miércoles, 4 de diciembre de 2013

Arthur se llama Arthur

A veces, cuando por las noches toma mucho té y olvida ir al baño antes de acostarse, sueña que lo llaman por teléfono. En el sueño, que en realidad es una pesadilla, Arthur se levanta corriendo de la cama y atiende ansioso. Dice Hola y responden Hola, ¿Arthur Gómez? Y él contesta: Sí, ¿quién habla? Del otro lado se escucha (una voz lejana y convincente): Arthur Gómez. Y cortan. Tal vez cortan los dos a la vez, tal vez alguno de los dos se quede con el tubo en la mano, en silencio, un rato largo. Lo cierto es que la pesadilla no termina ahí. Arthur va al baño a verse al espejo y mojarse la cara. Justo cuando abre la canilla vuelve a sonar el teléfono. Ahí se despierta. Se despierta por dos cosas: 1) porque está sonando el despertador o 2) porque se hizo pis en la cama. 

jueves, 5 de septiembre de 2013

débil

A la tarde aparece una paloma muerta en un rincón de la terraza. Justo al lado de una maceta verde, que le hacía sombra y por eso al principio Arthur no la ve. Estaba tomando un té y disfrutando de los últimos rayos del sol invisibles, ocultos detrás de las nubes grises que cubrían el cielo. De buen humor, Arthur caminaba en su terraza como custodiando algo, como si jugara a ser el sereno de día, que controla un lugar donde nunca pasa nada. Cuando llega al lado de la maceta verde siente algo en el pie. Se asusta, y cuando ve lo que es putea. No sabe si pisar paloma descalzo trae buena suerte, igual putea. La paloma tiene el cuello retorcido, la cabeza casi desprendida del cuerpo. Se da cuenta de que no es una rata por las alas: una está plegada y casi completa de manchas de sangre y la otra, aplastada contra el piso, está abierta y despedazada: lo blanco de las plumas chiquitas se confunde con cartílagos y huesos. Arthur no lo puede creer. Le da asco, pero más fuerte es la intriga. Lo primero que se pregunta es cómo fue que al entrar a la terraza, al estar caminando por ahí (haciendo guardia), no la vio. Pero a esa pregunta se le suma una mucho más trascendental: cómo llegó la paloma a estar ahí, en ese estado.
Oscurece y Arthur todavía está sentado al lado del cadáver tratando de develar los misterios. Calculando el lugar del sol a la hora en que él había subido a la terraza, piensa que tal vez la sombra de la maceta le ocultó el cadáver. Pero después recuerda que durante el día estuvo nublado y que además la sombra no es materia y por lo tanto no tapa nada y entonces descarta esa idea. De todas maneras se para, va hasta la puerta y mira hacia el rincón donde encontró a la paloma muerta. Sigue pensando hasta que no aguanta más. Y entra a la casa. Al rato sale, envuelve el cadáver en un diario, lo entierra en una maceta grande de color blanco, en donde tiene plantado un pequeño limonero, y después baldea la terraza. Cuando termina está cansado y hace frío, pero igual se pone a ver una película.
Unas horas después de haber visto la película, Arthur está en su cama dando vueltas sin poder dormirse. Tiene sueño pero lo inquieta todo lo irresuelto de la cuestión de la paloma. De repente junta coraje, salta de la cama: decide volver a la escena del crimen. Ya en la terraza, al lado de la maceta verde, encuentra rastros de sangre. Pero, cómo puede ser posible, si él había baldeado. Arthur cada vez entiende menos, aunque cada vez hay más pistas. Agarrado de la baranda, se pone a mirar a la ciudad con desconfianza. Prende un cigarrillo. Lo fuma mirando las terrazas vecinas, los cables que cruzan las calles, un letrero luminoso que cambia de color, un papel en la vereda que es el único movimiento. Está concentrado en todas esas cosas cuando escucha un ruido. Se da vuelta: bajo el marco de la puerta aparece Carnaval. El perro mira al dueño con pena pero sin culpa. Arthur está por ir a acariciarlo cuando ve, algo confundido por la oscuridad o el sueño, que en un costado del hocico todavía hay algunas plumas.

viernes, 19 de julio de 2013

las primeras horas

Como siempre, Arthur va y vuelve de su pasado a su presente y de éste a algún otro lado. A través de películas, de la memoria. Ahora que es adulto se da cuenta de que hay muchas maneras de viajar y recuerda cuando era adolescente y decía que lo único que quería era tomarse un avión. A lo largo de su vida tuvo la posibilidad de tomarse varios aviones, de conocer muchos lugares, muchas personas, y sin embargo hace algunas decenas de años eligió pasar el resto de su vida en la terraza de su casa, en las películas que allí proyecta. Nadie sabe si es una buena o una mala elección porque a nadie le importa, porque Arthur no conoce a nadie. Y eso, que es lo que busca refugiándose en su casa, hoy es lo que más le entristece. Arthur puede decir de memoria un diálogo de alguna película italiana de los sesenta, puede enumerar todo el elenco de la película más olvidada, conoce centenares de directores portugueses, pero no se acuerda ningún número de teléfono, prácticamente porque no tiene a quién llamar.
Desde las 00:00hs, en Argentina es el día del amigo. Arthur sólo tuvo dos amigos en su vida: René, que murió hace más de diez años, y Ricardo, al que vio por última vez a los trece años.
Ahora Arthur se acuesta en su terraza, piensa en su infancia y llora porque el recuerdo de su abuela lo emociona, piensa en su juventud y como no recuerda gran cosa, y como está algo cansado porque ya está casi amaneciendo y tiene frío y vio dos o tres veces la misma película, se queda dormido. Después se despierta y todo sigue igual de confuso y contradictorio. Siente placer y rechazo y está no del todo insatisfecho con saber qué le espera al otro día.

viernes, 5 de julio de 2013

noche fría

Arthur se despierta y todo está en silencio. Supone que deben ser las tres o las cuatro de la mañana, pero no son más de las once de la noche. En invierno la ciudad se mueve menos. Cuando sale de la cama Arthur siente que su remera se le congela. Va hasta el armario y busca una camisa. Se la pone, siente que es poco y se pone otra. Así hasta cinco. Luego un pullover y después una campera. Va hasta la cocina y se prepara un té. Le gusta quedarse con las manos reposadas sobre la pava, con el cuerpo cerca de la hornalla. Del pico de la pava comienza a salir vapor, él lo mira y cree que es gas, entonces acerca la nariz y no siente nada, se le humedece la piel de la cara. Arthur no quiere apagar el fuego, se siente cómodo. El agua está hirviendo. La pava comienza a hacer un ruido que le molesta y por fin decide apagar el fuego. Inspira por la nariz inflando el pecho, el ambiente no huele a gas. Se prepara el té, le pone seis o siete cucharadas de azúcar y sube a la terraza con la taza entre las dos manos.
Arthur se sienta en el colchón abrazándose las piernas. Recién ahí se da cuenta de que tiene pantalones cortos y eso le da frío. Pero la película ya empezó y no quiere ir a cambiarse porque no quiere interrumpirla. La mira concentrado, lo atrapa desde el comienzo. Pero en un momento, después de más de media hora de película, justo cuando tiene que inclinar la cabeza para atrás con tal de llegar a tomar los últimos mililitros de té, la taza le tapa la pantalla y él desvía la mirada hacia el techito que está sobre la puerta de entrada a su casa. Ese techo no tiene mucho sentido ya que está justo después de la puerta que comunica la casa de Arthur con la terraza. Es la única parte de la terraza que está techada y no mide más de un metro cuadrado. La cosa es que en la punta de ese techito, entre la chapa y la madera, Arthur ve una araña grande. Y la atención de Arthur queda pegada de la tela de la araña. Brilla un hilo casi trasparente que une el techo con una de las paredes. La araña se deja caer, como volando hacia abajo, y en un momento frena y vuelve a subir hasta el techo, vuelve a caminar en el aire hasta la pared y vuelve a tirarse al vacío. La red es cada vez más grande. La araña va y vuelve moviendo las patitas a gran velocidad. Ya para ese entonces la atención de Arthur no puede ni moverse, está envuelta por ese hilo pegajoso que apenas lo deja respirar. La araña se frota las manos (en un gesto que habrá copiado de alguna de las moscas que suele comer) y luego sigue dejando saliva suspendida en el aire a unos dos metros del piso de la terraza.
Arthur mira hacia arriba inclinando la cabeza, entrecerrando los ojos. Le cuesta tragar. Unas sogas extrañas le tapan el cielo. Ya no tiene tanto frío. De fondo suena una música que indica que la película ya terminó. Y en la telaraña gigante que está sobre su cabeza, Arthur reconoce el rostro de Anabella.

martes, 28 de mayo de 2013

explosión

En la mano tiene la paleta. La pelotita pica una y otra vez, tan perfecta como la aguja más larga de los relojes; tarda siempre lo mismo en golpear. Arthur tenía hambre y se propuso extirpar la ansiedad. Y tuvo éxito. Ya no piensa en nada: cuando entra al mundo del ping-pong logra el grado cero, el vacío. Ahora, mientras sus pupilas siguen a la pelotita blanca, Arthur es la nada misma, es una nube flotando en el aire, es un cubito de hielo derritiéndose (primero) y evaporándose (después). Hasta que suena el portero eléctrico. ¡Buuuum! Estalla la bomba: vuelve a la realidad. Recuerda que tiene hambre, que había pedido una pizza. La pelotita está cayendo, está a la altura de sus hombros, y Arthur desconecta: le pega fuerte con la paleta (la manda a cualquier lado), tan fuerte que la pelotita todavía se mueve después de que Arthur baje a buscar la grande de muzzarella, tan fuerte que cuando Arthur entra a su departamento con la caja en la mano la pelotita todavía está girando, lento pero decidida, sobre el piso de madera. Y Arthur se ríe –porque, entre otras cosas, recuerda el torneo que ganó en Moscú y además se da cuenta que la realidad no es tan cruel, que lo que más le perturbaba antes de ponerse a jugar al ping-pong era tener hambre y no tener comida, pero ahora una de esas cosas se soluciona porque tiene la otra sobre la palma derecha-, intenta no pensar en eso, pero a los pocos segundos, tan pocos que apenas está soltando las llaves, se le ocurre que es una mala idea dejar una pelotita de ping-pong, y sobre todo esa pelotita: que fue con la que ganó el último punto del aquel torneo que jugó cuando no tenía más de una docena de años, dejar esa misma pelotita que lo hizo tan feliz, en el piso, que los dos, él y la pelotita, que tan bien se habían llevado hasta ahora, podrían salir perjudicados, uno tropezándose y la otra abollándose. Entonces decide solucionar este problema rápidamente para por fin ponerse a comer. Pero cuando se agacha a buscar la pelotita la caja de la pizza se le resbala de la mano y al chocar contra el piso se abre, poco pero se abre, se abre lo suficiente como para que un pedazo de maza se asome –y luego vea que algo de queso se pegó en el cartón-, se abre lo suficiente como para que una aceituna salga disparada y comience a girar por el sucio piso del departamento de Arthur, a girar como hasta ese momento había girado la pelotita, y la posta es perfecta: cuando una se detiene la otra cae al piso y sale rodando. Arthur la ve hasta que se mete debajo del sillón. El razonamiento es parecido al de la pelotita, pero esta vez lo que lo decide a ir a buscar la aceituna no es prevenir, resbalarse o arruinarla al pisarla, sino curar, o sea comer. No está en los planes de Arthur dejar algo, quiere comer todo, todo por lo que ya pagó. Entonces apoya la caja con la pizza adentro y todavía tibia sobre el sillón. Se agacha hasta apoyar el hombro en el piso y, sin ver, estira el brazo. Y así, de esta emotiva manera, con la cuota de azar que tienen todos los reencuentros inesperados, Arthur –en vez de encontrar la aceituna- dio con un libro que siempre quiso mucho pero que hacía años que no encontraba: El libro del té, de Okakura Kakuzo. La bomba, que había amagado estallar, hace añicos su cabeza en el momento menos esperado.

jueves, 7 de marzo de 2013

pintor

Un tipo está pintando el edificio de enfrente. Está sentado en una tabla que está sostenida por dos sogas. En los extremos de la tabla cuelgan dos tachos de pintura. El tipo se balancea de izquierda a derecha, a centímetros del edificio, casi rozándolo, como acariciándolo con las rodillas, con el fin de llegar a abarcar la mayor cantidad de pared posible. Cada vez quiere llegar más lejos, y –el esfuerzo hace que- cuando se columpia para un lado se estira tanto que parece que va caer hacia el costado, hasta que va para el otro lado, y en el camino recarga su rodillo, y cuando llega al otro extremo lo mismo, estira el brazo y apoya el rodillo en la pared, el envión hace el resto. El movimiento es el de un limpiaparabrisas con vértice arriba; un limpiaparabrisas que en vez de limpiar, pinta. De un lado al otro. Una y otra vez. Va hacia la derecha, tira todo el cuerpo para el costado, separa la mitad del culo de la tabla, estira el brazo, llega hasta debajo del balcón del octavo, parece que no puede hacer más equilibrio y justo cuando está por caer, cuando parece que ya no hay salvación, la cuerda comienza a tensarse y él parece como que chocara contra algo, algo que lo expulsa bruscamente para el otro lado. Lo mismo para el otro lado, con el brazo cambiado. Pareciera que Arthur ve un partido de tenis o a un eskeiter haciendo piruetas en una mediatubería.
Son las doce del mediodía. Hace un calor sofocante y la ciudad está invadida por ruidos de máquinas, bocinas, alarmas. Arthur se quedó dormido en su terraza; se despertó insolado y hasta el ruido más leve le retumba dentro de la cabeza. Le costó ponerse de pie. Le duele el cráneo. Está mareado. No piensa en que la noche anterior vio una de las películas más graciosas de la historia de del cine. Piensa, en cambio, en tomar mucha soda, en quedarse horas debajo de la ducha. Pero cuando está por irse de la terraza ve al tipo del edificio de enfrente. Entonces va hasta el borde se su terraza. Primero no hace más que mirarlo. Después piensa en que el tipo podría ser más prudente. Y más tarde ve que la soga que sostiene al pintor roza constantemente con el borde de la cornisa de enfrente. El tipo: piensa en qué va a hacer cuando termine su horario laboral. Arthur: comienza  a gritarle desesperadamente, pero le cuestan las palabras, siente un ardor atroz en la garganta: está afónico. El tipo: sigue pintando sin inmutarse. Arthur: está como loco porque ve que en cada movimiento del tipo la soga se deshilacha más. El tipo: ahora canturrea un tango que no se sabe muy bien. Arthur: se saca la ojota izquierda y la lanza hacia donde está al tipo, quiere llamarle la atención, avisarle que la cuerda no da para más, pero se da cuenta de que no tiene fuerzas. El tipo: “¿Dónde estará mi arrabal? ¿Quién se robó mi niñez?”. Arthur: agarra una maceta pequeña, la tira hacia el edificio de enfrente pero ésta –tal como la ojota- cae en la mitad de la calle.
Por la cabeza de uno ni siquiera pasa la posibilidad de caerse, el otro espera –impotente y angustiado- ese momento con la certeza de que sucederá tarde o temprano. De haberse conocido en otro contexto lo más probable es que hubieran terminado amigos. Ahora es distinto. El tipo: no sabe, ni siquiera sospecha de la existencia de Arthur. Arthur: se mete en su casa puteado al tipo –sin voz-, pensando en que prefiere tomarse unas pastillas para dormir antes que verlo caer. (Podría o debería pensarse en que el tipo es una metáfora de la vida de Arthur: alguien que en la soledad nunca termina de caer y no sólo no se da cuenta de eso sino que tampoco se da cuenta de que no está tan solo como cree. O al revés, que Arthur es una metáfora del tipo: alguien que primero se desespera por el prójimo pero al darse cuenta en la soledad en la que vive, prefiere resignarse, no pensar, salir del trabajo, ir a la cantina a tomar hasta quedar inconsciente. Dos caras de una misma moneda.) 

martes, 26 de febrero de 2013

incógnita

Arthur, vaya uno a saber por qué, de viejo se imagina inválido. Piensa en que no va a haber otra que la silla de ruedas. O arrastrarse por todos lados. Y eso lo pone mal. Y entra a la casa y saca una hoja y una lapicera y diseña un cambio para el interior de su casa: en donde ahora hay unas escaleras que conectan el living con la terraza Arthur dibuja una rampa. Piensa en que mejor prevenir que curar.
Él puede estar en sillas de ruedas –deshecha la idea de ir de un lado a otro arrastrándose por el solo hecho de que en su casa el piso siempre está extremadamente sucio-, podría incluso dejar de hablar, pero no puede estar sin ir a la terraza. Piensa en un tipo que lo cuida las 24 horas, un tipo al que no le dice más que “terraza” cada vez que le dan ganas de ver una película o cada vez que tiene ganas de ir a la terraza no tanto por estar sino más bien por costumbre o por vicio o por una especie de ansiedad.
Una silla de ruedas que lo lleve: de la cocina a la terraza y de la terraza a la cocina. No. No necesitaría a nadie que lo comande, que le cobre por conducirlo de un lugar a otro. Él podría moverse solo. No debe olvidarse de comer, ni de cómo se enciende el proyector. El resto no importa. Importan las películas, la terraza, el bienestar de su mascota, el buen funcionamiento de alguna de las cuatro hornallas de la cocina. No mucho más. Quizá el tabaco.
La relación entre Arthur y el cine es un misterio oculto en una terraza a la que nadie –más que él- tiene acceso. Los habitantes del mundo no conocen el secreto. Es similar a lo del árbol que cae en el medio del bosque y no hay nadie lo suficientemente cerca como para escucharlo. Arthur mirando una película en su terraza es el ruido del árbol cayendo.

lunes, 18 de febrero de 2013

tiempos

Ese día Arthur se desmayó en la vereda de su casa. Por suerte Gladis, que estaba saliendo del almacén con un pedido en las manos, lo vio y lo socorrió.
Cuando volvió en sí, Arthur estaba aturdido, tan desorientado como pez fuera del agua. Perdió la memoria durante unos minutos, o más bien inventó recuerdos a partir de lo que vio y sintió después del golpe en la cabeza, o sea que no tenía idea dónde había dejado los recuerdos, los había perdido pero sabía por dónde buscarlos, que es lo mismo que decir que pensó que Gladis era su mujer, que tenían dos hijos a los que no había que contarles del golpe para que no se preocuparan, que trabajaba en un local de alguna galería del centro, que le temía a los perros. Estaba completamente perdido, creía que el 26 de octubre de 1985 todavía no había sucedido. Gladis, que para el Arthur de antes del golpe, o sea para el Arthur de siempre no es más que la dueña del almacén de enfrente, vio en la inconsciencia de su amnésico vecino la oportunidad de su vida, y lo acompañó hasta la casa sin siquiera sospechar que cuando un amor es no correspondido se tiende a la ceguera o más bien cualquier gesto del otro se interpreta como señal de complicidad o más bien se suelen crear realidades que no son más que telenovelas que autotrasmitimos en nuestras cabezas, telenovelas sólo similares a lo superhéroe que se siente un niño cuando está vestido de Hombre Araña.
Cuando Arthur despertó eran las diez o las once de la noche. A los pocos minutos de haber abierto los ojos dijo las primeras palabras coherentes después de mucho tiempo. Preguntó en voz alta cómo hizo para volver (para volver en sí, si nunca se había ido de sí mismo, ¿y si efectivamente se había ido de sí, a dónde, a quién se había marchado?), aunque, por supuesto, sin tener muy en claro que se había ido. Gladis le dijo que no se preocupara, que ya se iría a poner bien y le dio un beso en la frente. A Arthur le dio tanto asco sentir los labios de ella en su piel que la echó de la casa. Se lo dijo bien: te podés ir por favor. Pero ella no quiso entender, salió del cuarto dando un portazo, pensando en que había pasado por un golpe muy duro y necesitaba estar solo, descansar, y se quedó toda la noche en la cocina. Arthur se durmió y soñó con una película que jamás vio o no sabe si vio o no porque en realidad no soñó con la película sino con él en su terraza viendo una película. Y se despertó con ganas de saber más, con la curiosidad acerca de lo que pasaba en ese otro tiempo que era su sueño.
Lo más traumático fue ver el rostro de Gladis un sábado a la mañana o ver su campera de terraza sobre los hombros de la almacenera o ver un café con leche en una bandeja en unas manos en unos brazos en un cuerpo de una persona que no se quiere ver o ver a su casa rodeando cada una de estas cosas o darse cuenta de que el sueño terminó y está despierto y la realidad es cruel. Arthur quiso tener un monopatín volador, para tirarse con él por la ventana y volar a cualquier lugar en donde estar solo. Por su cabeza o por el caliginoso recuerdo del sueño que no terminaba de vivir pasó la sensación de no poder estar solo nunca más. No dijo nada, tosió y sintió nauseas, como eructos fracasados, como lo contrario de tragar. Corrió al baño tapándose la boca pero se vomitó la mano en el camino. Después de varios minutos usando el inodoro como almohada llenó la bañera y sumergió la cabeza varias veces, aguantando la respiración todo el tiempo posible. Cuando juntó coraje y volvió a salir del baño, Gladis ya no estaba. Pensó en que ella nunca había existido. Pensó en que el sueño se hacía realidad (en el sueño que había creído finalizado pero que estaba viviendo y del que no podía salir, como si estuviera consciente de estar preso en una realidad paralela) en el sentido de que no era vigilia lo que sucedió después de lo que él supuso que era despertar. Quiso imaginar la cara que le pondría Gladis la próxima vez que lo viera pero en su mente se le apareció una foto: en ella había un fantasma y dos niños, un niño le mostraba el fantasma al otro, pero este último parecía no verlo y lloraba. (Subió a la terraza con las películas en la mano, vería las tres de corrido. Pero cuando llegó a la terraza se vio a sí mismo viendo la segunda. No, ya no podría estar solo jamás. Se tocó la cabeza y tenía un chichón.)

martes, 22 de enero de 2013

por aire

Yo miro a Buenos Aires del nido de un gorrión

Alguien puede decir que Arthur se está mirando a los ojos con un tripulante. Otro dirá que esto es imposible. Lo que pasa es que Arthur está tan concentrado –no mueve más que su mandíbula, a veces una mano-, su mirada es tan penetrante que da la impresión de que no sólo puede ver a una persona que vuela a más de ochocientos metros del nivel del mar, sino que además puede traspasar las paredes del avión en el que se transporta. El avión pasa lento. Atraviesa de punta a punta un cielo completamente despejado. Arthur no deja de verlo ni siquiera un segundo. Tal vez imagine a un niño mirando por la ventana, un niño que le dice a su madre que mire, que se ve toda la ciudad y que en un momento se queda callado, no insiste con que miren porque se entretiene viendo a un tipo que está parado en el medio de una terraza, un tipo que mira para arriba, un tipo que tiene en una de sus manos decenas de semillas de girasol, que de vez en cuando escupe la cáscara de una que tiene en la boca, pero ni por eso ni por ninguna otra cosa deja de mirar para arriba, en dirección al avión; y ahora es el niño el que parece estar mirando a Arthur a los ojos, y el esfuerzo es mucho más grande, porque es más fácil ver a un avión en el cielo desde la tierra que estar en un avión y encontrar a Arthur en una terraza de la ciudad.
Ahora Arthur se convence de que Anabella trabaja de azafata. Piensa que es entendible que en todos estos años no lo haya encontrado porque se pasa la vida viajando de acá para allá. Pero tal vez, se ilusiona, ande mucho por el cielo y cada vez que pasa por donde está la terraza de Arthur interrumpe sus labores por unos segundos y se detiene a ver si está su amado, parecido a lo que pasa en un cuento de Cortázar.
La escena tarda lo que el avión dentro del campo visual de Arthur, que está en su terraza y mira para arriba sin importarle el dolor de cuello. El sol está cayendo. Arthur al principio veía un avión en miniatura, hacía el final sólo visualiza una luz titilante en el medio del cielo.