martes, 28 de febrero de 2012

cumpleaños II

Cuando cumplieron cuatro fue más que especial porque Albertito o su familia habían querido que fuera más que especial. Y de alguna manera, también terminó siéndolo para Arthur. En los cumpleaños de Albertito nadie más que él podía tomar coca-cola, el resto debía conformase con fanta o agua mineral. Y Albertito se paseaba con su coca siempre llena, sin darle a nadie. Había un grupo que era privilegiado, los más amigos de Albertito, que se sentaban en una mesa que estaba en un rincón y que era la única a la que le llegaban las salchichas con mostaza. El resto, los comunes, se paseaban por la enorme y futurista casa, comiendo palitos y papas fritas. En un momento de la fiesta, todos, incluidos Albertito y sus amigos especiales, incluido Arthur, incluida la hermana de Albertito, se sentaban en el inmenso living de la casa cuando llegaba el show de magia. Por eso es que nadie quería perderse esos cumpleaños. Es que el padre de Albertito era famoso: uno de los mejores magos del país; y él mismo, o algún colega de parecido prestigio, se encargaba de realizar el show. Todos los años un show nuevo. Cada vez mejor.
A Albertito, ese año, le regalaron un elefante que entró por la puerta como si nada, seguido de un familiar del cumpleañero y con un cartel en la gigantesca panza, que decía feliz cumple Albert. Esto, por supuesto, indignó a Arthur, que ya venía indignado porque siempre, desde que cumplió lo doce meses de vida, se indignaba para el día de su cumpleaños. Arthur se sentía incómodo, extraño a ese mundo de festejos. Y cuando todos estaban distraídos cortó el cartel que el elefante llevaba en su panza, dejó sólo la letra A y corrió al segundo piso, a esconderse al cuarto de la hermana de Albertito, junto con ésta, que había sido
cómplice de la aventura.

Se hacen las doce y media de la noche. A Arthur le agrada irse a esa hora porque ya no le va a tener que decir feliz cumple a su amigo, cuando lo salude, al salir. La abuela de Arthur le dice a éste que vaya por sus cosas que ya se van. Arthur sale corriendo. Suena el teléfono en la casa y atiende la madre de Albertito y dueña de casa. Es su primo, con el que no hablaba hacía siete años. No lo puede creer, llora, le dice te quiero mucho muchas veces y después sí, sí, ya te paso. Llama a Albert y le dice es su padrino, Jonny. Jonny vive en un lugar muy lejano en donde todavía es el día de cumpleaños de Albert. Y llama para saludarlo. Arthur ve toda esta secuencia, piensa en que el cumpleaños de Albertito sigue mientras que el suyo ya terminó, luego le agarra la mano a su abuela y la arrastra hasta la salida. Se va sin saludar ni dar explicaciones. Todo es tan obvio que lastima. Minutos antes, después de ver cómo una tía de Albertito cantaba a capela el feliz cumpleaños en inglés, Arthur había estado encerrado con la hermana de Albertito, jugando a las cartas y riéndose de la travesura que habían hecho juntos. Y por eso estaba tan contento cuando lo fue a buscar la abuela y por eso saber de la existencia del padrino Jonny fue como un abismo, un tiro en el medio de una sonrisa.
La abuela lo fue a buscar y a Arthur le pareció extraño que no estuviera con la bicicleta. Pero pensó que quizás la había dejado atada afuera, a unas cuadras, para que la pituca familia de Albertito no percibiera las condiciones en las que viven sus invitados. Eso tenían, reflexiona ahora Arthur, las escuelas públicas de mi época. Después se le ocurrió que tal vez la abuela no la había llevado por la hora que era. Y luego concluyó que se la habían robado. De todas maneras, Arthur se aguantó las ganas de preguntar por la bicicleta. Aunque por su cabeza se preguntaba cómo se arreglarían ahora, cómo iría él a la escuela, con qué bici aprendería a andar. Miró a su abuela que se le había adelantado, corrió hasta agarrarle la mano y caminaron, cruzándose toda la ciudad, hasta la casa.
Pero la historia del cumpleaños de cuatro no termina acá. Cuando llegan a la puerta de la casa la abuela le dice a Arthur que no tiene más la bicicleta porque la vendió. Y antes de que pueda preguntar por qué, la abuela le muestra su regalo de cumpleaños: una bicicleta nueva, de su tamaño, de su color favorito, con frenos y portaequipaje trasero. Arthur rebalsa de alegría pero no por mucho tiempo. Sigamos jugando con el tiempo: recordemos que Arthur se puso triste cuando vio al niño en la puerta de su casa. Que este niño le hizo acordar a Albertito. Que al pensar en Albertito y en la actitud de su vecino tomando esa coca-cola, se acordó de su cumpleaños de cuatro. Que a la salida del cumpleaños de cuatro, después de haberse despedido solamente de la hermana de Albertito con un beso en el cachete que jamás olvidó, Arthur se fue con la abuela caminando, pensando en que le habían robado la bicicleta. Que cuando llegaron la abuela le regaló su deseo más deseado, su anhelo más anhelado, su sueño más soñado. Bueno, la tristeza que ahora siente Arthur, después de ir a comprar y ya sin ganas de cocinar, no tiene que ver directamente con todo esto, sino con que la primera vez que uso su bicicleta nueva, impecable, se la robaron a cuatro cuadras de su casa.

lunes, 27 de febrero de 2012

cumpleaños I

Antes de estar mirando cómo hierve el agua en la pava, Arthur entró a su
casa y dejó las bolsas de las compras en la mesada. Antes había subido por el
ascensor con una pareja que se bajó en el tercero y con la que no habló ni una
palabra. Antes, mientras esperaba el ascensor, pasó la portera, le dijo algo y
Arthur ni la miró. Antes, cuando entraba sonriente porque Gladis le había
regalado una banana, le sostuvo la puerta a un nene que iba con su mamá. Y
cruzarse con ellos le cagó el día. Salió a la calle con la idea y las ganas de
cocinar por largas horas y regresó con el ánimo suficiente para prepararse un
té, al que no le pondrá más que miel. Es que Arthur venía tan feliz de la calle
que no le importó tener las dos manos ocupadas de bolsas repletas y les sostuvo
la puerta con un píe, amablemente, casi gustoso, a sus vecinos que acababan de
bajar del ascensor. Pero entre ellos estaban los ya mencionados inquilinos del
2ºB. Con los que hasta ahora no había habido problema aunque tampoco conocía
demasiado, sólo se los cruzó algunas veces en las que se saludaron
desinteresadamente con la mamá mientras que el niño estaba dormido o salía
corriendo sin llamar su atención. Pero a partir de esta vez les hizo la cruz.
Ahora los odia.
La cosa fue que pasó la madre apurada, agradeciendo con una sonrisa fugaz justo
antes de volverse sobre sí para rogarle al hijo que se apurara, que iban a
llegar tarde. Y atrás de ella, segundos después, pasó el niño, conduciendo una
bicicleta con una mano, tomando una coca-cola con una pajita y con un bonete en
la cabeza. El pibe lo miró a Arthur sin sacar su boca de la pajita. Arthur
pensó que se trataba de la siguiente mixtura simbólica: le estaba dando un
piquito infinito a su amada y succionando la teta que hace años debió haber
dejado (y todo el sexo que había en la actitud del niño no lo llevaría a otra
cosa que no sea a chocar, a morder un cordón con la rueda delantera de la
bicicleta y comenzar a dar vueltas en el aire hasta caer de boca al pavimento,
y ahí, por fin, soltaría esa pajita y se convertiría en esqueiter adolecente o
en gay asumido o en las dos cosas). Y acto seguido le hizo una cara, le sacó la
lengua, le mostro los dientes deshechos con restos de banana, se puso bizco, puso
los ojos blancos al tiempo que levantaba las cejas, frunció la nariz. El niño
siguió como si nada. Tomando su coca-cola, mirando hacia adelante. Y esa fue la
imagen traumática. Ese niño, con ese pelo rubio con flequillo desparejo, con
sus cachetes colorados y pecosos, pero, sobre todo, con esa soberbia actitud,
le recordó a Albertito. Y más precisamente el día en que Arthur pasó su
cumpleaños de cuatro en el cumpleaños de Albertito. Y los cumpleaños de
Albertito eran especiales. Esos cumpleaños, que caían el mismo día que el de
Arthur, eran esperados por todos los niños del jardín, debido a diversas
razones. Incluso Arthur, si alguna vez se hubiera ocupado de organizar un
cumpleaños paralelo, hubiese tenido más ganas de ir a la casa de su amigo. Por
la hermana, pero eso ya es otra historia.

jueves, 23 de febrero de 2012

atención

De forma tan repentina como la nada, se incorpora. Por el viento o por
una energía que le viene de algún lugar. Está parado en su colchón, levantando
todo su peso con la fuerza de la punta de los dedos del pie diestro. El otro
está flexionado, como haciendo el cuatro. Efectivamente, no está ebrio. Y
comienza a hacer ese jueguito de tocarse la nariz, alternativamente, con uno y
otro índice. Eso le divierte más que la película que ve. De la que sólo rescata
dos escenas, que aparecen proyectadas en la pared como un lingote de oro
sumergido en el Riachuelo, como los ojos de Anabela perdidos en esta miserable
ciudad. Una es la del viejo del subte, por supuesto. Y la otra es la que
muestra a la madre dándole a probar la torta a su hija, la protagonista, desde
su dedo índice. Dos escenas que Arthur considera magistrales por la forma que
adquieren al mostrar a la perversión como algo cotidiano, rutinario, casi
necesario.
Y esas dos escenas distraen a Arthur que, al verlas, se desploma en el colchón.
Cuando una buena escena lo sorprende le quita toda su concentración y no lo
deja hacer otra cosa que no sea prestarle atención, le chupan la atención esas
vampirescas, parasitarias, escenas. Y Arthur cae con los ojos fijos en la
pared. Pero no hay mucho para ver. Pronto se vuelve a parar en punta de pie,
lento, como levitando, y otra vez se concentra en encontrar la postura
adecuada, el cuatro perfecto, y el movimiento exacto, la velocidad precisa de
los brazos, que parecen no cansarse jamás.

miércoles, 15 de febrero de 2012

reto

Tarda cerca de media hora en subir los pocos escalones que lo llevan a la terraza. No debería hacerlo. Lo mejor, para su salud, dentro de lo que él puede acceder, sería quedarse en su cama, poniéndose hielo en las piernas y en la frente. Es que el domingo le pareció un lindo día y decidió sacar a pasear a Carnaval. Esto no tiene nada de raro, últimamente suele irse con Carnaval a dar unas vueltas los sábados o domingos por la mañana, en una rutina que cada vez le entusiasma más. Pero lo extraño del domingo pasado fue que a Arthur se le antojó el día perfecto para salir a correr con su perro. Corrió más de veinte kilómetros en cinco horas sin parar. Bajó corriendo las escaleras a las 10 am y volvió arrastrándose por el pasillo hasta la puerta del ascensor para estirar el brazo desde el piso y tocar el botón exactamente a las 15:04hs del domingo. Carnaval lo arrastró hasta la cocina y allí se hidrataron. Arthur despertó el lunes al mediodía y comió como si fuera la última vez.
Hace un rato acaba de finalizar el martes y Arthur, ahora, intenta subir las escaleras para llegar a la terraza. No siente la pierna derecha, la otra le duele pero por lo menos reacciona ante sus ordenes. Lleva un sobre con una película entre los dientes. Se arrastra por la pared, subiendo lento, desahuciado, escalón por escalón, como si le hubieran pegado un tiro, como si escapara mal herido a salvar al mundo. Lo persigue "el enemigo americano", con votas texanas y sombrero de cowboy. Tiene que escapar. Tiene que llegar a su terraza. Puede hacerlo. La humanidad depende de él.
Le duele el abdomen, la cabeza le late y no siente una de las piernas. Pero Arthur insiste. Hace dos días que sólo come plantas de lechuga. Lavadas, pero sin cortar ni condimentar. De casualidad (o porque el domingo lo vio entrar al edificio arrastrándose), Gladis pasó por lo de Arthur preguntando si necesitaba algo. Esto fue el lunes al mediodía, a Arthur lo despertaron los golpes en la puerta y no pudo más que escribir “lechuga” en un papel y pasarlo por debajo de la puerta. Esa misma noche recibió un cajón lleno de variadas plantas de lechuga: mantecosa, romana, repollada, iceberg, batavia. Cajón que desde entonces estuvo al lado de su cama, cerca de Arthur, que no tenía más que estirar el brazo, agarrar una planta e ir rompiendo y comiendo hoja por hoja, como quien come papas fritas en su cama.
Y las lechugas dieron su fruto: un Arthur fuerte y valeroso. Lo que la espinaca para Popeye. Arthur llega a la terraza, pone la película y se deja caer en el colchón. Hace calor, está transpirando, le duele todo el cuerpo. Pero llegó. Misión cumplida. Qué comience la función.