Un misterioso cansancio lo domina. Pone una película pero antes de encender el proyector,
después de cabecear un par de veces, se queda dormido. Ella lo conoce y deciden escapar juntos. La noche es tranquila. Hay
un ruido monótono, debe ser de una fábrica o de los semáforos que cambian de
color constantemente. Agarran un auto y
se van por la ruta. Hace un poco de frío, aunque no demasiado. Lo que pasa
es que Arthur tiene guardada la ropa de invierno en un placar y todavía sigue
saliendo a la terraza en remera. Corre una briza que le hace cruzar los brazos,
y la cabeza comienza a inclinársele hacia la izquierda. Alguien los persigue. Arthur se despierta. En el sueño le contaba a
una mujer, que ahora no duda de que era Anabella, una película. Pero no
recuerda de qué película se trataba. Y la palabra “persigue” sigue flotando en
el aire. Logra escucharse a sí mismo en diferido. Lo extraño es que se entera de
que dijo esa palabra después de haberla dicho. Y se da cuenta de que hablaba
dormido y que su propia voz lo despertó.
Está sentado en el colchón de la terraza
y duda: no sabe si ver o no una película. Tiene ganas de ducharse con agua
caliente, tomarse un té, poner algún disco de la orquesta de Troilo y meterse
en la cama. Y sólo con imaginarse haciendo esas cosas se convence y saca la
película y va para adentro. Pero mientras baja por las escaleras prefiere cambiar el
orden de acción y va a la cocina a prepararse un té. Mientras el agua se
calienta encuentra, al abrir alguna de las puertas de la alacena, entre los paquetes
de fideos y las galletas de arroz, un sobre con un DVD. El sobre dice: Invasión de Hugo Santiago. Arthur se
imagina muchas cosas, entre ellas que se trata de la última película de
Scorsese mal escrita, que un Hugo Santiago gigante y extraterrestre llegará a
destruir el mundo, que la ciudad es invadida por unos pilotos para lluvia de
una nueva marca llamada Hugo Santiago, que alguien inventa un país más para
jugar al T.E.G., que una plaga en el planeta extermina los apellidos, etcétera.
Entonces desecha la idea de la ducha y la cama, se olvida del cansancio que
tenía y decide, curioso, ver la película.
lunes, 28 de mayo de 2012
jueves, 24 de mayo de 2012
por tierra
Está confundido. La película le da nauseas y al mismo tiempo lo lleva a
un equilibrio espiritual que hasta entonces nunca había experimentado. Arthur siente
que lo cambiaron. Tiene la sensación de que el que está mirando la película
sobre ese colchón, en esa terraza, no es él sino otro que vivió su vida o por
lo menos una parecida, una cercana, como si fuera el hermano que nunca tuvo y
que ahora, como si nada, le ocupa el lugar. Y otra vez pensar en su familia
lo desconcierta. (Se dice para adentro que si la familia tipo fuera de una
abuela y un nieto todo esto no le pasaría.) Y entonces vuelve a hacer memoria,
recuerda una infancia feliz, una adolescencia un poco dura, pero cuando llega a
su juventud no recuerda nada, o casi nada, imágenes borrosas, personas detrás
de cortinas semitransparentes y sucias, escenas como de un programa de
televisión en algún lugar sin antena. Y cae, como siempre, en los fantasmas de
la Guerra de Malvinas y en el accidente de transito.
Pero por otro lado está convencido de que, al mirar una película en la terraza de su casa, está haciendo lo que debe, y cruza las piernas, tira para atrás los hombros haciendo sonar la columna y suelta algunas carcajadas de felicidad. Todo con una seguridad, una convicción que le enorgullece tanto que no le da tiempo a preguntarse de dónde sale, ni dónde quedaron las dudas que hace unos segundos eran miles.
En un momento de lucidez, por ejemplo, se pregunta si no será aquel accidente automovilístico la causa de que ahora aborrezca (¿tema?) salir a la calle. Pero, aunque en su mente aparezcan imágenes de autos chocados y bomberos apagando el fuego, no sabe si el accidente realmente pasó ni a quienes involucró. Es como cuando un niño sabe que San Martín era un tipo que andaba a caballo, que estuvo por las montañas, y quizás hasta lo reconoce en algún cuadro o estatua, pero no sabe bien para qué hizo lo que hizo ni por qué lo nombran todos los adultos ni se pregunta si está bien o está mal que esté en las escuelas y las plazas. Con Arthur es lo mismo. Y ya que estamos con el prócer: lo que él siente al ver You are not i, es lo mismo que debió sentir San Martín al cruzar en camilla los Andes. Mezcla de heroísmo e inconciencia, de valentía y enfermedad, de liberación y condena.
Pero por otro lado está convencido de que, al mirar una película en la terraza de su casa, está haciendo lo que debe, y cruza las piernas, tira para atrás los hombros haciendo sonar la columna y suelta algunas carcajadas de felicidad. Todo con una seguridad, una convicción que le enorgullece tanto que no le da tiempo a preguntarse de dónde sale, ni dónde quedaron las dudas que hace unos segundos eran miles.
En un momento de lucidez, por ejemplo, se pregunta si no será aquel accidente automovilístico la causa de que ahora aborrezca (¿tema?) salir a la calle. Pero, aunque en su mente aparezcan imágenes de autos chocados y bomberos apagando el fuego, no sabe si el accidente realmente pasó ni a quienes involucró. Es como cuando un niño sabe que San Martín era un tipo que andaba a caballo, que estuvo por las montañas, y quizás hasta lo reconoce en algún cuadro o estatua, pero no sabe bien para qué hizo lo que hizo ni por qué lo nombran todos los adultos ni se pregunta si está bien o está mal que esté en las escuelas y las plazas. Con Arthur es lo mismo. Y ya que estamos con el prócer: lo que él siente al ver You are not i, es lo mismo que debió sentir San Martín al cruzar en camilla los Andes. Mezcla de heroísmo e inconciencia, de valentía y enfermedad, de liberación y condena.
viernes, 18 de mayo de 2012
méxico
Nadie sabe cómo llega a las manos de Arthur un artículo etnográfico de
Lomnitz y Lizaur que se llama “Una familia de la élite mexicana. Parentesco,
clase y cultura 1820 – 1980”. La cosa que Arthur lo lee y no quiere saber nada
con esa familia Gómez de la que hablan las autoras. Le da asco. Y se imagina
que tal vez él es parte de esa dinastía pero que de bebé lo trajeron, junto con
su abuela, a Buenos Aires y lo abandonaron en cualquier rincón de la ciudad.
Pero ¿qué pasaría si no lo hubieran traído? Muy simple, se contesta Arthur, me
hubiera salvado de Malvinas pero habría muerto en un ajuste de cuentas, tal vez
por alguna mujer. Y ahora se imagina escapándose de una mansión para transitar una
infancia rebelde por las calles de la Ciudad de México. Se agarraría a piñas o
fumaría o jugaría tardes enteras en la calle con otros chicos. Robaría carteras
en la multitud. Molestaría a ciegos y borrachos. Se escondería en los baños
públicos femeninos para espiar y asustar a las mujeres que entren. Le tiraría piedras
a mendigos y a policías por igual.
Como si estuviera en un descampado del DF, Arthur está sentado en su terraza al lado de un balde de chapa. Cada hoja que termina de leer va a parar, hecha un bollo, al balde donde arden unas maderas que originan llamas amarillas. Alimenta la fogata porque gracias a ella puede ver lo que lee, y además porque en esta noche de otoño corre un viento fresco y quiere tener el cuerpo caliente cuando en minutos se ponga a ver una película de Buñuel.
Como si estuviera en un descampado del DF, Arthur está sentado en su terraza al lado de un balde de chapa. Cada hoja que termina de leer va a parar, hecha un bollo, al balde donde arden unas maderas que originan llamas amarillas. Alimenta la fogata porque gracias a ella puede ver lo que lee, y además porque en esta noche de otoño corre un viento fresco y quiere tener el cuerpo caliente cuando en minutos se ponga a ver una película de Buñuel.
lunes, 7 de mayo de 2012
en las nubes
Una vez alguien dijo algo así como que los países son como las paredes.
Ambos se descascaran, se ensucian, hasta que viene alguien que se encarga de
restaurarlos, pintarlos. Siempre se están cayendo y levantando países y
paredes. Tanto unas como los otros existen para separar, son invenciones que
los seres humanos crearon en su afán de dividirse, diferenciarse unos de otros.
Y esa metáfora viene bien para describir el presente de Arthur. Porque si las
paredes son países, el edificio es la Tierra y Arthur está en el cielo. La
terraza: único lugar del planeta en el que no hay países. El mundo pasa debajo de
él, países se rompen, se agujerean, se refaccionan, se empapelan, mientras él
continúa indiferente. Le llega una carta del consorcio, habrá reunión de
inquilinos el martes a las 18 horas, piden que por favor asista, por lo menos,
un representante por departamento porque se tratará un tema fundamental. La
reunión de consorcio es como un congreso de la ONU o el G8. Y Arthur no está en
condiciones de intervenir en las decisiones que marcarán el futuro del planeta.
El edificio en el que vive, el mundo en el que vive, le es ajeno. Sobre todo
hoy, que lo llaman por teléfono, le tiran cartas por debajo de la puerta, le
tocan el portero eléctrico, lo va a buscar hasta la puerta de su casa nada
menos que el presidente del consorcio. Lo necesitan más que nunca. Es que hasta
no tener la firma de todos los propietarios del edificio, no se puede comenzar
la construcción de la pileta en el jardín. Y Arthur prefiere las plantas.
Piensa que lo de la pileta es una locura, es como querer construir un hotel en
la luna.
De todos modos, cuando se despierta el martes a las 23, se pregunta cómo habrá estado, de qué se habrá hablado en la reunión de consorcio. No llega hasta la preocupación pero no puede negar que es una incertidumbre que no se le va de la cabeza. Mientras está en la terraza con una taza en una mano y el control remoto en la otra, piensa en que, cuando le pregunten, lo más inteligente será contestar que tuvo un pequeño accidente doméstico, que se chocó la frente contra el extractor cuando fue a agarrar la pava y que una amnesia temporal hizo que se olvidara de la reunión.
De todos modos, cuando se despierta el martes a las 23, se pregunta cómo habrá estado, de qué se habrá hablado en la reunión de consorcio. No llega hasta la preocupación pero no puede negar que es una incertidumbre que no se le va de la cabeza. Mientras está en la terraza con una taza en una mano y el control remoto en la otra, piensa en que, cuando le pregunten, lo más inteligente será contestar que tuvo un pequeño accidente doméstico, que se chocó la frente contra el extractor cuando fue a agarrar la pava y que una amnesia temporal hizo que se olvidara de la reunión.
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