar y reintentar una y mil veces con imágenes, palabras y momentos en los que ella siempre aparece joven y radiante mientras que él va cambiando, envejeciendo hasta creerse un depravado.

Arthur recuerda que un día, en uno de los últimos noviembres, se puso a gritar “quiero una mujer” en la cornisa de la terraza y la gente desde los edificios de enfrente lo veía y temía lo peor. Por suerte la gente no llamó a la policía y Arthur no se tiró, valía la pena ver la escena que protagonizaron algunos vecinos desde sus departamentos, desesperados porque Arthur no entraba en razones y amagaba con tirarse.
También se le vienen imágenes de su infancia: la quema del muñeco en año nuevo, cuando un tío que no recuerda lo llevó a ver la formula uno, los gritos apasionados de su papá cuando escuchaba el partido por la radio, lo mal que lo pasaba en el colegio, las tetas de la mamá de José, su compañero de banco durante la primaria, el zoológico.
Fue en algún día patrio que el frío fue tal que calló nieve del cielo y Arthur pensó que se había muerto. Arthur estaba mirando una película en la terraza cuando el frío que le calaba los huesos, lo fascinante de la película que veía o su cuerpo emblanquecido, algo de todo eso, le hizo pensar que lo que estaba viviendo era la muerte. No se reprochó nada. Tampoco se mostró muy sorprendido. Sólo se dejó llevar por la mágica situación que vivía.
Ya es invierno, cae en la ciudad después de muchas décadas, nieve del cielo, Arthur en vez de salir a sentirla la mira desde la ventana.
Pronto vuelve la primavera. Y se da cuenta que no recuerda muchas cosas que hayan sucedido durante el verano.

martes, 2 de agosto de 2011

teléfono

Suena el teléfono, es Timmy. Llama para recomendarle a Arthur “una película que te va a gustar”. Arthur odia la frase pero no le corta el teléfono, escucha a su amigo que le propone que vea El amigo americano. Arthur le dice que sí, que la verá, pero cuando la busca sólo encuentra Las alas del deseo y decide verla.
La noche está calma, como si en su interior albergara a todos niños recién comidos, bien educados que se van a dormir tranquilos, sanos. Arthur acaba de escuchar "Al mundo le falta un tornillo" y está de acuerdo con Cadícamo, pero ve como descansa la noche y cree una vez más en Buenos Aires. No le molesta el frío genocida ni el viento torturante, una ciudad que es gato negro entre los tachos de bassura detrás de una rata que no es otra cosa que un pobre ruido más, entre tantos, y que lo único que quiere es cruzar el semáforo en verde, llegar no tan tarde a su casa, sin matar a ningún motociclista apurado o borracho con el casco en algún codo. Arthur sube con la película en la mano y sabe que se atiene a verse a sí mismo como en un espejo en movimiento. A ver algo de Buenos Aires en esa Berlín. Y así es: la sombra de Arthur reposa en la pared en la que se proyecta la película y sólo los niños lo ven con alas en las alturas de su departamento, mirando una película que es reflejo de su vida hasta que se va a la mierda porque pretende ser sentimientos, ser materia, ser sangre, en fin, ser realidad. Ahí está Arthur, recostado en el colchón de su terraza y proyectado en una sombra que es pasado y error. ¿Quién puede ser tan estúpido de ver el mundo desde afuera y elegir integrarlo?
Carnaval sube al colchón apenas termina la película. Gira varias veces en el mismo lugar hasta que se recuesta en espiral. Arthur, en vez de pensar en que su perro, con el frío que hace, decide quedarse a su lado en vez de entrar en la casa, sigue enfurecido con la película. Pero lo que reprocha, en realidad, es su propia vida. Y ahí piensa en Anabela, que no es como en las películas. Y por eso enfurece
aún más. Y cree que hubiera sido más placentero ver El amigo americano, un asesino a sueldo siempre es mucho mejor plan que un cuasi ángel en blanco y negro.
Al rato vuelve a sonar el teléfono: otra vez Timmy. Es fanático de Wim Wenders y le dice que ya tiene escrita la versión porteña de Las alas del deseo. A Arthur le fascina lo que su amigo le cuenta, pero eso ya es otra historia.

lunes, 25 de julio de 2011

una escena

Casi no puede tomar el té que tiene en sus manos. Cada vez que lo intenta vuelve a estallar en carcajadas que le hacen alejar rápidamente la taza de su rostro y, eventualmente, escupir el líquido que había entrado en su boca. Es que hay una escena que no se le puede ir de la mente. Se repite una y otra vez en la cabeza de Arthur (que está en la cocina, pero que a veces sube a la terraza sólo para volver a ver la escena): fiesta divertida en la casa del tipo aburrido. Todos tomando, borrachos, graciosos, armados, bailando, menos el dueño de casa, preocupado. De un momento para el otro se desata el tiroteo imaginario. Los actores actuando que actúan. Hay tiros, bombas, piñas, corridas hasta que se dispara un tiro de verdad que mata a la ficción y se acaba el juego. La trama es conocida y reproducida en diferentes versiones, pero esta interpretación es superior a cualquier otra.
La gran película no es más que un recuerdo de una excelente escena para la mente de Arthur. En su cabeza ya no están Marlon Brando, Robert Redford o Jane Fonda. Tampoco le importó la escena antológica en que matan a Bubber o que la película retrate el contexto social de una época y un lugar determinados. Arthur la vio porque leyó que el director era tocayo suyo. Y le gustó.

viernes, 15 de julio de 2011

lágrimas

Ambos están llorando. Los dos lloran por lo que ven en la película que les pasa por delante de los ojos, inalcanzable, real, mujer, pasión, vida. Uno se llama Arthur Gómez, está abrazando sus rodillas, por el frío o por el llanto, en el colchón que descansa en su terraza. La otra es Anna Karina, que va al cine a llorar a Juana de Arco. Pero para nosotros Arthur y Anna lloran mirándose a los ojos. Y entonces entendemos a Arthur, que está de acuerdo con nosotros. Se miran fijo y húmedo. Como toda textura relacionada al amor. Arthur venía intentando llorar, forzando la lágrima, desde que empezó la película y ella lo ignoraba por completo. Veía la indiferencia de Anna y la puteaba, se enfurecía, pero no podía llorar. Se pellizcaba una pierna, se mordía una mano, pensaba en su tía muerta, pero nada. Anna Karina hacía su vida, caminaba como sólo caminan las mujeres que se saben observadas por todo aquel que tenga buen ojo, buen gusto o sea humano. Anna hacía su mejor película. O la mejor película protagonizaba a Anna de tal manera que verla y no enamorase una vez más era como acuchillar a un recién nacido. Y, entre tanto, de los ojos de Arthur salían algunas lágrimas, pero finas e incómodas. Hasta que Anna lo miró a los ojos en un llanto que era mucho más que una cara bonita mojada, y Arthur explotó en lágrimas. De las saladas, de las sinceras, las que sólo son perceptibles cuando son secadas o anunciadas por otros. Lágrimas que caían de algún lugar que no tenía nada que ver con los enamorados ojos de Arthur, sino que venían, como ríos llenos de gotas, desde muchos años atrás, con nombres y momentos alejadísimos de esa terraza en la que sólo se albergaba el presente, puro y artificial.

martes, 12 de julio de 2011

jugando con fuego

Termina la película y Arthur baja corriendo al living de su casa. En algún lado tienen que estar esas dos escopetas que acaba de ver en el film. Reconoce el desorden en el que vive y se promete, una vez más, limpiar y ordenar al otro día. Revisa por todos lados. Se fija en sitios en los que hace años que no eran mirados por algún humano. Cada cajón, caja o ropero puede pasar de ser un mugroso contendor de mugre a un tesoro de perlas y diamantes con solo albergar en él o ella las dos escopetas que Arthur heredó de su abuelo, que éste había heredado, a su vez, de su abuelo. El abuelo de su abuelo las usaba para cazar, en Irlanda. Su abuelo las exhibía orgulloso en el living de su casa, en Almagro. Arthur no sabía dónde las tenía pero por primera vez estaba desesperado por tenerlas en sus manos. O por segunda vez, ya que la primera vez había sido cuando las agarró de la casa del difunto, peleándose con gran parte de la familia, argumentando que para él eran muy valiosas y que el abuelo siempre le contaba las historias de su abuelo con gran ímpetu y que eso, para él, para Arthur, era muy importante, significaba mucho más que dos simples escopetas; y así seguía, con tal de que los otros creyeran en la emoción que pretendía cubrir las notables ganas que de vender esos rifles no al mejor postor, sino al primero que por ellos soltara algún billete. No las vendió porque se habrá olvidado de llevarlas a algún lado o porque no encontró el momento oportuno para hacerlo y ahora estaban en algún lugar de la casa.
El último lugar posible era el baúl de los recuerdos. Él lo llamaba así pero en el baúl no había recuerdos sino cosas que no sirven para nada. Para recordar, tal vez. Pero para recordar lo mal y solo que se está en esta vida. Ahí encontró, por ejemplo, el vestido que usó su madre cuando se casó con su padrastro; un yo-yo de madera, con el que Arthur jugaba cuando era chico; revistas que le había regalado un tío y que él nunca había leído; un osito de peluche que no sabía de quién era ni cómo había terminado ahí; el mantel que usaban en su casa de pequeño sólo para navidad y año nuevo; una foto de Carnaval cuando era chico, y atrás de la foto decía: “Te quiero como sos”. La letra, inconfundible, era de Anabela. Sos una maldita perra, dice Arthur en voz alta, casi gritando y con la marca presente de algunas de las películas que vio esta semana. ¿Como soy? ¿Cómo soy? Soy desordenado, sucio, algo gordo, peludo, y muchas cosas más. Pero entre las muchas cosas que soy, soy una persona que no comparte casi nada con vos, puta. Eso es lo que más te gusta de mí, ¿verdad?

Después de estar tirado en el piso mucho tiempo, pensando mucho, en un rincón de su casa, con la foto de Carnaval en la mano, Arthur fue hasta la cocina, se hizo un té y se sentó en el sillón para seguir reflexionando con tranquilidad. Otro día buscaría las dos armas humeantes. Ahora en la radio está sonando “Yira yira”.

lunes, 11 de julio de 2011

dinosaurio

Arthur tuvo un sueño que está dibujado en Internet: http://www.mantrulcomics.com.ar/comics/00482-peliculas-resumidas-9/. Había visto Jurassic Park porque estando con Carnaval se le dio por pensar que quizás éste era descendiente de dinosaurios. Cosa que seguramente sea cierta, tan cierta como incomprobable.
Arthur recuerda el sueño que tuvo y la película que vio y se imagina a muchos Carnaval gigantes, herbívoros, veloces, dientudos, con colas largas. Todos del mismo color. Se imagina con Anabela alimentando a los animalitos, dándoles de comer en la boca, los dos solos (en cuanto a humanos) en un tiempo infinito, recostados en alguna rama de algún árbol inmenso.

No hay nada como un buen parque jurásico.

martes, 5 de julio de 2011

acción

Mientras Arthur piensa que si quemaran todas las películas del mundo a él no le perjudicaría, pues, se tiraría un tiro en la cabeza y ya, en la pared hay colores que lo hacen sentir a gusto. La música también es de su agrado. Es raro, pero lo único que le incomoda es que se siente cómodo con lo opuesto a las intenciones que prende trasmitir la película: le es agradable la deshumanización. Y en especial el trato tan burlón, casi obvio, que aparece en la película. No le cae bien Montag, por blando, no le cae bien el jefe de Montag, que cree muy duro. Truffaut lo dirige. Lo agarra de la remera, lo levanta del colchón, Arthur no hace nada, cuelga de la mano invisible que ahora lo suelta en el precipicio y cae en medio del bosque. Hay gente que lo único que hace es repetir guiones de películas de memoria. Cada uno se sabe el guión de una película diferente. Arthur no se sabe ninguno, no está cómodo; tiene frío y extraña a Carnaval. Piensa en que la maestra tiene la misma sonrisa que Anabela, si ésta supiera leer.
Ahora Truffaut le dice que se pare y baje a la cocina. En la cocina le dice: vos te parás acá, girás para la derecha, ponés el agua para el té y te apoyás de espaldas en la mesada. Después aparece Carnaval, vos le acariciás la cabeza y caminás hasta la ventana. Escena última y final: vos contra el marco de la ventana viendo cómo nieva en la calle, exhalás cerca del vidrio, zoom al vidrio empañado, comienzan a aparecer los títulos.

jueves, 30 de junio de 2011

maldice

Quiere ser Bill Evans tocando para que cante Mónica Zetterlund, o S. Gainsbourg tocando al lado de Anna Karina, quiere ser Thelonious Monk o Duke Ellington, a lo sumo Martha Argerich o Liliana Felipe, pero es Arthur acariciando a Carnaval. Maldice las horas que desperdició. Horas que suman toda una vida sin aprender a tocar algún instrumento. De todas maneras, es más por maldecir que por sincero arrepentimiento. A Arthur no le molesta llevar la vida que lleva, le molesta que quieran inferir en ella, que haya quienes pretendan que la cambie. Pensando en esto, moviendo los dedos en el lomo de Carnaval, usando a las costillas de teclas, escucha el portero eléctrico. Es Gladis que le trae algunas frutas y leche. Arthur le abre la puerta de abajo diciéndole por el portero que le deje la mercadería en la puerta de su departamento. Cuando escucha el ascensor se queda mirando fijamente la puerta, pidiéndole a todos los dioses del mundo que Gladis no toque el timbre. Gladis no lo toca pero tira por debajo de la puerta tres sobres: uno es una factura de teléfono, otro tiene una película y afuera dice “El aura” y el último sobre dice “Para Arthur” y contiene una serie de papeles. Obviamente que el que más le interesa a Arthur es este último. La película la tira en el canasto de películas que nunca ve y la factura de teléfono a la basura. Arthur se sienta en el sillón del living con la carta en la mano. La mira sin abrirla, trata de adivinar qué contiene, piensa en quién se la pudo haber mandado, maldice que en el lugar donde generalmente se pone el remitente no diga “Anabela”, aunque no sólo no pierde las esperanzas de que sea de ella sino que está convencido que es de ella y por eso, por temor, por infantil nerviosismo, en su afán de no enfrentarse con la realidad, no la abre.
Durante la madrugada de esa noche, Arthur mira Match Point en la tierraza de su casa. Hace un frío inaudito. Arthur debe ser la única persona en toda la ciudad que se queda más de cinco minutos quieto al aire libre en esta noche de invierno. Pero él no le presta atención al frío ni al viento que hace volar filosos cuchillos que se clavan en las orejas, narices y dedos. Arthur ve la película. Pero la rubia le parece muy rubia, el pobre muy poco pobre, los ricos muy ricos y el tenis un gran deporte como para que se lo relate tan banalmente. Maldice no haber jugado nunca al tenis. Sigue con los ojos cada escena de la película pero su cabeza está en otra parte. No le importa la música ni los deportes, piensa en el sobre que dejó en la mesada de la cocina. Su cabeza está ahí, en la cocina, apoyada contra el sobre, como escuchándolo. Oreja, sobre, mesada. Pero no oye nada más que los diálogos de la película. Ahora su boca es un tornado de maldiciones. Maldice la suerte. Maldice el azar. Maldice la dicha. Maldice, también, la incertidumbre, lo desconocido, lo crucial.
Termina la película y decide tomarse un té antes de irse a dormir.

miércoles, 15 de junio de 2011

mudo

De vez en cuando se interrumpe para tomar un poco de té. Hoy Arthur está muy hablador. Está contento, le encanta Chaplin. También deja de hablar para reírse: muestra todos los dientes, tira la cabeza para atrás, se agarra la panza con las dos manos; pero hay algo en sus ojos, algo que se esconde por detrás de la cara y que asoma en los ojos que da cuenta de la seriedad con la que se ríe.
Arthur está en un rincón del colchón, sentado con las piernas cruzadas, como atadas entre sí. Habla o escucha mirando a su alrededor. La imagen es rara porque todo trascurre sin ironía aparente. Arthur propuso cine debate y ahí está coincidiendo con unos y discutiendo, gritando, enfadándose, con otros. No parece escuchar a los demás, aunque por momentos ponga los codos en los muslos, las manos en la mandíbula y mire fijo para algún lugar, expectante, concentrado. Mueve mucho las manos al hablar. Sólo cuando habla de cine gesticula tanto. Es un apasionado y cualquiera que lo viese se daría cuenta que lo que dice lo siente con el alma.
En un momento Arthur se pone de pie. Voy a preparar la cena, dice. Pide permiso y baja a la casa. Para agasajar a sus invitados decide esmerarse. Saca todas las porquerías que hay sobre la mesa y pone, a modo de mantel, una hoja de un diario que estaba en el piso. Poco a poco, sin darse cuenta, recrea una imagen que acaba de ver. Pone platos, vasos y cubiertos para cinco. Prende dos velas largas. Acomoda las servilletas sobre los platos. La mesa queda impecable. Controla que en la cocina esté todo en orden, no quiere que nada salga mal. Arthur se da cuenta de que no vive muy seguido situaciones como ésta, en la que está tan contento de compartir cosas, momentos, charlas, risas, con otras personas. De repente escucha ruidos en la escalera y le asombra su nerviosismo. Se peina frente al espejo, se arregla el pantalón que tenía algo caído y va a recibir a sus invitados. Cuando llega a la escalera se encuentra con Carnaval, que venía de la terraza. Arthur lo putea y se va a sentar a la mesa a esperar a sus amigos. Al rato los ve llegar, comer, hablar a los gritos, reírse, retomar las charlas que habían tenido en la terraza unos minutos atrás, pararse para brindar, bailar arriba de las sillas.
Pero no tarda en darse cuenta de que de nada sirve imaginarse con alguien. Que es a él mismo a quien miente simulando compañía. La soledad no es estar con la cabeza en los brazos y los brazos en la mesa, mirando a Carnaval como se lame una pata en el silencio de una madrugada eterna. La soledad es todo lo que pasó hasta que llegó a estar así, con las velas derritiéndose, iluminando sin fuerza los platos vacíos.

martes, 7 de junio de 2011

por qué come

No hizo nada en todo el día: se levantó tarde, dio algunas vueltas por la casa, tomó un poco de agua. Todavía no salió afuera por el miedo al frío. Ahora, de madrugada, está tirado en el piso, apoyando la panza en el parqué.
A Arthur, en cambio, le tentó la idea y ahora no puede parar de comer.
Está con los dos codos en la mesada, viendo cómo un fino chorro de agua cae por la canilla. Come una torta gigante que tiene entre sus brazos. De vez en cuando, empalagado, pone la cabeza debajo de la canilla y bebe agua. Una foto de Marcello Mastroianni sale de su bolsillo trasero. Mastroianni parece contento con la casa tal como está. Ropa tirada por todas partes, sábanas y papeles en el piso, resto de comida en cada rincón, el perro tirado inmóvil, boca abajo, en un rincón, un retrato de Anabela con dibujos infantiles alrededor del rostro, la mesa del living repleta de comidas que Arthur había hecho antes de ponerse a ver La gran comilona. Pero lo que lo atrae, lo que le hace perder la cordura, es un autito de colección estacionado justo al lado del retrato de Anabela. El autito es una réplica de un auto antiguo, negro, descapotable. El único juguete que Arthur conserva de su infancia, esos que los arrastras para atrás y salen disparados para adelante. Mastroianni comienza a babear y en el culo de Arthur una laguna azul oscura vertical comienza a expandirse como vino en el mantel. De repente, la foto de Mastroianni en el bolsillo del pantalón de Arthur comienza a moverse. Es el italiano que se lleva un bocado a la boca, que sigue babeando y ahora agrega algún líquido a su boca, que también rebalsa y hace desastres.
Mientras Arthur sigue inclinado en la mesada, Mastroianni continúa mojándole el pantalón. Pero ahora también hay líquido que sale de sus ojos. La escena es totalmente dramática. Marcello Mastroianni (la virgen) llora por falta de minas en el ambiente o, más bien, por lo triste que es ver ese festivo departamento sin mujeres, llora, en realidad, por la lastimosa imagen que genera saber a Arthur tan solo y con tantas ganas de que allí se encuentre alguna mujer.

jueves, 2 de junio de 2011

vómito

Arthur está contento. Sabe que hoy hay continuado y eso incrementa su buen humor. Se levantó cerca del mediodía, igual de nervioso que cuando se acostó; como cuando te acostás sabiendo que al otro día jugás la final en el colegio o te ves por primera vez solos con Anabela o rendís el último final de la carrera o simplemente sabés que al otro día hay continuado de Tarantino. Pasaba lo último y Arthur tenía que hacer tiempo hasta las ocho. Una eternidad. Entonces se puso a cocinar. Cuando Arthur cocinaba era porque creía que iba a caerle Anabela de sorpresa o porque estaba con tiempo y hacía comidas para tener por un largo período. Iba a comprar y se quedaba horas y horas en la cocina, haciendo muchas comidas al mismo tiempo. Cocinar lo divertía pero sólo si era de esta forma, nada de platos rápidos o insulsos. Para eso se hacía un té y bastaba. Pero como en el mundo de Arthur nada es color de rosa, a medida que la tarde iba pasando, lejos de incrementar su felicidad por vivir todas cosas lindas que le sucedían, se ponía más angustiado, reflexivo, aunque sin llegar a estar mal. Al fin y al cabo después de esa tarde llegaría el continuado. Lo que pasó fue que mientras cocinaba pensaba en qué lindo ver el continuado con Anabela, la llamaba y ésta le decía que no podía porque tenía que ir a la facultad. O, estaría bueno que Timmy venga a ver las pelis, pero llamaba al laboratorio de su nuevo amigo y nadie contestaba. Llegó a bajar al almacén a preguntarle a Gladis si quería subir a la terraza, pero ese día estaba en el negocio su hijo, Gladis estaba enferma y no había ido a trabajar.A las ocho Arthur estaba borracho y, según sus suposiciones, empachado de maní japonés. Fue a la terraza, comenzó a ver cómo la cámara seguía a Jackie Brown de perfil hasta el fin del mundo y vomitó todo, hasta los órganos. Arthur bajó a seguir vomitando en el inodoro, usándolo luego de almohada, mientras en la terraza la música seguía: Jackie, inmutada, seria, con la certeza de que nada podría salir mal, seguía su adorable vida. (Soñando, o tal vez cuando se levantó al rato de haber bajado y volvió un instante a la terraza, Arthur vio una de las escenas más intensas y significativas que haya dado el cine mundial: Robert De Niro asesinado en una Volkswagen Kombi. Pero cuando despertó, a la mañana siguiente, acostado en el baño, esa imagen había desaparecido de su cabeza).

lunes, 23 de mayo de 2011

cuclillas

Cinco horas después Arthur sigue en la misma posición. Está en cuclillas, con una mano sobre su muslo izquierdo y la otra rozando el control remoto, que fue serenamente recostado en el colchón al lado de los cinco dedos del su pié derecho que se hunden en la sábana sucia y arrugada, mientras el talón flota en el aire a unos cinco o seis centímetros de altura. Por lo que del cuello al colchón hay un brazo derecho de distancia. Los títulos suben por la pared blanca, un campo de fondo, y Arthur todavía no piensa en todo lo que le va a doler la cintura, las rodillas, cada articulación, el cuerpo entero.
Habrá muchas historias de la misma historia, narradas desde dos o miles de hombres que nacieron el mismo día. Sean De Niro, Depardieu o cualquier otro que sea realmente italiano.
Muchas cosas fueron las que hicieron que Arthur se quedara quieto, estático a pesar de lo incómodo de su postura, del té enfriándose a un costado, del desperdicio de todo un colchón para alguien petrificado en cuclillas en el medio. Tal vez hayan sido las buenas actuaciones o la calidez de la música, pero quien pueda ver las imágenes que pasan dentro de su cabeza se daría cuenta que lo que más le llamó la atención de la película de Bertolucci fue lo iguales que son Dominique Sanda y Paula Chaves. Una en el rodaje de Novecento en 1976 y la otra en Bailando por un sueño, en el 2010. O tal vez lo que lo paralizó fue que hace no mucho vio otra película que lo tenía a Gerard Depardieu como protagonista: Mammoth. Pero lo que llamó la atención en Arthur no fue ver dos películas en las que Depardieu es protagonista, sino que en ambas, con una diferencia de treinta y tres años, hay una escena en la que a éste lo masturban en una cama de dos plazas (y no recuerda si en alguna el famoso actor francés logra eyacular).
Arthur quieto. Quizás todos equivocados y él pensando en la historia de Italia, en el fascismo y el comunismo. En toda la gente que luchó por sus ideales. En todos los muertos que quedaron en el camino. En el amor y en el baile. En algo que perdura desde los años más remotos a los que se remonta el film, que sigue aún después de filmada y estrenada la película y continúa durante las cinco horas en que él la ve: el patrón está vivo.

domingo, 22 de mayo de 2011

el regalo

¿Dónde están los hombres?, preguntó el Principito. Me siento solo en el desierto. También te podés sentir solo entre los hombres, contestó la serpiente. Qué animal tan raro, no tenés piernas. Fino, como un dedo, pero poderoso como el dedo de un rey, dijo la serpiente.
Mi novia, que me leía El Principito.
La del almacén de abajo le regaló un dvd. En la casa de Arthur hay un canasto de esos que son de plástico, miden unos setenta centímetros, que la gente normal usa para poner la ropa socia o los juguetes y las pelotas de los hijos pequeños. En ese colador con forma de balde gigante Arthur tira los dvds que le regalan o le llegan por correo de algún lado pero que nunca se le ocurriría ver. Todas las películas que le regaló la del almacén fueron a parar al tacho ese. En eso estaba pensando cuando Gladis le dio la película mientras le decía que era un regalo que adeudaba de la navidad, y se me ocurrió que justamente esta película no la podías dejar de ver. ¿Cómo se llama? Felicidades ¿Es de acá? Sí, actúa Casero, Mazzarello, Belloso, Cedrón, Pauls, Machín y Cacho Castaña ¿Quién? Cacho Castaña, ¿no lo conocés? es el de canta, garganta con arena, tu voz tiene la pena que Malena no cantó.
Aunque algo fastidioso por no saber quién era Cacho Castaña y por haber escuchado cantar a Gladis, Arthur estaba en el inodoro mirando con ternura el sobrecito que Gladis le había armado rústicamente y entregado hacía no más de cinco minutos. No le llamaba para nada la atención, pensaba en las referencias que tenía del director y de cada uno de los actores pero nada le despertaba ganas de verla. Odiaba que cualquiera le dijera que no se podía perder tal o cual película, era motivo para que jamás la vea y le tome una bronca bárbara a la película y al que se la aconsejaba. Sin embargo, ya se había parado, había puesto la pava, estaba caminando por el living de su casa, y no podía soltar la película. A veces se paraba al lado del canasto de residuo de películas pero algo lo frenaba.
Se tomó el té y se quedó dormido con la película en la mano derecha, en el sillón de las lecturas.
A las dos de la mañana Arthur se despertó y subió a la terraza. Quizás porque no tenía otra película para ver o porque había entendido todas las señales con las que se había encontrado, lo cierto es que Arthur se puso a ver la mejor película que ha dado el cine nacional. Un drama de los que pocos se animan a hacer. Arthur, extrañado, lloraba y reía.
Al terminar la película, Arthur fue hasta el borde de la terraza a ver la noche. Desde ahí se veía parte de la ciudad, toda negra, debajo de un cielo liso, no muy alto. Antenas, casas bajas, cables, techos con forma de flecha, algunas sabias ventanas pintadas de luz, reflejándose, como signo de vida. Y así se quedó viendo la noche algunas horas, tomando un té de durazno. Tres o cuatro veces lo sorprendieron algunos fuegos artificiales, haciendo de estrellas en un cielo completamente azul.
...
Soy un angelito chiquitito, pero igual yo te voy a cuidar, ángel de la guarda, dulce compañía, no te dejaré de noche ni de día.

jueves, 5 de mayo de 2011

la visita

Timmy llegó puntual. Se presentaron mutuamente y subieron a la terraza. Timmy tenía una botella de vino tinto en una mano y un dvd en la otra. En algún momento le dice mirá lo que traje y en vez de mostrar el vino y hacer algún comentario sobre la bodega, el muy atrevido le da un dvd a Arthur. Arthur lo mira mal, luego baja la mirada y lo escucha mientras ve el dvd en sus manos: es una de mis preferidas, hicieron el casting en Croacia y quedó Draghixa Laurent. Las croatas son las mejores, esta Laurent es amiga de Sandra baby. No las conozco, che. ¿No conocés a Sandra baby, la acróbata vaginal? No. No sos nadie, mirá la terraza que tenés y nunca viste una de Sandra baby. No, nunca. ¿Viste una porno alguna vez? No. Habré entendido mal, ¿vos no me invitaste a ver una película? Sí, pero había pensado en una de Lina Wertmuller, Amor y anarquía.
No vieron ninguna de las dos. Se colgaron hablando cada uno de la película que pensaban ver. Timmy vaciándose la botella de vino y Arthur escuchando sobre minas, poses y otros experimentos salidos de algún laboratorio. Escuchando hablar a Timmy sin puntos, con oraciones gigantes, llenas de comas, que se dirigen hasta el fondo mismo de la Tierra. Arthur tomando un té y fumando un cigarrillo tras otro, sin parar, interrumpiendo a veces para hablar de los recuerdos de un extraño cabaret con minas e historias de otros tiempos. Detallando a su amor blanco, rubio, de labios finos e irresistibles que no traían más que persecuciones y malos entendidos.
Claro, dijo Timmy en algún momento, interrumpido por un eructo, hablamos de lo mismo, mujeres enloquecidas y las ansias por matar a Mussolini.

Los dos chochos por tener un amigo se quedan dormidos en el colchón.

miércoles, 4 de mayo de 2011

risas

Sería interesante poner una cámara en la pared, debajo de la imagen. Y filmar a Arthur mientras ve Las vacaciones de Mr. Huot. Hace reír y no necesita hablar.

(dedicado a Timmy Herbert, que estuvo invitado a la terraza a ver la proyección y no apareció en toda la noche, ni siquiera avisó que no iba. Arthur lo esperó un tiempo y luego empezó a ver la película solo, como a él le gusta. Le tentaba eso de ver alguna con alguien y, a pesar del buen rato que pasó junto a Mr. Hulot, lamentó la ausencia del señor Herbert, que no se sabe qué le pasó algo pero queda invitado para la próxima)

viernes, 1 de abril de 2011

una canción

Aun con lo difícil que es hacer que una película biográfica sea una buena película, a medida que va pasando el tiempo, Arthur se va convenciendo de que es una maravilla. Se siente con ganas de tener un amigo, un conocido por lo menos, a quien recomendar esta película. Se arrastra por el colchón hasta caer en el suelo y boca arriba se relaja esperando un taxi en el medio de una calle parisina con Serge Gainsbourg y Boris Vian. Eso le hace muy bien, al punto tal que pudieron pasar horas o días hasta que volvió a sentir que existía en este mundo, en ese rodaje, en aquella terraza.

La actriz que representa a Brigitte Bardot produce en Arthur lo que seguramente Bardot generaba en sus admiradores de los sesenta. En cada mujer que pasó por Gainsbourg, Arthur deseaba tener esa jeta. Tan particular como codiciada. Con esa nariz y esas orejas y con el cigarrillo siempre entre los labios. Tan sexy a su manera. Y retomó un pensamiento que un tiempo atrás había abandonado mirando Revolver, en donde se planteaba el tema del egoísmo, y en su mente la reflexión tomaba caminos que nunca había visto, en los que el paisaje cuestionaba, de manera extremadamente explícita, lo que somos cuando nos mostramos ante los demás, lo que hacemos confrontado con lo que queremos hacer, la dicotomía entre todos los personajes que somos ante el mundo y lo que sabemos que nadie ve al hablarnos, y que somos en tanto muchos otros que al fin y al cabo sólo existen en las mentes de los demás.

Pero el placer máximo llegó cuando entendió lo que transmitía el film; cerró los ojos y reconoció fácilmente las manos de Gainsbourg acariciando el piano y la inolvidable voz de Anna Karina, que en su mente volvía en miradas y sonrisas, apareció recreando algún paisaje idílico, paradisíaco, real. Con Arthur, Serge, Anna, en alguna plaza, algún invierno europeo, en el que quizá estuvieran Brigitte, John Sfar, Jane y Charlotte viéndolos reír, envidiándolos apasionadamente.

lunes, 21 de marzo de 2011

Hay tres o cuatro palomas paradas en lo alto del muro. La pared blanca, dibujada con imágenes proyectadas, termina en una línea recta que se interrumpe por esos animales que están como distraídos, que parecen estúpidamente perdidos pero que saben muy lo que hacen. La escena que rompe con el blanco de la pared, ahora, es de una terraza. Y coincide, además, en que hay un hombre y hay palomas. El hombre en la terraza ve al hombre en la terraza y las palomas de la terraza, en un primer momento no registran a las otras palomas en la otra terraza. Pero de repente las que nunca salen de la pared se largan a volar, y son muchas y es hermoso; y las otras, que son tres o cuatro, no entienden al montón de palomas que vuelan libres sin salir de la pared, se asustan y vuelan rápido a alguna parte. Los dos hombres de las dos terrazas quedan solos. O eso podría pensar cualquier ingenuo, ya que uno es por el otro y viceversa.

Luego el mandato del samurái ordena matar sin piedad, y a Arthur le entusiasma la idea. Empieza a creer en El camino del samurai. Coincide. Lee Rashomón. Y no puede aguantar la risa cuando un asesinato se hace a la manera de un dibujito, se retuerce en carcajadas, rodando de un extremo al otro en el colchón. Entiende los códigos, los comparte, por eso termina la peli y decide ir a reflexionar a la bañadera. Pero al querer levantarse siente una mano en un hombro que hace fuerza hacia abajo y no lo deja pararse. Es Jim Jarmusch que le dice, casi sin mirarlo, todavía no terminó. Arthur tampoco lo mira mucho tiempo y quedan los dos mirando la pared donde se proyectan los títulos.
De repente, como es todo en esa noche, comienza otra historia y es en blanco y negro y es de noche en la ciudad y es imágenes en una velocidad y una comunicación que no son reales. Entonces Arthur se queda más tranquilo porque reconoce a John Lurie y presiente otro paraíso, largos viajes en auto y amores silenciosos. Hay desprecio e intolerancia. Hay reviente. Recorre serenamente una calle en lo que será uno de los mejores comienzos jamás vistos. Luego hay esperanza de libertad que se nota en los poros de la piel de Arthur cuando se escucha cantar en la ducha una canción que nunca antes había escuchado pero en su mente ve a Waits, a Lurie y a Benigni cantando como en recreo de escuela primaria, y todos en el patio, incluso él mismo, acompañando la tonta melodía libertaria.
Termina de ducharse y no sabe si vio una, dos o tres películas de Jarmusch. Pero en ese momento es más importante tomarse un té e irse a dormir porque ya está amaneciendo, repentinamente.

martes, 15 de marzo de 2011

Desquiciado amor

Hoy voy a hablarles de Anna, dice Arthur mientras la baba se desprende del labio inferior y moja su musculosa, a la altura de la panza. Quien haya visto, prosigue como si nada, sus ojos, no puede menos que enamorarse. Penetra con una mirada que son años, kilómetros y unas cuantas lucesitas que son suficientes para juntarse en una pintura blanca de una pared, de una terraza, de un edificio, de alguna ciudad muy grande, y traumar para toda la vida a un pobre tipo. Arthur se va a la cocina agarra una tijera, vuelve a pararse frente al espejo del dormitorio y corta el aire que hay entre su mirada de él mismo y el cristal que lo refleja. Hace un rato vio Pierrot, el loco. Anna Karina es lo más dulce que he conocido, dice una y mil veces.

domingo, 13 de marzo de 2011

Resfrío

Pone Pause, se levanta casi corriendo, baja a hacer pis y a agarrar un buzo. Arthur estuvo un tiempo largo aguantándose el frio, después se le sumó las ganas de mear y decidió interrumpir la proyección; algo muy poco habitual en él. El día estaba espléndido y Arthur había estado dentro de su departamento, ocupado en algunos quehaceres domésticos. Aunque, en el mundo de Arthur, sería muy difícil definir “quehaceres domésticos”, por eso conviene reducir la explicación en estos triviales términos, en vez de explicar lo que hizo Arthur durante todo el día. Eran casi las 17 cuando subió a ver la peli. Calculó una temperatura mucho más elevada, pero de todos modos decidió no dar más vueltas. Errónea decisión. Ahora Arthur subía con un buzo puesto, una campera en una mano y un té en la otra. En la pantalla estaba el rostro lastimado de Edward Norton, de perfil. Mirando fijo un teléfono, que es Marla aunque no lo sabe. No sabe nada. Es todo. De fondo la silueta de Brad Pitt, en otro cuarto, con las piernas algo flexionadas y lo brazos extendidos hacia arriba, dando la espalda a la cámara, con el rostro apuntando a una ventana que mostraba un día como el que rodeaba a Arthur, pero ningún paisaje. Se sentó en el colchón con las piernas cruzadas, continuó viendo El club de la lucha mientras tomaba su té con miel.

Al rato se levanta, comienza a pelear contra él mismo. A veces, cuando pega, nota en el contrincante el rostro de su tía, otras el de Anabela, o el de su padre, o el de la vecina, o el de cualquier otra persona tan desconocida como su padre. Cae de espaldas al colchón, mira el cielo y siente que es el único rincón de la tierra que se ha salvado, porque no llego a tocarte, piensa. Empuja el cuerpo desnudo de Anabela hacia afuera del colchón, se seca la sangre, presiona Play y vuelve a ver la película.