domingo, 15 de enero de 2012

una oferta que seguro rechace

Hace varios días le tiraron una revista por abajo de la puerta. En el piso hay muchos sobres, papeles, propagandas de comida a domicilio, cuentas de teléfono, revistas de moda o de supermercados. Muchas de las cosas que están ahí tiradas y que ya conforman como una alfombra de welcome pero del lado de adentro de la casa, que Arthur no levanta por pereza o por no terminar de aceptar lo que pasa afuera, deben ser de vecinos suyos y alguien, tal vez el portero del edificio, tiro por debajo de la puerta por equivocación. Pero la revista que vio hace varias semanas llegar y que recién hoy, por curiosidad, decide levantar, la dejaron para él. Una tarde, cuando compró algunas cosas en el almacén, Gladis le dijo que se enteró que había una revista de cine que iba a dejar de salir en papel. Recién cuando la revista desaparecía (para el mundo de Gladis, porque la revista iba a empezar a salir sólo en digital y Gladis no usa interntet) ella supo de su existencia y ni lo dudó: se la compró a Arthur y se la tiró por debajo de la puerta. Como un regalo, una caricia. A Arthur le agradó en tanto ella había pensado en él. Aunque, por supuesto, este sentimiento no lo demostró, tal vez ni se dio cuenta de que estaba agradecido. Es que odia las revistas que hablan de cine. Son la copia careta, piensa, de las revistas de espectáculo. Todos intelectuales, críticos, periodistas, hablando de espectáculo sin decirle espectáculo y escribiendo nombres y términos de moda. Masturbación intelectual. El cine está para ser visto. Las opiniones, las críticas, las reseñas, las recomendaciones, los análisis, los top ten o las más vistas. Son todas pavadas, nunca hay peleas, internas, discusiones, que no salgan de lo políticamente correcto.
La levanta del piso y se la pone a leer, entonces, pensando en todo lo que lucran con el cine la gente que no hace cine. Y no sólo no hace cine, sino que hablan como si lo hicieran, critican a Marlon Brando como si fueran Alain Delon (lo más parecido a Susana vs. Moria). O sea, en esas revistas aparecen todos los que viven del cine sin hacer cine. Lee, y no puede creer, que hablan sobre El Padrino. Se entera que reestrenan la película en los cines porteños, después de cuarenta años.
Entonces Arthur se imagina yendo a ver la película al cine. Y para eso lee en el diario en qué cine y en qué horario le conviene ir. Se baña, porque hace calor y quiere salir fresco. Sale del departamento y llama al ascensor, ¿y si no funciona? Sale del edificio y una cachetada de calor le genera nauseas. Decide apaciguarlo comiendo un durazno o unas uvas y cruza a la verdulería de enfrente. Mientras nadie venga a matarlo a los tiros, él sigue caminando por la vereda de la sombra, con el durazno chorreando, incontrolable, por los cachetes algo inflados. Camina mirando el piso, no quiere encontrarse con nadie ¿y si alguien le pide un favor? ¿Si alguien le habla tanto tiempo que llega tarde a la función? A propósito: en la parada del colectivo mira varias veces el reloj pulsera sin malla que lleva en el bolsillo. Es que el colectivo no viene y la película empieza a determinada hora, con o sin él. Por fin llega el colectivo. Sube. Paga. Se sienta junto a la ventanilla en los asientos de uno. Sube una señora y el no saber si darle o no el asiento lo angustia tanto que está a punto de bajarse para que ella no crea que se lo deja porque él la juzga vieja o tan gorda que parece que espera un bebe, pero justo otro pasajero se levanta y Arthur decide clavar la mirada afuera del colectivo, por la ventanilla, para ahorrar disgustos. En un semáforo ve todos los autos que tiene alrededor y se imagina a todos los que están adentro de esos autos saliendo con metralletas enormes, todos serios y decididos, cagando a tiros al colectivo donde él está. Piensa en otra cosa rápidamente, para no angustiarse. Pero pronto, en una frenada brusca, se le cruza por la cabeza un accidente de tránsito. Entonces se ve a él mismo en la peor situación: no muerto pero inconciente, internado, sin gente a su lado, sin parientes en el pasillo esperando que se recupere, de hecho: sin gente en todo el hospital. Y la imagen de él mismo en una cama que no conoce mezclada con la tétrica sensación que le generan los edificios vacíos le angustia más que lo del tiroteo desenfrenado. Por eso, y a pesar del calor, decide bajarse del colectivo y caminar las quince cuadras que restan para llegar al cine. En la vereda hay mucha gente caminando, comprando, esperando el colectivo, vendiendo. La gente se lleva por delante a Arthur, no lo ven, como si éste fuera un fantasma, un don nadie. Arthur, un veterano de Malvinas, se pregunta qué hicieron todos estos por la patria. Luego se pregunta: ¿qué patria? ¿La de las cinco familias que hacen lo que quieren con este país? Y deja los pensamientos políticos ahí porque si no le agarran brotes de violencia incontrolables y no sólo no llegará a la película sino que terminará preso por unos días. Arthur ahora se concentra en dos cosas que le preocupan por sobre todos esos pensamientos: 1) sus ganas de hacer pis, y 2) no encontrar el cine, sentirse perdido en la ciudad. Sigue caminando a gran velocidad, acalorado. Ve en la calle a un bebé y se acuerda de su propio bautismo. Se reiría si no tuviera tantas ganas de mear. Hasta que ve un café y decide solucionar sus dos problemas inmediatos. Primero pregunta por el cine y todos son amables y le dicen dónde está. Luego pregunta por el baño y se lo niegan, es sólo para clientes. Se va enfurecido pero apurado. Las indicaciones fueron buenas y llega al cine. Saca una entrada que le cuesta un precio imposible y pregunta por el baño. En el hall hay dos muchachas y tres muchachos haciendo la cola para entrar a ver la misma película que Arthur. Uno de los cinco está imitando a Brando. También hay un señor diciéndole a su hijo de cuatro años que está por ver la mejor película de todos los tiempos. Atrás de ellos un joven tiene puesta una campera de Italia y al lado suyo un tipo con una remera negra que en el pecho dice The Godfather. Arthur entra al baño y tiene ganas de que atrás del inodoro haya una pistola escondida esperándolo.
Rechaza la oferta de la revista, prefiere mirarla en su terraza.

viernes, 13 de enero de 2012

no hay film que por bien no venga

Estaba mirando una película que le aburrió y se durmió. Cuando se levantó estaba como nuevo, de la película no quedaban más que los títulos.
Bajó a la cocina y se puso a cocinar hasta que amaneció.

jueves, 12 de enero de 2012

tresdé

Al salir a la terraza con unos anteojos de sol que encontró en algún cajón y que seguro eran del abuelo, Arthur se acuerda de un tío que todo lo reducía al olfato. Todo, la memoria, la temperatura, las comidas, los lugares, hasta los colores y los sentimientos. Algo huele mal y Arthur se pone a barrer la terraza, que después de las fiestas y el temporal está sucia y desordenada. Encuentra un corcho de champaña y va a adentro, agarra un cuchillo, vuelve a la terraza, se sienta con las piernas cruzadas en el piso y comienza a hacer una mini escultura: la Venus de Corcho (culona, tetona: hermosa). Vuelve a la escoba y el orden. Encuentra una cañita, o lo que llegó a la terraza de lo que alguna vez fue una cañita voladora y que ahora no es más que una varilla de madera. Y el procedimiento es el mismo, salvo que ya tiene el cuchillo. Se sienta y comienza a moldear una punta de lanza. Una vez que queda bien puntiaguda, pinchuda, la prueba primero suavemente con en la yema de su dedo gordo y luego, con más violencia, en la tierra de una maceta. Los resultados son los esperados. Entonces la tira al vacío con mucha fuerza, como queriendo cazar algún ave en pleno vuelo. No se preocupa por el destino de su lanza. Termina de lanzarla y vuelve a la escoba. Barre tierra, hojas, un carozo de aceituna, una tapita de birome. Encuentra un pañal usado, lo agarra con una mano y lo arroja lejos, como con la lanza, sin que le preocupe dónde pueda llegar a caer, como si nada más existiera más allá del perímetro de su terraza. Encuentra un carbón. Lo agarra y comienza a hacer trazos, dibujos en la pared. Por su puesto nadie adivinaría que se trata de caballos. Luego sigue barriendo y encuentra un papel que dice, entre otras cosas, justicia, 30.000 compañeros desaparecidos presentes hoy y siempre. Arthur piensa en que hace treinta mil años alguien, algún humano sensible, pintó animales en las paredes de la Cueva de Chauvet. Vuelve a barrer, pero ya no es lo mismo, se fastidia o aburre y se tira a descansar en el colchón. Sueña con leones, osos, mamuts, lobos y rinocerontes. Se despierta transpirando (en la terraza debe hacer unos treinta grados, pero no es por eso precisamente que traspira) justo en el momento en que soñaba que un oso se ponía en dos patas delante suyo y abría una boca en la que entraría, por lo menos, medio Arthur.
Entonces, como si le hubiesen dicho que el mundo se terminaría en pocos minutos, pone un disco de Troilo y se pone a bailar sobre el colchón de la terraza. Está descalzo, en cuero. Los movimientos son lentos y sugestivos. Arthur está con los ojos cerrados y baila sintiendo la música. Hacen, el y su sombra, una coreografía perfecta.

martes, 10 de enero de 2012

saldo positivo

Arthur se olvida de lo incómodo que es estar viendo una película en ese colchón, con una sábana que se le pegotea en la espalda, sólo porque está divertido. Le da mucha gracia pensar en toda la plata que se habrá gastado en esa película. Explotan cosas, se derrumban edificios, vuelan autos por los aires, actúan miles de personas que deben hacer coreografías, se filma en distintas ciudades y muchos otros efectos y contrataciones costosas. Si tuviera computadora con internet y el hábito de buscar curiosidades en Wikipedia, seguro no le sorprendería ver que el presupuesto de la película fue de 30 millones de dólares. Pero todo ese derroche lo divierte. Además, la gran producción está acompañada de una música que Arthur disfruta sobremanera. No hay nada como escuchar a John Lee Hooker, piensa Arthur mientras lo ve tocar “Boom Boom” en plena calle y luego discutir con otro negro por quién la escribió. El calor no puede destruir el mágico equilibrio de la terraza: diversión (destrucción – un mosquito que pasa a centímetros de la oreja de Arthur + humor) + buena música (buenas voces + discretos bailes) + parodia a la policía = placer.

jueves, 5 de enero de 2012

otro año que termina

Hay muchas cosas que no entiende de la película porque no parece ser una buena noche para estar en la terraza disfrutando de la tranquilidad del cine surcoreano. Todo el mundo parece haberse guardado durante el día para vivir, por lo menos una vez al año, de noche. Sopla un viento de felicidad, de buenos augurios, que llega hasta la terraza y hace sentir mal a Arthur. No puede concentrarse en la película. Los fuegos artificiales confunden la imagen que se ve en la pared, los ruidos de los petardos y cañitas voladoras no dejan escuchar los diálogos, gozar de la buena música. De repente un globo de papel, con fuego en su interior, aterriza en la terraza y Arthur dice: es el colmo. Y decide entrar a la casa. Pero se siente extraño al entrar en su hogar. Está incómodo parado en el living que lo ve pasearse todos los mediodías en calzoncillos. Siente como si estuviera de más, como si los muebles, las paredes, los adornos, el resto de las cosas que hay por la casa lo vieran de mala manera, esperando que en algún momento decida irse a disfrutar esa noche como se debe, que salga a la vereda y brinde con los vecinos. Arthur se siente distinto, raro, otro, al entrar en su propia casa. Y decide no rendirse y desafiar la adversidad: aprovechar las cosas que hay la casa, usarlas como si fuera la primera vez, como jugando a ser Arthur. Entonces ve la paleta de ping-pong y se pone a jugar al frontón, sentado en el piso, contra la pared, hasta que después de un remate, la pelotita rebota fuerte contra la pared y da justo en la frente de Arthur, que se da cuenta de que no tiene la misma habilidad de antaño, pero que, hoy, poco le importa. Luego va al equipo de música y pone un disco de Piazzolla. Se relaja, baila. Abre la heladera y agarra un Paty que sobró de alguna comida, le pone mostaza y se lo come con la mano mientras sigue bailando. Encuentra una cámara de fotos que sabe sin rollo pero al disparar sale el flash, tiene pilas y con eso alcanza. Se autoretrata contra la pared al lado de la foto que cuelga de Favaloro, luego le saca una foto a carnaval, a través de un espejo, a-lo-Vasco Szinetar, y el perro lo mira extrañado pero gustoso. Arthur escucha una voz que dice “te quiero”. Mira hacia donde vino el sonido y ve el portarretratos con la foto de Anabella. Lo alza y baila con ella. Le da un beso y sabe que en algún lugar del mundo Anabella está sintiendo en sus labios los suyos. Arthur se siente un fantasma en una casa que sabe propia pero siente ajena. Y eso le gusta, está cómodo así. Pasa frente al espejo y no se ve. Es invisible: un muñeco que estaba caído se levanta solo, llega hasta al lado del muñeco un pomo de La gotita y se une el brazo con el cuerpo del muñeco. Los objetos flotan en el aire, parecen con vida propia. El muñeco está sanado. Todo el living goza de un orden y de una limpieza que preocuparía al Arthur de cualquier otra noche.
Si no escribe en un papel lo que siente en ese momento y al otro día ve lo que acaba de hacer sin recordar porqué lo hizo, va a tener una crisis importante. Es que ahora Arthur está sentado en el sillón del living, contemplando la ropa tendida, secándose en los respaldos de las sillas. Arthur lavó una por una y a mano toda la ropa que estaba sucia. Y esto no sólo no es común sino que puede llegar a ser preocupante, puede llegar a intervenir en la estable buena salud de Arthur. Pero eso a él ahora no le importa, y decide ponerse el pijama, prepararse un té e irse a dormir temprano.