domingo, 8 de julio de 2018

de puro curda


Ahora los ve desde la terraza. Están en la esquina, sentados en una escalera, viendo pasar la vida de los demás. Tal vez piensen en todo lo que no tienen. Todo el mundo piensa en lo que no tiene, pero no se sabe en qué piensa Claudio.
Habla a los gritos. Sonríe casi todo el tiempo y mueve las manos. Tiene varios botones de la camisa desabrochados. Mientras él habla el resto no dice nada: uno tiene la cabeza entre las rodillas, otro está apoyado contra unas rejas, otro está acostado al lado de un perro, otro está parado a su lado y parece como si se riera de un chiste viejo que ya nadie recuerda.
Claudio se para, se vuelve a sentar, saluda a un vecino, se vuelve a parar, camina, baja las escaleras, piropea a dos mujeres que pasan por la vereda de enfrente, sube las escaleras, va hasta donde está otro, le saca el vino que tiene en la mano y recién ahí –cuando toma del pico- deja de hablar.
Hace muchísimo calor. La piel de Claudio es marrón y brilla. Baja las escaleras secándose la traspiración de la frente con la manga de la camisa. A cada uno que pasa le grita jefe o maestro. Algunos se dan vuelta, algunos hasta frenan, otros apuran la marcha. Claudio les pide un cigarrillo, alguna moneda. A los que paran les cuenta cosas del barrio y de su vida. Les habla de sus hijos, de cómo cantaba el Polaco. Cada tema lo termina con un saludo, da la mano y antes de soltarla ya está hablando de otra cosa. Algunos se aguantan dos o tres, otros se quedan varios minutos escuchándolo.
Cuando fuma habla menos. Disfruta el momento pero una vez que termina cada cigarrillo lo olvida y repentinamente renace la urgencia de conseguir otro. En su lógica de pensamiento tabaquero no hay nostalgia, no existe el fue lindo mientras duró. Siente el placer en el momento, ni antes ni después. Sólo sería feliz con un cigarrillo eterno.
Claudio está pisando la colilla del cigarrillo que acaba de fumar cuando pasa un policía. Le dice: no tomo más, oficial, dejé el alcohol hace un minuto. El policía sigue caminando. No lo mira, ni siquiera gesticula. Claudio le pide un cigarrillo a un tipo de bigotes pero el tipo le dice que no tiene. Después pasa una pareja, también les pide un pucho y los dos contestan casi al mismo tiempo “no fumamos”. Tal vez en este momento por la cabeza de Claudio pase un pensamiento que tenga que ver con la fugacidad de la vida o con el turismo en Buenos Aires o con el color de las rejas de los balcones o con la forma corporal que adquirimos al caminar en verano o con que estamos perdidos como humanidad. Pasa un pibe con una mochila. Le da un cigarrillo. Después le da fuego. Claudio no le dice “gracias, pibe con una mochila”. Solo le dice “gracias”. El pibe con una mochila le dice “de nada, nos vemos”. Y Claudio responde: “y si no nos vemos vamos al oculista”. El pibe se va sonriendo.
Ustedes son buena gente, les dice después a un grupo de amigos. Me doy cuenta en seguida por su mirada. El verdadero DNI no es el que guardamos en la billetera, el verdadero DNI está acá (y se señala los ojos). A veces señala a alguno, se pone serio y le dice alguna verdad. Pero enseguida se pone a cantar un tango y entonces todo lo otro se disemina. Es lo contrario a un programa de televisión pero sería un gran programa de televisión. Esas charlas son más parecidas al cigarrillo que ahora se prende para seguir hablando con el grupo de amigos. La brasa es la intensidad, el motor, lo profundo que no tarda en convertirse en humo y en ceniza. Tal vez por la cabeza de Claudio ahora pasa esa idea y no le gusta. Entonces saluda a los jóvenes, que le llenan las manos de monedas, y se va caminando. Cruza a la vereda de enfrente. Llega el colectivo y se sube.

Desde la terraza Arthur escucha casi todo lo que dicen pero lo que hablan dos de los que están sentados en un rincón, en uno de los últimos escalones es casi imposible de oír. Tal vez ni siquiera ellos, que están uno al lado del otro, se escuchan. Uno de esos dos deja de hablarle al otro y de una bolsa que tiene al lado de su pie derecho saca un par de zapatillas. Las tira a la vereda, lejos de la escalera. Uno que estaba parado con el vino en la mano baja las escaleras y las agarra y se sienta en el primer escalón. Después de unos minutos el que las había tirado se acerca al que las agarró, le dice algo y el otro se las devuelve. El tipo se va a sentar al mismo lugar que antes. Y pone las zapatillas en la misma bolsa que antes. Justo ahí llega Claudio, aparece como si un mago hubiese hecho un truco, y le da un billete de cinco, diez, cincuenta (desde la terraza no se ve) al tipo de las zapatillas en la bolsa.
Claudio vuelve a bajar las escaleras y se pone a cantar. Canta un tango súper conocido. Y actúa. Y a veces intenta bailar: pone una mano en su panza, el otro brazo lo sostiene en el aire. Baila con una pareja imaginaria pero se interrumpe, deja de cantar y bailar, cuando pasan dos pibas y un pibe. Se pone a hablar con ellos. Sólo se escuchan algunos gritos y risas de Claudio. Una de las pibas le dice algo al pibe y éste se va. Quedan las dos pibas con Claudio. Siguen hablando. Claudio les da la mano por lo menos cuatro veces a cada una. Una de las pibas le da varias monedas. Después se van y Claudio grita: siempre hay un roto para un descocido (y se queda repitiendo la frase).
Aparece un tipo de unos cincuenta años con un perro. Cuando ve a Claudio lo saluda con un abrazo. Hablan de la cajera del supermercado Día, pero no se escucha bien qué dicen. Por primera vez Claudio habla bajo. En realidad el que más habla al principio es el tipo del perro. Y eso también es raro. Claudio escucha atento y en algún momento le da un consejo que alguna vez le dio a él su hijo del medio, el Farra. Empieza con el consejo, después dice: el Farrita es el intelectual de la familia. Después dice que es el tipo más sensible y cariñoso que conoce. Después le cuenta que esas zapatillas que tiene puestas se las regaló el Farra. Y después vuelve a repetir el consejo. En ese momento Claudio ve venir a una mujer y despide al tipo, que le dice “cuidate” y Claudio contesta: pero por supuesto. La mujer es una vecina que lo conoce. Lo saluda con un beso. Le pregunta cómo anda. Ella le dice Claudio y él le dice Reina. Ella saca algo de una bolsa y se lo da. Parece comida envuelta en papel gris. También le da algo de plata. Cuando se van, cada uno por su lado, ella le dice: nos vemos y si no nos vemos vamos al oculista. Claudio sonríe y dice “exactamente. Pero vamos juntos al oculista”. Y ella, que tal vez aprecie la genialidad de la respuesta de Claudio, se va riendo.
Claudio vuelve a la escalera, donde están los otros. Parece como si se hubiera quedado pensando en algo, pero no se sabe en qué. Cuando sube los primeros escalones se pone a cantar un tango de Alfredo Belusi.

sábado, 21 de enero de 2017

humedad

Y se lo traga el tiempo, la tierra, la gran inundación de la memoria
 “Fotos”, R. Walsh


En el departamento la humedad es incontrolable. El otro día fue el plomero por octava vez en los últimos seis meses. Una de las paredes del living, la que da al baño, parece tener vida propia. Empezó con una mancha medio verde en un rincón. Después esa mancha comenzó a agrandarse y de ella a salir como burbujas de pintura. Al principio Arthur se negaba a ver la expansión. Se mentía a sí mismo diciéndose, primero, que la pared se manchó porque alguien se había apoyado y, después, cuando asumió que era de humedad, cada vez que la veía la tocaba y se trataba de convencer de que se estaba secando, que había que esperar.
La pared se llenó de aureolas amarillentas y rugosas. Arthur se encargó de pintar esa pared y otras partes de la casa que estaban afectadas por la humedad. Peor. La pintura anti-humedad que le recomendó el plomero pareció darle más fuerza al monstruo que vive dentro de su pared.
No sabe por qué la pared cambia de aspecto. Lo que sí sabe, lo que poco a poco fue aprendiendo es que tiene un estilo propio, que le atrae, lo perturba. Piensa en eso todos los días. A veces se queda mucho tiempo mirando la pared y los pedazos de pintura que se van cayendo al piso. Ahora siempre nota los avances, nuevos colores y formas. Se fija en los detalles mínimos. Es como una obra de arte que cambia constantemente. Como un fondo de pantalla con autonomía.
Arthur, en algún momento fue del todo consciente, le tomó un cariño irreversible a su pared llena de humedad. Poco a poco, fue regando una certeza que crecía en su interior: la pared le estaba queriendo decir algo.
Un lunes o jueves, cuando Arthur salió a comprar verdura a la feria, se encontró con un cartel en la puerta que decía “Sr. Arturo: soy Elisa, la vecina de abajo, necesito hablar con vos. Es urgente”. Arthur lo arrancó indignado, volvió a su departamento y lo dejó en una mesa donde se acumulaban mensajes parecidos. El consorcio terminó mandando otra vez al plomero y Arthur en vez de bajar a hablar con la vecina se enteraba las cosas por él. Hablaba mucho con el plomero. De entrada, a partir de algunos comentarios, coincidieron en algunos gustos cinematográficos y eso bastó para hablar de cualquier otra cosa. Comentaban viejos partidos de fútbol, se pasaban consejos gastronómicos, hablaban bien de algunos animales y mal de las mismas personas. Si la primera vez que se vieron hubiese sido en un bar y no en la puerta de la casa de Arthur, uno trabajando y el otro sin ganas de recibir a nadie, tal vez ahora estuviésemos hablando de mejores amigos. Pero no. El plomero comentaba algo de la pared, de los rumores del edificio, de cuánto salía una llave inglesa. Arthur hablaba de lo caro que está todo y ambos empezaban a hablar de economía. Así pasaban los minutos, las horas y los temas. Y así Arthur se enteraba todo lo que decían los vecinos de él.
Abajo vive una viejita que un día después de dejar el décimo mensaje en la puerta de Arthur festejó sus 89 años. Arthur estaba fumando en la ventana del living cuando escuchó cómo los familiares le cantaban el feliz cumpleaños. Eran las 3 o las 4 de la tarde y Arthur, entre pitada y pitada, se daba vuelta a mirar la pared con humedad. En un momento sintió algo parecido a la compasión y decidió llamar al plomero. Pero no le atendió nadie. Entonces fue hasta la mesa en la que se acumulaban los mensajes recriminatorios. Fue agarrando papel por papel y armando avioncitos. Trazó una línea imaginaria en algún lugar del piso y se puso a lanzarlos. Cuando ya no le quedaban más por tirar caminó unos pasos cautelosos, como un gigante en una pista de aterrizaje, y agarró el avión que había aterrizado más cerca de la línea imaginaria. Abrió el papel y leyó: “Sr Vecino: por favor deje entrar al Plomero. Las goteras son cada vez más, tengo 3 baldes en el living y 2 en el baño. Elisa (su vecina)”. Arthur escuchó risas que venían del departamento de abajo. Volvió a armar el avioncito y lo tiró con más bronca que técnica. La aeronave planeó, hizo un rulo, dobló bruscamente hacia la derecha y se estrelló contra la mancha de humedad de la pared.
Varios días después de eso tocó el timbre el plomero. Arthur sabe que hay dos bandos. También está convencido no sólo de que él está del lado de los buenos sino de que los otros están confundidos. Pero de lo que no es del todo consciente tal vez sea lo más importante: que tiene la fortuna de percibir la poesía en lo cotidiano, que encuentra la belleza en cosas aparentemente intrascendentes. Cuando Arthur abrió la puerta cayó un papel doblado en dos que alguien había dejado incrustado entre la puerta y el marco. De entrada, el plomero comenzó a contar que lo mandaba el administrador, que a la señora de abajo le gotea el techo, mientras Arthur agarraba el papel del piso y lo dejaba sobre la mesa. Después de dar muchas vueltas esa vez el plomero le dijo que había que poner pastina en el baño, entre los azulejos. Arthur le mintió asegurándole que eso ya lo había hecho pero el tipo le contestó que había que hacerlo bien. Ahí la cosa se puso medio tensa. Arthur se sentía incómodo en su propia casa. Pensó en la posibilidad de que el tipo que tenía en frente no era plomero sino alguien que venía a apretarlo. Sólo podía pensar en que no podía creer que habían logrado llenarle la cabeza también al plomero. Decidió continuar con su actitud sumisa. Pensó “mercenario, mercenario, mercenario” pero no lo dijo. Aseguró con tono amigable que iba a contratar a alguien para que pusiera nuevamente pastina en el baño.
Después de esa vez el plomero no volvió más. En cambio, desfilaron cualquier cantidad de espías que se hacían pasar por expertos en cañerías.
Una tarde alguien tocó el timbre con insistencia. Arthur no llegó a despertarse del todo y en ese estado supuso que era mejor ir a ver qué pasaba. Se levantó y se arrastró por la casa como si sólo fuera sombra, como si el zombi con el que soñaba hace unos instantes penetrara en la realidad. Después de acercar el ojo a la mirilla, abrió la puerta convencido de que se trataba de un nuevo plomero. Estaba equivocado. Era Eugenio, el dueño de la casa de abajo. Un tipo que se había criado ahí y que le había dejado la casa a Elisa, la señora que lo había cuidado de chico. Eugenio, moviendo una boca pequeña rodeada de bigotes y larga barba blanca, hablaba lento y su voz podría haber sido menos aguda. Decía no querer tener más problemas. Decía muchas otras cosas relacionadas, sobre todo, a la noción de comunidad. Pero Arthur, sediento de cerebro, mientras lo escuchaba no podía dejar de pensar en eso de querer no tener más problemas. En realidad en algún momento dejó de escucharlo pero le decía todo que sí.
Pasaron más días, algunas semanas y Arthur miraba con una mezcla de bronca y placer cómo la pared seguía mutando. La bronca no le venía de lo que veía sino de no poder entender por qué existían tantas personas organizadas para deshacerla. Todos piensan en los artistas incomprendidos pero a nadie se le ocurre que tal vez hubo contemporáneos que sí los comprendían. Arthur mira la pared de su casa y llora como si frente a él estuviese muriéndose Galileo, Van Gogh o Artaud.
Un poco borracho una noche Arthur decidió tapar la mancha (que ya alcanzaba casi toda la pared) con los papeles que le habían dejado sus vecinos. Con paciencia y una plasticola pegó un papel al lado del otro. Hasta que llegó al último. Lo abrió y éste fue el único que leyó:
“soy del depto
de Elisa
que hiciste con
el plomero sigue
perdiendo –
te exijo solucionar
el problema vayamos
por las buenas
llamame 43010675 mañana
Eugenio”.
Arthur mira el reverso del papel: es un ticket de la pizzería de la otra cuadra. Sonríe y suelta el papel. Va a la cocina y se hace un té con limón. Se sienta a tomarlo en su sillón preferido y trata de no pensar en nada. Lo distrae su piel, que se pegotea al sillón. Después de un par de tragos de té lo invade un calor intenso. Arthur se mira la piel brillante. Se toca el brazo y lo siente caliente y húmedo. A cada uno la humedad le pega distinto, piensa.

Un viento fuerte entra por la ventana. Arthur mira como si alguien hubiese gritado de afuera. Un papel se arrastra por la mesa y cae balanceándose hasta el piso y también eso es presagio de que algo termina y algo comienza. Un muro de Berlín que no se preserva. Arthur abandona la voluntad de cerrar la ventana. En cambio, se entretiene una vez más con la mancha. Se levanta y camina mirando fijamente la pared. Parece hipnotizado. Pasa suavemente su dedo índice por la pintura arrugada. Es más que historia reciente. Lo distinto, cuando es parte del pasado se restaura, se pone en valor, se guarda en museos. Cuando algo modifica el presente se destruye. El error está en ver a la pared como una división, en poner cuadros para tapar. El secreto no se dice. Porque el secreto está en escuchar.

martes, 27 de septiembre de 2016

sombras

Ve en la terraza de su casa una película de Philippe Garrel. No sabe de dónde salió esa película. Entre mucha distracción hay una escena que le gusta. El resto es un frío que no se tolera. Arthur toma whisky y se frota las manos. Pero el viento además de despeinarlo y enfriarle las orejas, mueve las hojas de sus plantas. Ese ruido es el que lo distrae. No puede pensar más que en los que comen pochoclos en el cine y hacen ruido. Como muchos que no lo toleran y no se animan a decirle al que está comiendo que pare de mover las manos, Arthur no puede hacer nada. Mira la película pero sigue pendiente del ruido que le viene de atrás y al costado. Casi todo el tiempo está por darse vuelta y pedir silencio. Toma más whisky, piensa en lo ridículo de decirle a una planta que se calle. Se pone serio repentinamente, y trata de prestarle atención a la película.
Piensa en que siempre hay otros que ya lo hicieron. Pasa con cada una de las cosas. Antes no tenía ese pensamiento. Duda. No sabe si se está poniendo viejo, si la película es mala o ambas cosas. No sabe qué pasa. Él puede mirar igual muchas películas pero no puede haber muchas películas iguales. En algunos temas conviene ver siempre la misma.
Cuando termina la película ya no hay tanto viento y tiene muchas partes del cuerpo congeladas. Mira para atrás. Las plantas están quietas. Se queda mirándolas. Brillan porque les da una luz que viene de otro lado. La música sigue. Con los títulos sube el humo que sale de su boca. Arthur no mueve nada. La mirada fija en sus plantas. Las hojas no se mueven. Y en medio de esa quietud monumental se arrepiente, dice: cada momento es único. 

lunes, 29 de agosto de 2016

no pibe

El amor es lo ambiguo, piensa mientras ve una película que cuenta una historia de amor sin que los protagonistas de den un beso. Ellos quieren tener muchos bebés pero adentro de su cuerpo sólo hay balas. Ese podría ser el estribillo de una canción de metal o el argumento de alguna novela post-apocalíptica. Los huesos, que se les forman a las embarazadas en la panza, acá son los resabios de las vacas que no sirven ni en las carnicerías. El centro de todo es la carne. O un arma en las manos de un bebé.
Ellos no son muchas cosas. Y eso es lo que a Arthur más le atrae. Hasta que termina. Y ahí sí son algo. Entonces no le gusta el final. Se le ocurre algo. Mira para los costados, a su alrededor. Su perro no está con él. Hay muchas maneras de estar juntos, piensa Arthur. Y ahí es cuando se le ocurre contarle la película a Carnaval, al otro día, mientras desayuna. Contarle escena por escena. Todos los lugares que aparecen, todas las cosas que se dicen los protagonistas. Cantarle el tema de Manal. Y antes de llegar al final, callarse. Dejar al final flotando en el vacío, como si fuera el silencio que viene después de un disparo.

miércoles, 2 de marzo de 2016

algo sale mal

Es de noche. Arthur abraza su taza de té como si fueran todas las aspirinas del mundo. Tiene fiebre y dolor de garganta. Siente frío en todo el cuerpo a pesar de estar abrigado como si fuera julio. Sin embargo, no puede dejar su terraza hasta que no termine la película. Hay algo inexplicable que lo une durante 138 minutos a su terraza. Ni se le pasa por la dolorida cabeza la posibilidad de irse a la cama y ponerse una toalla húmeda en la frente. Por más voluntad que ponga, no lo puede controlar. Y mientras ese imán misterioso ejerce sobre él, el mundo sigue girando. Si pudiera, Arthur envidiaría a todos los que están por fuera de esa capsula de tiempo que lo engloba. Pero ni eso puede.
Cuando termina la película Arthur se para y se queda unos segundos estático, escuchando el piano que acompaña a los títulos. Después camina unos pasos, se asoma a la ciudad. La música, su cara, el perro que lo mira desde un costado, todo parece el final de una película que no tiene nada que ver con la película que acaba de terminar. Arthur mira a cuatro jóvenes que pasan caminando por la vereda, al ventilador de un aire acondicionado del edificio de enfrente, a un colectivo que se detiene para que un auto termine de estacionar. Arthur llega a divisar a la pareja que está dentro del auto y los nota nerviosos. Antes de que termine la música que suena de fondo, o sea antes de que se rompa el hechizo, le sorprende el ruido de un auto que pasa a toda velocidad por una avenida un tanto lejana. Arthur recuerda que cuando manejaba tenía miedo de que le vengan ganas de estornudar. De repente deja de sonar Vivaldi y en la realidad explota la burbuja que encerraba la terraza. Los conductores resfriados son tipos inconscientes, piensa Arthur en la mayor de las soledades.

lunes, 6 de julio de 2015

correspondencia

El portero le entrega un sobre color rosa en el que no hay escrito más que su nombre y su apellido. La carta, sin dudas, es para él. Pero él no la abre, sigue su camino como si se tratara de un volante entregado en mano prohibido arrojar a la vía pública ley número 260. Lo dobla a la mitad y lo guarda en el bolsillo de la campera. Su perro tironea y la correa le aprieta la mano. En el paseo se queda dormido en el banco de una plaza. Una mujer lo saluda pero él no dice nada. Antes de llegar a su casa en el almacén compra una botella de agua tónica que se va tomando del pico por la vereda. El perro no quiere volver al departamento pero no le queda otra, él lo reta, le grita algo, tira de la correa y entran en el ascensor. Está cansado, entra a su casa y no piensa más que en dormir. Pero la cama tiene muchas cosas encima y decide dormir en el sillón del living. Duerme mal. Sueña con una novia que tuvo en la infancia, que lo trataba mal cuando estaban delante de otros niños. Sueña que esa novia lo invita a un cumpleaños de ahora, muchos años después pero ella está igual, y se ríe de él toda la noche delante de amigos y parientes que él no conoce. Se despierta con dolor de cuello por haber dormido en una mala posición. También le duele la garganta porque no sólo no se tapó sino que uso la campera que tenía puesta como almohada. Tiene la boca pastosa. Los pies fríos. Cuando se pone la campera siente el papel en el bolsillo. Es la carta, el sobre color rosa. La mira un rato sin abrirla. Ahora no duda, en el sobre su nombre está escrito con la letra inconfundible de aquella compañerita de la primaria que apareció en el sueño. Decide tomarse un té y apoya el sobre en la mesada mientras lo prepara. El sobre sigue cerrado y está arrugado. Piensa en tirarlo a la basura pero en cambio abre la tabla de planchar con la intención de emprolijarlo. Después se arrepiente. Vuelve a la cocina, apoya el sobre en la heladera y para sostenerlo le pone un imán de una veterinaria en el centro. Se lo queda mirando unos minutos hasta que oye a la pava chillar. Tiene frío y sueño. Sin reflexionarlo demasiado, casi por instinto decide enfrentar el contenido del sobre en otro momento y, en cambio, socorrer al agua hirviendo.

domingo, 4 de enero de 2015

sin saber bien por qué

No pegó un ojo en toda la noche. Cuando amaneció cerró la persiana y se tapó hasta la frente. Después de media hora se rindió. No podía dormirse y eso le hacía pensar en todas esas cosas en las que nunca quiere pensar.
Entonces sale de la casa como apurado, como casi todos los que salen de sus casas por esas horas. Camina rápido. Está abrigado de más y se da cuenta apenas sale de su edificio pero no tiene tiempo de volver. Ve al portero de al lado baldeando la vereda, a una anciana con el changuito de las compras, a dos jóvenes que no se hablan, a unos cuantos en una parada de colectivo, a un niño que camina pateando una chapita de cerveza, a un tipo que pasea a su perro sin dejar de mirar su celular. A Arthur le da vértigo estar tan cerca de la gente. Camina unas cuadras con esa sensación y por fin llega a la agencia. Arthur, sin saber bien por qué, alquila un auto.
Sale de la ciudad sin proponérselo. Al principio hay un poco de tránsito pero a los pocos kilómetros todo es mucho más calmo y placentero. Alrededor la llanura es como una cama recién hecha. Arthur disfruta del paisaje, pone la radio y canta gritando las canciones que conoce.
La primera vez que se detiene porque tiene que cargar nafta, en la estación de servicio se encuentra con un auto rojo que ya había visto antes en la ruta. Es un 205 que está impecable, todo original. Arthur compra en el bar de la estación un café porque no hay té. Vuelve al camino y comienza a llenar todo el auto con las migas de las galletitas que come. Mira hacia delante después de sacudirse la remera y vuelve a ver al auto rojo. Arthur lo pasa y, sin saber bien por qué, se siente bien al hacerlo. Después de unos kilómetros, la radio que había puesto comienza a no sintonizarse, y el ruido que sale de los parlantes lo adormece. Arthur se da cuenta de lo que está pasando y en vez de apagar la radio decide frenar a comer unas medialunas y a tomar un café con leche en Atalaya (hace mucho calor pero él se queda parado unos minutos frente al aire acondicionado del lugar para tomar frío y así disfrutar más el café con leche caliente). Mientras come ve pasar los autos en la ruta, piensa en que si una hormiga gigante viera eso desde su inmensidad se sorprendería, creería que los humanos somos organizados. Después piensa que así como las hormigas llevan hojas que son mucho más pesadas que su propio cuerpo, los humanos conducimos máquinas que también lo son, y que entonces tal vez no sea que las hormigas sean súper fuertes sino que las hojas en sus lomos generan una motricidad especial, y se pregunta: ¿qué pasaría si me acuesto y me pongo una hoja en la espalda?, ¿y si me pongo un árbol entero?, y mientras por su cabeza pasan todas esas imágenes ve que un Peugeot 205 rojo estaciona en la puerta del lugar. Del auto se baja el mismo tipo que Arthur había visto en la estación de servicio, pero también se baja una chica que viene con él. Arthur hace memoria: la chica no estaba, no la recuerda. Entonces se come rápido las dos medialunas que le quedaban. Sale lo antes posible. Vuelve a la ruta y ya está más tranquilo. Agarra una curva que parece no terminar. Se divierte leyendo los carteles que están al costado del camino, rodeados de vacas que buscan un poco de sombra. Le vienen ganas de hacer pis y, como si estuviera cerca del destino, acelera. Acelera con tanta mala suerte que después de unos árboles aparece un control policial. Un policía serio, con antejos de sol, lo hace detenerse. Arthur le explica lo de sus ganas de hacer pis y al policía le da ternura, entonces, aburrido, le saca conversación. Hablan de pesca distendidamente. Dónde se puede pescar, qué se saca, cuándo es época, con qué conviene pescar. Y de repente: por la izquierda pasa el Peugeot rojo. Arthur mira al conductor, que a su vez lo mira y lo saluda como desafiante; la chica, a su lado, sonríe. Arthur vuelve a mirar al oficial y le dice que se tienen que ir. Al policía no le gusta esa actitud, vuelve a la cara de antes y lo despide dejándolo de tutear y haciéndole el saludo de la venia. Pasan varios minutos hasta que Arthur vuelve a ver al 205. Está detenido en la banquina. Arthur deja de acelerar y ve que el tipo está arrodillado a un lado del auto, cambiando una rueda. Arthur piensa en parar a ayudarlo pero su cuerpo no opina lo mismo: su pie derecho presiona con más fuerza el acelerador. Sucede lo mismo cuando pasa por al lado de unos puestitos que venden salame y quesos caseros. El camino comienza a hacerse menos transitable. Ahora sólo hay una vía de cada mano y en la ruta hay algunos pozos. Lo único gratificante es el atardecer que se demora sobre el horizonte. Poco a poco todo el verde que rodea la ruta comienza a tener otro color. El sol, que está naranja y radiante, comienza a esconderse detrás de los árboles. Arthur piensa en que en un futuro habrá publicidades proyectadas en el crepúsculo. Pero el sol de repente cae rápido y es de noche. Todo se acelera. Empieza a hacer cada vez más frío y sueño y hambre en muy pocos kilómetros. Por primera vez desde que salió de su casa Arthur se preocupa. Piensa en dónde va a pasar la noche. Extraña su cocina. Se da cuenta de que no le podrá dar de comer al perro. Quiere estar en su terraza mirando una película de vaqueros y en cambio está en una ruta que no conoce, manejando sin saber a dónde, con hambre y frío.
Sacando el ruido de su auto en la ruta hay una soledad tenebrosa, no hay señales de vida. Ese contexto hace que Arthur, al ver unas luces a lo lejos, piense que se trata de una alucinación. Pero no: a medida que se acerca se ven más nítidas las luces rosas y violetas titilando. Es un parador nocturno rutero, como los que Arthur tanto soñó después de verlos en infinitas películas. Cartel luminoso, administración, estacionamiento en 45º frente a la habitación. Arthur actúa como si supiera, como si todos los días de su vida fueran así: ruta, estación de servicio, ruta, parrilla al paso, ruta, motel…
Arthur vuelve a estar relajado. Se baña y se termina el paquete de galletitas que había empezado en el auto. En la habitación hay una heladerita. La abre y saca una botellita de whisky. La toma sentado en la cama. Piensa en prender la tele pero no encuentra el control. Entonces decide terminarse el whisky leyendo una revista que encontró en la mesita de luz. En la tapa de la revista hay un tipo que en su momento fue famoso y que se casó con una rubia de sonrisa perfecta.
Cuando se levanta de la cama se le cae la revista que tenía en las faldas. Se da cuenta de que se tomó muy rápido el whisky y que ahora está medio borracho. Va al baño. Llena la botellita de whisky con pis. Después la cierra fuerte y la mete en la heladerita. Una luz que entra por la ventana barre toda la habitación. Arthur cierra la heladera y se acerca despacio a la ventana, corre la cortina y ve al 205 rojo estacionando al lado de su auto.