miércoles, 28 de marzo de 2012

dos

Como siempre, nuestro querido Arthur Gómez sube a la terraza de su casa y se pone a ver una película. Una película de la que dentro de unas horas dirá que es dura pero que le gustó porque le recordó lo buena que fue su abuela con él durante su infancia. Pero recién ahí, viendo el amanecer desde la ventana de la cocina, calentándose las manos con la taza de té, pensará en el la película. Porque el resto de la noche tendrá la cabeza en otro lado. Es que esta vez él no eligió ni proyectó la película. Lo que sucedió fue que Arthur subió a su terraza para ver un clásico que hacía tiempo tenías ganas de ver. Era de noche y la ciudad estaba como alterada. Luces que se prendían y apagaban, ruidos de sirenas y bocinas, gritos, insultos. Pero el clima era agradable y Arthur estaba de buen humor.
Entonces decidió ir hasta la cornisa para ver a qué se debía tanto ruido, tanto movimiento, y por un instante temió que se tratara de un eclipse, que en realidad fueran las cuatro de la tarde o las diez de la mañana y que, salvo por la oscuridad apagada con luces eléctricas, se trate de un día de semana cualquiera. Pero de ese pensamiento se olvidó cuando miró hacia el edificio de enfrente. Es que en él Arthur vio que muchos departamentos tenían las luces prendidas. Y en una ventana había una luz tenue, que iluminaba el ambiente con una suavidad verde o marrón. Junto a la ventana había una mujer. Estaba sentada en un sillón, de espaldas a la ventana, a Arthur, que se maravillaba por lo bien que quedaban los pelos dorados de la mujer al lado de la cortina amarilla que colgaba en los costados de la ventana. Entonces, en algún momento, ya sin temor y nervioso, sin sentir el frío que se incrementaba alocadamente, como si las horas fueran meses y el invierno lo sorprendiera en mangas cortas, Arthur va hacia un extremo de su terraza y se da cuenta de que la mujer estaba mirando una película. Y sin pensarlo demasiado decide verla con ella, en una compañía que lo acompañará hasta el amanecer, cuando interrumpa sus pensamientos diciendo en voz alta algo así como me gustó la película porque me hace acordar lo buena que fue mi abuela conmigo durante mi infancia.

miércoles, 14 de marzo de 2012

noche intelectual

Es extraño. La película cuenta el final de una pareja y el final de la película muestra a la pareja haciendo el amor en la arena, en el bunker (curioso: en la trampa) de una cancha de golf. Y Arthur podría ser cualquiera de los personajes, cualquiera de las escenas. Podría ser alguna de todas las palabras, todas las canciones, todas las miradas. Es insólito. Arthur caminando entre sombras, esperando la noche final, que llega y se hace eterna y el final termina siendo todo, desde el principio. Ya no se trata de sentimientos, ni siquiera de dinero. Es (más) profundo. Se podrían mostrar rosas flotando, niños llorando, una vía muerta, enfermos en hospitales, incluso un baile sensual o una ciudad repleta de personajes atrayentes. Pero no. Es confuso. Porque es la cabeza de Arthur. Lo negro lo traga todo, ahora ella sólo es una figura, una ventana de día. Es raro. Porque Arthur la ve, sabe que es Monica Vitti pero igual dice Anabella, se acerca, pero no mucho porque sabe que a pocos pasos de él está el vacío. Prefiere seguir dentro en su contorno, prefiere resignar lo nuevo, quedarse anclado en lo conocido, mirar desde su terraza, otro día que comienza, una mañana más, parcialmente nublada y repleta de pensamientos.

sábado, 10 de marzo de 2012

fiebre

Otra vez es de noche. Llueve. Arthur está con un paraguas, parado en un rincón de su terraza, bajo un techito pequeño, que no llega a cubrirlo del todo, pero para eso tiene su paraguas, de complemento. Desde donde él está parado la película no se ve del todo bien. Por el ángulo desfavorable y porque el agua que cae le tapa la visión y porque no es una buena copia y la peli es del año treinta. Pero Arthur no para de reírse. Está descalzo, se moja los pies, de vez en cuando estornuda. Pero no para de reírse. Se acuerda que él una vez entró a un puterío por equivocación. Tenía cinco años y una señorita muy atractiva le regaló un chupetín. Todavía siente los labios de la puta en su cachete, todavía se acuerda de la mirada de una señora que se sorprendió al ver salir a un niño de ese lugar, alguien que no debería estar en esos sitios y él, un Arthur pequeño y con agallas, le devuelve la mirada, orgulloso, enamorado. Y por seguir mirando a la vieja, al cruzar la calle, esa mañana casi lo atropella un auto. Pero se salvó y cuando llegó a su casa comenzó a decirle a su abuela cosas incoherentes. La abuela pensó que el pequeño Arthur se había vuelto loco, pero él estaba enamorado o tenía una gripe tan fuerte como la que se está agarrando esta noche en su terraza.

jueves, 8 de marzo de 2012

pensándolo bien

Monólogo hallado en el cerebro de Arthur: A veces a mí también me dan ganas de matar a alguien. Como hacen en esta película. Es un sentimiento repentino, incontrolable, que me invade desde que estuve en Malvinas. Pienso en eso y enseguida lo niego, razonando. Pero después tengo miedo, porque tuve ganas de matar a alguien, a cualquiera, y ese es el primer paso para convertirse en asesino. Paso del miedo cero al miedo máximo. Por suerte en esos momentos no tengo una pistola en la cintura. Si la tuviera dispararía como la niña de la película pero yo no me iría para atrás porque peso mucho más que ella.
Ayer, por ejemplo, cuando estaba en el almacén de Gladis esperando a que me atiendan, y veía a toda esa gente, vecinos míos, esperando como yo, me dieron ganas de matar a uno, pegarle un tiro en la cabeza, para ver qué pasaba, cómo reaccionaban los que estaban alrededor, qué pasaría después. Otras veces, cuando estoy solo, en mi casa, me imagino en el silencio de una biblioteca. Me imagino mesas largas ocupadas por gente leyendo, cada una en su libro, y yo entre ellos. Me imagino que no tolero esa calma y me paro y le corto los dedos a uno con un cuchillo y cuando éste comienza a gritar le clavo el cuchillo en el pecho. O me pasa que cierro los ojos y veo cómo le pego un tiro a un perro, que en la película sería el caballo, pero que acá es perro y es chiquitito, no debe pesar más de dos kilos y aturde al ladrar. O también me veo a mi mismo en uno de esos lugares a los que no voy nunca, que están llenos de gente, una cancha de
futbol, un shopping, el centro a hora pico, etcétera. Me veo caminando por entre medio de toda la gente. Me veo frenando en algún momento y viendo cómo cada uno está en la suya sin que les importe lo que pasa alrededor. Y me veo sacando un arma y pegándole un tiro a uno. Y me veo sorprendido porque nadie hace nada, entonces sigo con la matanza hasta que todos enloquecen porque saben que les puede tocar a alguno de ellos. Pero la escena que más se me viene a la cabeza es la del francotirador. En ella yo estoy con un rifle antiguo pero hermoso parado ahí, en ese rincón de la terraza. Son las seis o siete de una tarde de verano. La gente abajo va y viene como si nada. En un momento veo a alguien que no me gusta. Apunto. Escucho el disparo y la veo caer. Veo a todos los que están en la calle corriendo, mirando para todos lados. Y ahí yo me escondo, apoyo la espalda contra la pared y me rio a carcajadas. Y después lloro y me pregunto quién mierda soy yo para matar a alguien.