Ahora los ve desde la terraza. Están en la esquina,
sentados en una escalera, viendo pasar la vida de los demás. Tal vez piensen en
todo lo que no tienen. Todo el mundo piensa en lo que no tiene, pero no se sabe
en qué piensa Claudio.
Habla a los gritos. Sonríe casi todo el tiempo y
mueve las manos. Tiene varios botones de la camisa desabrochados. Mientras él
habla el resto no dice nada: uno tiene la cabeza entre las rodillas, otro está
apoyado contra unas rejas, otro está acostado al lado de un perro, otro está
parado a su lado y parece como si se riera de un chiste viejo que ya nadie
recuerda.
Claudio se para, se vuelve a sentar, saluda a un
vecino, se vuelve a parar, camina, baja las escaleras, piropea a dos mujeres
que pasan por la vereda de enfrente, sube las escaleras, va hasta donde está
otro, le saca el vino que tiene en la mano y recién ahí –cuando toma del pico-
deja de hablar.
Hace muchísimo calor. La piel de Claudio es marrón y
brilla. Baja las escaleras secándose la traspiración de la frente con la manga
de la camisa. A cada uno que pasa le grita jefe o maestro. Algunos se dan vuelta,
algunos hasta frenan, otros apuran la marcha. Claudio les pide un cigarrillo,
alguna moneda. A los que paran les cuenta cosas del barrio y de su vida. Les
habla de sus hijos, de cómo cantaba el Polaco. Cada tema lo termina con un
saludo, da la mano y antes de soltarla ya está hablando de otra cosa. Algunos
se aguantan dos o tres, otros se quedan varios minutos escuchándolo.
Cuando fuma habla menos. Disfruta el momento pero
una vez que termina cada cigarrillo lo olvida y repentinamente renace la
urgencia de conseguir otro. En su lógica de pensamiento tabaquero no hay
nostalgia, no existe el fue lindo mientras duró. Siente el placer en el
momento, ni antes ni después. Sólo sería feliz con un cigarrillo eterno.
Claudio está pisando la colilla del cigarrillo que
acaba de fumar cuando pasa un policía. Le dice: no tomo más, oficial, dejé el
alcohol hace un minuto. El policía sigue caminando. No lo mira, ni siquiera
gesticula. Claudio le pide un cigarrillo a un tipo de bigotes pero el tipo le
dice que no tiene. Después pasa una pareja, también les pide un pucho y los dos
contestan casi al mismo tiempo “no fumamos”. Tal vez en este momento por la
cabeza de Claudio pase un pensamiento que tenga que ver con la fugacidad de la
vida o con el turismo en Buenos Aires o con el color de las rejas de los
balcones o con la forma corporal que adquirimos al caminar en verano o con que
estamos perdidos como humanidad. Pasa un pibe con una mochila. Le da un
cigarrillo. Después le da fuego. Claudio no le dice “gracias, pibe con una
mochila”. Solo le dice “gracias”. El pibe con una mochila le dice “de nada, nos
vemos”. Y Claudio responde: “y si no nos vemos vamos al oculista”. El pibe se
va sonriendo.
Ustedes son buena gente, les dice después a un grupo
de amigos. Me doy cuenta en seguida por su mirada. El verdadero DNI no es el
que guardamos en la billetera, el verdadero DNI está acá (y se señala los
ojos). A veces señala a alguno, se pone serio y le dice alguna verdad. Pero
enseguida se pone a cantar un tango y entonces todo lo otro se disemina. Es lo
contrario a un programa de televisión pero sería un gran programa de
televisión. Esas charlas son más parecidas al cigarrillo que ahora se prende
para seguir hablando con el grupo de amigos. La brasa es la intensidad, el
motor, lo profundo que no tarda en convertirse en humo y en ceniza. Tal vez por
la cabeza de Claudio ahora pasa esa idea y no le gusta. Entonces saluda a los
jóvenes, que le llenan las manos de monedas, y se va caminando. Cruza a la
vereda de enfrente. Llega el colectivo y se sube.
Desde la terraza Arthur escucha casi todo lo que
dicen pero lo que hablan dos de los que están sentados en un rincón, en uno de
los últimos escalones es casi imposible de oír. Tal vez ni siquiera ellos, que
están uno al lado del otro, se escuchan. Uno de esos dos deja de hablarle al
otro y de una bolsa que tiene al lado de su pie derecho saca un par de
zapatillas. Las tira a la vereda, lejos de la escalera. Uno que estaba parado
con el vino en la mano baja las escaleras y las agarra y se sienta en el primer
escalón. Después de unos minutos el que las había tirado se acerca al que las
agarró, le dice algo y el otro se las devuelve. El tipo se va a sentar al mismo
lugar que antes. Y pone las zapatillas en la misma bolsa que antes. Justo ahí
llega Claudio, aparece como si un mago hubiese hecho un truco, y le da un
billete de cinco, diez, cincuenta (desde la terraza no se ve) al tipo de las
zapatillas en la bolsa.
Claudio vuelve a bajar las escaleras y se pone a
cantar. Canta un tango súper conocido. Y actúa. Y a veces intenta bailar: pone
una mano en su panza, el otro brazo lo sostiene en el aire. Baila con una
pareja imaginaria pero se interrumpe, deja de cantar y bailar, cuando pasan dos
pibas y un pibe. Se pone a hablar con ellos. Sólo se escuchan algunos gritos y
risas de Claudio. Una de las pibas le dice algo al pibe y éste se va. Quedan
las dos pibas con Claudio. Siguen hablando. Claudio les da la mano por lo menos
cuatro veces a cada una. Una de las pibas le da varias monedas. Después se van y
Claudio grita: siempre hay un roto para un descocido (y se queda repitiendo la
frase).
Aparece un tipo de unos cincuenta años con un perro.
Cuando ve a Claudio lo saluda con un abrazo. Hablan de la cajera del
supermercado Día, pero no se escucha bien qué dicen. Por primera vez Claudio
habla bajo. En realidad el que más habla al principio es el tipo del perro. Y
eso también es raro. Claudio escucha atento y en algún momento le da un consejo
que alguna vez le dio a él su hijo del medio, el Farra. Empieza con el consejo,
después dice: el Farrita es el intelectual de la familia. Después dice que es
el tipo más sensible y cariñoso que conoce. Después le cuenta que esas
zapatillas que tiene puestas se las regaló el Farra. Y después vuelve a repetir
el consejo. En ese momento Claudio ve venir a una mujer y despide al tipo, que
le dice “cuidate” y Claudio contesta: pero por supuesto. La mujer es una vecina
que lo conoce. Lo saluda con un beso. Le pregunta cómo anda. Ella le dice
Claudio y él le dice Reina. Ella saca algo de una bolsa y se lo da. Parece
comida envuelta en papel gris. También le da algo de plata. Cuando se van, cada
uno por su lado, ella le dice: nos vemos y si no nos vemos vamos al oculista.
Claudio sonríe y dice “exactamente. Pero vamos juntos al oculista”. Y ella, que
tal vez aprecie la genialidad de la respuesta de Claudio, se va riendo.
Claudio vuelve a la escalera, donde están los otros.
Parece como si se hubiera quedado pensando en algo, pero no se sabe en
qué. Cuando sube los primeros escalones se pone a cantar un tango de Alfredo
Belusi.