viernes, 26 de octubre de 2012

una pieza

Después de las flores que rodean su terraza está el abismo. Literal: atrás de las plantas y de los arbolitos está la baranda, después de eso termina el perímetro del edificio y recién decenas de metros más abajo está el suelo, la vereda. Y simbólico: justó cuando termina toda la vegetación que adorna su terraza, apenas después de las flores y el verde que son como un grito desesperado de naturaleza, aparece el contraste más extremo, el rígido y monótono asfalto. Si uno comenzara a ver una abeja pequeña que está sobre una flor de las tantas que hay en alguna de las plantas de la terraza, y luego comienza a ampliar el plano, y ya no sólo ve a la abeja y a la flor, sino también la planta entera y algunas hojas de las que la rodean, y si seguimos ampliando sin detenernos veríamos cada vez más plantas, más hojas, más flores hasta que en un momento, repentinamente, el verde se termina y comienza a verse la calle, la vereda gris, los autos que pasan y dejan una nube de humo flotando en el aire, la suciedad que se amontona al lado de un cordón despintado, una calle con caños y estructuras de metal encima, y –seguimos ampliando- comienza una pared, que puede ser de hormigón o de ladrillo o en el mejor de los casos de vidrio, un vidrio que es transparente y que deja ver muebles, paredes, columnas, luces artificiales, o tal vez sólo cortinas y más cortinas interrumpidas por marcos y aires acondicionados, hasta que se termina el edificio y comienza una terraza exánime, totalmente desolada, en la que sólo hay dos o tres antenas y muchos cables, y –si seguimos como una cámara que desde el cielo estaba filmando a la abeja en la flor de la planta de la maceta de la terraza de la casa de Arthur Gómez y que hace un rato comenzó a hacer zoom out- nos encontramos con más edificios o partes de edificios y terrazas o partes de terrazas, todos iguales entre sí, del mismo color y con ángulos parecidos, todos atravesados por el hombre, que rompe y vuelve a construir, para volver a demoler y volver a construir, pensando en el futuro, en el proceso.
Arthur está parado en su terraza. Mira una película. Tiene una taza de té en su mano y de entre los labios le cuelga un cigarrillo.
Arthur a veces piensa que el mundo pudo haber sido mejor. Otro. Pero la mayoría del tiempo se la pasa comiendo, durmiendo o mirando películas en su terraza. Quiere mucho a sus mascotas y a sus plantas, pero sabe que con eso no alcanza. Y se resigna, muchas veces se resigna incluso a pensarlo demasiado. Esa noche, por ejemplo, la idea se le pasa por la cabeza. Apaga el cigarrillo. Qué estoy haciendo, dice. Y sin detener la película que mira, va hasta donde están todas sus plantas. Pasa una mano por las hojas, como acariciándolas, mientras tararea una canción que es parte de la película que continúa proyectándose en la pared. Arthur se arrodilla y abraza a un arbolito que mide un poco más que un metro. Pareciera que baila un lento con el tronco. La escena es patética. Arthur no está bien. 

viernes, 19 de octubre de 2012

vuelve a salir


Arthur vuelve a salir a la calle después de mucho tiempo. Tal como el adulto que vuelve a la casa de su infancia y no la reconoce, Arthur después de abrir la puerta del edificio siente que se confundió de vereda, que esa calle que está ahí no es la de su casa, tal vez porque el gobierno de la ciudad cambió las baldosas, tal vez porque una calle cercana está cortada y ahora él ve pasar colectivos que nunca pasaron por ahí, tal vez porque la última vez que salió no había hojas en los árboles. Nadie sabe qué será, pero ver a una niña vestida con un uniforme de escuela privada que camina agarrando la mano de su madre lo termina de desconcertar. Está por darse vuelta, cerrar de un portazo y correr al ascensor, pero un instante antes de enloquecerse reconoce el almacén de Gladis, enfrente. Ahora adjudica los cambios a algo personal. Piensa que los yuyos que le puso al té de la mañana pueden tener algo que ver. El frente del almacén está distinto; las letras con luces rojas, la a inclinada, la i que titilaba, los caños negros a la vista, fueron cambiados por un cartel que ahora Arthur ve todo rojo, con letras prolijas en blanco, que dice Lo De Gladis, como el anterior,  pero éste también dice Coca-Cola un par de veces. La vidriera también está cambiada, por eso Arthur, después de cruzar la calle, entra con prudencia, como tanteando. Pero al instante Gladis se le cuelga de los hombros: qué bonita sorpresa, usted por acá. Arthur le explica que está tratando de cambiar, que no quiere molestarla más, que de ahora en adelante él irá a buscar los productos hasta ahí, que muchas gracias pero que ya no necesita que le lleve las compras hasta la puerta de su departamento. (Hacía meces que los únicos contactos que tenía con Gladis eran bastante indirectos, cuando él le pagaba: le tiraba la plata por abajo de la puerta y ella le dejaba la caja con las compras. Se decían dos o tres cosas, puerta mediante, y nada más.) A Gladis le cae bien que Arthur se haya afeitado para salir. Cree que tiene algo que ver en esa decisión. Se está dejando los bigotes, le dice. Pero Arthur se incomoda, contesta sin palabras, moviendo la cabeza. Y sigue ordenando cosas. Se llena de provisiones como si supiera que se viene el fin del mundo.
Esa misma tarde sale a la calle, otra vez. Apenas abre la puerta de su casa ve que Gladis lo está saludando desde la puerta de su local. Arthur hace una mueca, un gesto que pretende ser cordial, y se va para el otro lado. Quiere correr por la vereda pero se contiene las ganas. Está con Carnaval. Lo lleva al veterinario, a que le den una vacuna. Sigue pensando en las raras actitudes de la almacenera cuando está frente al veterinario, que le dice: usted es un inconsciente, cómo le va a colocar las vacunas así. Es que la última semana, con tal de no salir de su casa, Arthur le pidió a Gladis que le consiga las vacunas para Carnaval, y sin tener ni idea de cómo ni dónde, él mismo colocó las inyecciones. El veterinario lo vuelve a increpar, le pregunta si lo quería matar. Arthur se pone pálido. Se salvó de milagro, continua el veterinario mientras acaricia la pata del perro, cerca de lo que en los hombres es el antebrazo, lugar en donde Arthur pinchó varias veces en los últimos días. Por suerte todo termina bien, Carnaval debe hacer una dieta estricta para limpiar todas las dosis de mala praxis aplicadas por su dueño.
Arthur vuelve a su casa. Está destrozado, fue un día productivo pero agotador. Duerme una siesta en un sillón y sueña que ve a su perro caminando por el techo. Se despierta cuando ya es de noche y come un pancho que había en la heladera. Sube a la terraza. Encuentra lo de siempre: un colchón tirado en el piso y a su perro encima. Enciende el proyector para ver una película. Perfect day. Se tira al lado de Carnaval, da las primeras pitadas mirando el cielo.

domingo, 7 de octubre de 2012

volar

En una de las peores noches de su vida Arthur ve una película animada; en el sentido de que son dibujitos y no actores, se entiende. Arthur se mira las pantuflas y piensa en las cosas que lo atan. Se pregunta por qué cuando está parado en su terraza no comienza a volar, por qué los pies no se le despegan del suelo, por qué sólo pudo llegar a estar en lo más alto de un edificio y no en lo más alto de la Tierra. No se da cuenta de la gravedad del asunto, diría alguien a quien le cae una manzana en la cabeza y queda como drogado de sidra.
Arthur se siente mal. Es como si otra persona apenas más flaca que él estuviera dentro de su cuerpo, y constantemente le pregunte, desde su interior, cosas que Arthur no quiere escuchar.
No está enfermo, y eso lo fastidia. No sabe por qué, pero está en una mala noche. Y quiere encontrar la explicación en dolores físicos que no siente, en líneas de fiebre que no tiene, en ruidos y olores inexistentes.
Se mete dos dedos en la garganta, intenta sacar al monstruo que habita y retumba en su interior. Vomita. Y antes de que termine la película, se queda dormido (clavado) en el colchón de la terraza.

viernes, 5 de octubre de 2012

dos párrafos

Este primer párrafo debería tener una sola oración. Podría ser: muchas veces no nos damos cuenta de que lo que nos salva la vida es lo mismo que lo que nos mata. O: nuestro destino, para bien o para mal, está en manos del partero. O: el que nos da la vida puede quitárnosla. O, por qué no: sólo puede estar triste quien conoce la felicidad. O: los (elementos, personas, momentos) dueños de nuestra felicidad son los que deciden sobre nuestra tristeza. O: como el tipo que decía que había que cuidar el agua y murió de sed o ahogado. O, también: la clase media se las ingenia para siempre encontrar un drama donde no lo hay. O: a esta altura no sorprende la debilidad del hombre por lo metafísico. O: generalmente las boludeces más insólitas son las que regulan los sentimientos del burgués. O: porque todas las necesidades naturales y culturales tienen un punto justo. O: porque valoramos las cosas recién cuando las perdemos. O: nos engañamos a nosotros mismos, cuánto de mentira hay en cada recuerdo. O: sin la muerte la vida no tendría sentido. O: el ser humano tiende a hacerse el que no le preocupa el final. O: la histeria es parte de la condición humana. O: cuesta menos decir fui feliz que estoy contento.
Y Arthur, que ni se imagina todas estas cosas pero que de algún modo las siente, esta noche está llorando porque recuerda y extraña a Anabella.