Ve en la terraza de su casa una película de Philippe Garrel. No sabe de
dónde salió esa película. Entre mucha distracción hay una escena que le gusta.
El resto es un frío que no se tolera. Arthur toma whisky y se frota las manos.
Pero el viento además de despeinarlo y enfriarle las orejas, mueve las hojas de
sus plantas. Ese ruido es el que lo distrae. No puede pensar más que en los que
comen pochoclos en el cine y hacen ruido. Como muchos que no lo toleran y no se
animan a decirle al que está comiendo que pare de mover las manos, Arthur no
puede hacer nada. Mira la película pero sigue pendiente del ruido que le viene
de atrás y al costado. Casi todo el tiempo está por darse vuelta y pedir
silencio. Toma más whisky, piensa en lo ridículo de decirle a una planta que se
calle. Se pone serio repentinamente, y trata de prestarle atención a la
película.
Piensa en que siempre hay otros que ya lo hicieron. Pasa con cada una de las
cosas. Antes no tenía ese pensamiento. Duda. No sabe si se está poniendo viejo,
si la película es mala o ambas cosas. No sabe qué pasa. Él puede mirar igual
muchas películas pero no puede haber muchas películas iguales. En algunos temas
conviene ver siempre la misma.
Cuando termina la película ya no hay tanto viento y tiene muchas partes del
cuerpo congeladas. Mira para atrás. Las plantas están quietas. Se queda
mirándolas. Brillan porque les da una luz que viene de otro lado. La música
sigue. Con los títulos sube el humo que sale de su boca. Arthur no mueve nada.
La mirada fija en sus plantas. Las hojas no se mueven. Y en medio de esa
quietud monumental se arrepiente, dice: cada momento es único.