viernes, 1 de abril de 2011

una canción

Aun con lo difícil que es hacer que una película biográfica sea una buena película, a medida que va pasando el tiempo, Arthur se va convenciendo de que es una maravilla. Se siente con ganas de tener un amigo, un conocido por lo menos, a quien recomendar esta película. Se arrastra por el colchón hasta caer en el suelo y boca arriba se relaja esperando un taxi en el medio de una calle parisina con Serge Gainsbourg y Boris Vian. Eso le hace muy bien, al punto tal que pudieron pasar horas o días hasta que volvió a sentir que existía en este mundo, en ese rodaje, en aquella terraza.

La actriz que representa a Brigitte Bardot produce en Arthur lo que seguramente Bardot generaba en sus admiradores de los sesenta. En cada mujer que pasó por Gainsbourg, Arthur deseaba tener esa jeta. Tan particular como codiciada. Con esa nariz y esas orejas y con el cigarrillo siempre entre los labios. Tan sexy a su manera. Y retomó un pensamiento que un tiempo atrás había abandonado mirando Revolver, en donde se planteaba el tema del egoísmo, y en su mente la reflexión tomaba caminos que nunca había visto, en los que el paisaje cuestionaba, de manera extremadamente explícita, lo que somos cuando nos mostramos ante los demás, lo que hacemos confrontado con lo que queremos hacer, la dicotomía entre todos los personajes que somos ante el mundo y lo que sabemos que nadie ve al hablarnos, y que somos en tanto muchos otros que al fin y al cabo sólo existen en las mentes de los demás.

Pero el placer máximo llegó cuando entendió lo que transmitía el film; cerró los ojos y reconoció fácilmente las manos de Gainsbourg acariciando el piano y la inolvidable voz de Anna Karina, que en su mente volvía en miradas y sonrisas, apareció recreando algún paisaje idílico, paradisíaco, real. Con Arthur, Serge, Anna, en alguna plaza, algún invierno europeo, en el que quizá estuvieran Brigitte, John Sfar, Jane y Charlotte viéndolos reír, envidiándolos apasionadamente.