martes, 28 de mayo de 2013

explosión

En la mano tiene la paleta. La pelotita pica una y otra vez, tan perfecta como la aguja más larga de los relojes; tarda siempre lo mismo en golpear. Arthur tenía hambre y se propuso extirpar la ansiedad. Y tuvo éxito. Ya no piensa en nada: cuando entra al mundo del ping-pong logra el grado cero, el vacío. Ahora, mientras sus pupilas siguen a la pelotita blanca, Arthur es la nada misma, es una nube flotando en el aire, es un cubito de hielo derritiéndose (primero) y evaporándose (después). Hasta que suena el portero eléctrico. ¡Buuuum! Estalla la bomba: vuelve a la realidad. Recuerda que tiene hambre, que había pedido una pizza. La pelotita está cayendo, está a la altura de sus hombros, y Arthur desconecta: le pega fuerte con la paleta (la manda a cualquier lado), tan fuerte que la pelotita todavía se mueve después de que Arthur baje a buscar la grande de muzzarella, tan fuerte que cuando Arthur entra a su departamento con la caja en la mano la pelotita todavía está girando, lento pero decidida, sobre el piso de madera. Y Arthur se ríe –porque, entre otras cosas, recuerda el torneo que ganó en Moscú y además se da cuenta que la realidad no es tan cruel, que lo que más le perturbaba antes de ponerse a jugar al ping-pong era tener hambre y no tener comida, pero ahora una de esas cosas se soluciona porque tiene la otra sobre la palma derecha-, intenta no pensar en eso, pero a los pocos segundos, tan pocos que apenas está soltando las llaves, se le ocurre que es una mala idea dejar una pelotita de ping-pong, y sobre todo esa pelotita: que fue con la que ganó el último punto del aquel torneo que jugó cuando no tenía más de una docena de años, dejar esa misma pelotita que lo hizo tan feliz, en el piso, que los dos, él y la pelotita, que tan bien se habían llevado hasta ahora, podrían salir perjudicados, uno tropezándose y la otra abollándose. Entonces decide solucionar este problema rápidamente para por fin ponerse a comer. Pero cuando se agacha a buscar la pelotita la caja de la pizza se le resbala de la mano y al chocar contra el piso se abre, poco pero se abre, se abre lo suficiente como para que un pedazo de maza se asome –y luego vea que algo de queso se pegó en el cartón-, se abre lo suficiente como para que una aceituna salga disparada y comience a girar por el sucio piso del departamento de Arthur, a girar como hasta ese momento había girado la pelotita, y la posta es perfecta: cuando una se detiene la otra cae al piso y sale rodando. Arthur la ve hasta que se mete debajo del sillón. El razonamiento es parecido al de la pelotita, pero esta vez lo que lo decide a ir a buscar la aceituna no es prevenir, resbalarse o arruinarla al pisarla, sino curar, o sea comer. No está en los planes de Arthur dejar algo, quiere comer todo, todo por lo que ya pagó. Entonces apoya la caja con la pizza adentro y todavía tibia sobre el sillón. Se agacha hasta apoyar el hombro en el piso y, sin ver, estira el brazo. Y así, de esta emotiva manera, con la cuota de azar que tienen todos los reencuentros inesperados, Arthur –en vez de encontrar la aceituna- dio con un libro que siempre quiso mucho pero que hacía años que no encontraba: El libro del té, de Okakura Kakuzo. La bomba, que había amagado estallar, hace añicos su cabeza en el momento menos esperado.