viernes, 30 de diciembre de 2011

amigos

Al contrario de lo que le pasa a la mayoría, Arthur conserva recuerdos de su primera niñez y tiene pocos, borrosos, recuerdos de su juventud. Ni siquiera está seguro de que sean recuerdos los de aquellos años, sabe, o más bien duda, que pueden llegar a ser recuerdos de otros, recuerdos ajenos, que llegaron a su mente por historias que le contaron una y mil veces o porque gracias a las fotografías vuelve a los momentos pasados con imágenes objetivas. Una de las cosas que Arthur no se puede sacar de la cabeza de cuando tenía más o menos veinte años, es cuando le tocó ir a Malvinas, y de eso hay muchas fotografías. Pero también gracias a las fotografías, se da cuenta que los amigos que conserva, aunque muertos los dos, que hoy están mudos, congelados en dos portarretratos en el living, son amigos de la infancia y no de la adolescencia. Y ahora, mucho tiempo después, se arrepiente de no haber estado en una esquina tomando unas cervezas con René y con Ricardo, sus dos amigos. Sus únicos dos amigos de la primaria y de la vida. Aunque puede que sí haya pasado eso o algo parecido pero él, como el resto de la gente con sus primeros años de vida, no lo recuerda. Y no recordarlo, en esos términos, en la vida de un Arthur que prácticamente vive de recuerdos y películas, es no haberlo vivido. Por eso se lamenta de no tener en su cabeza noches de bailes, drogas y mujeres. Por eso le da envidia saber a todos los jóvenes tan llenos de vida y a todos los viejos tan llenos de imágenes de cuando eran jóvenes y podían despertar a las dos de la tarde o estar cuatro días sin dormir o juntarse con amigos a quedarse callados o hablar de cualquier boludez o planear cosas sin sentido o dejar pasar el tiempo, los días, sin hacer nada productivo o hacer viajes sin programar previamente a qué lugares ir y dejarse llevar más por las ganas y la inconciencia que por la convicción de que esos momentos son los que los marcarán para toda la vida. Al igual que otros seguramente envidarán a Arthur, que tiene tan presente esos maravillosos primeros seis años de vida.
La cosa es que cada vez que mira una película donde el tema de la amistad está muy presente, termina la película, baja a la casa, se prepara un té de hierbas y lo toma mirando (llorando) los retratos de sus amigos que están colgados en la pared del living. En esa pared están todos los amigos que Arthur tuvo a lo largo de su vida. No hay muchos retratos. Sólo esos dos. Está el de Ricardo Gonzáles, el compañero de la primaria con el que hablaba de cine. Y el de René Favaloro, que también se murió, se pegó un tiro, y que era mucho más grande que Arthur pero que lo quería como si fuese su hermano. Así está ahora Arthur: mirando a los cuadros, pasando los dedos por los vidrios, acariciando los rostros. Y seguirá así por un rato largo, quizás hasta que amanezca. Llorando, brindando con sus dos amigos inseparables, emborrachándose con un té cada vez más frío.

martes, 27 de diciembre de 2011

abajo

En la vereda se da una situación muy extraña. En la terraza también. Abajo una niña y una muchacha caminan por la calle. En las alturas Arthur hace lo que casi nunca: en vez de mirar una película si pone a mirar para abajo. Ve el paseo de las únicas dos personas que recorren la ciudad a pie con el frío que hace. Una señora a la que Arthur no puede dejar de verle la nariz, única parte del cuerpo que parece estar al descubierto, camina de la mano de una niña a la que parece no importarle que una noche de diciembre sea tan fría, ni que a su alrededor no haya nadie, ni que a esa hora todos los niños de su edad estén o tengan que estar durmiendo. Ambas entretienen a Arthur sin saberlo. Las luces de la calle son perfectas: a veces ellas pasan por huecos oscuros, como pozos profundos, y justo cuando Arthur se da por vencido, se resigna pensando que no las volverá a ver jamás, que seguro volvían de algún lado y entraron por alguna puerta a estar otra vez, por fin, en su casa, a tomarse un té tan caliente como el que Arthur tiene en sus manos, a dormir para levantarse temprano al otro día, justo en ese momento ellas aparecen bajo la luz de algún farol, se sueltan las manos, la madre se para contra la pared, hace gestos con las manos y mueve la cabeza como imitando un personaje que las dos conocen y la niña primero la mira sería, compenetrada, luego se da vuelta y las dos comienzan a reír a los gritos, gritos tan fuertes que el propio Arthur puede escuchar desde las alturas. Ellas lo divierten. Están paseando, sin duda. No parecen tener apuro ni destino alguno. Esto, piensa Arthur, no parece Buenos Aires. La niña es una actriz impecable, una estrella del mejor cine. O teatro. La madre es buena pero habría que verla haciendo otro papel. El papel de la niña, que ahora se trepa a la ventana de una casa y desde ahí comienza a dar un discurso, o eso es lo que le parece a Arthur, es incuestionable. La madre, de tacos altos y un tapado que le llega por debajo de las rodillas, toma a su hija de las manos y la ayuda a volver al piso. No se sueltan las manos, siguen moviéndose como si les costara frenar el envión. Bailan. La coreografía es maravillosa. Pasan por debajo de un árbol y ya están llegando a la esquina. Se abrazan, o más bien, la niña abraza la cintura de la madre, que terminó su baile con ambos brazos en alto. Se ríen. Pero no de lo patético que puede llegar a ser el hecho de que alguien, desde la terraza de su casa o desde cualquier otro lado, las estuviera viendo. Todo lo contrario: ríen de felicidad. Arthur toma un trago de té y aprovecha que la taza no le deja ver el escenario para pensar en cómo será la vida de esas dos mujeres. No se le ocurre nada y vuelve a ellas, que otra vez caminan de la mano hasta que la niña ve una paloma y decide correrla. La paloma vuela unos metros, como si corriera en el aire, y vuelve a aterrizar. Entonces la niña la vuelve a correr y ésta vuelve a volar hasta la calle. La niña se da vuelta, mira a la madre un segundo, tal vez menos, y vuelve a correr hacia la paloma. La paloma espera que la niña se acerque. Y justo cuando la niña se está agachando para agarrarla, justo cuando escucha que la madre de la niña grita desesperada, justo cuando Arthur cierra los ojos con fuerza, justo cuando siente la cabeza de la niña golpear contra el paragolpe del colectivo que acababa de doblar en la esquina, justo cuando el ruido del freno silencia a toda la ciudad, la paloma sale volando hacía la paz de los cables de teléfono.
Cuando Arthur vuelve a mirar hacia la calle se siente mucho más viejo. Abajo no hay nadie, ni la madre, ni la niña, ni el colectivo, ni la paloma. Se pregunta qué necesidad tenía de ponerse a mirar para la calle, con todo lo que la detesta. Se reprocha haber caído en esa maldita tentación que es la realidad; y les reprocha a los de abajo ser tan ingenuos y creer que pueden burlarse de la realidad. Pretende consolarse pensando que tal vez haya sido un sueño. O el recuerdo de una película que no olvidará jamás.

jueves, 22 de diciembre de 2011

juega

De los seis a los nueve años, Arthur no jugaba en otro lugar que no sea el living de su casa. Sólo interrumpía su tiempo de ocio para practicar ping-pong. De hecho fue el deporte el que le quitó las horas de juego en el living. Con tan solo nueve años cambió los muñecos, los autitos y la imaginación por la disciplina y el temperamento que se necesitan para a los diez años ser tetracampeón de su categoría.
Pero a pesar de que nunca haya sido tan popular como en los años dorados del ping-pong, él sigue recordando las interminables horas en el living de la casa que lo vio crecer como las mejores tardes de su vida. Es que todo era soñado: juegos infinitos, soledad, reglas propias y abuela que sólo aparece a las cinco en punto con una bandeja con vainillas y chocolatada.
El piso del living era de baldosas coloradas. Uno de los juegos preferidos de Arthur era el de crear una ciudad en dos dimensiones. Agarraba una tiza blanca y dibujaba en el piso las calles, las manzanas, las casas, los carteles, los parques. Así pasaba horas dibujando, borrando, corrigiendo y agrandando ciudades que llegaban a unirse los pueblos de la periferia, que estaban en rincones, debajo de mesas o al lado de la puerta de entrada.
El juego era preparar el juego. Sólo comenzaba a jugar cuando recibía o aparecía en sus manos (de procedencia dudosa) algún autito nuevo. En esos casos se pasaba horas recorriendo la ciudad en el auto, frenando en los semáforos, corriendo picadas, estacionando para ir a trabajar o a casa de alguien, hasta a veces chocando y en ocasiones muriendo.
En algún momento se aburría y para ese entonces no se podía pasar por el living sin borrar alguna parte de la ciudad. Todo el living pintado de blanco, con un trazo grueso y letras desprolijas. En ese momento, cuando se aburría o lo obligaba algún adulto o el deber del entrenamiento de ping-pong, caminaba en puntitas de pie, obsesivamente, sin borrar nada, hasta llegar a uno de los sillones. Desde la altura, como ahora desde su terraza, contemplaba toda la ciudad y eso le producía una satisfacción inmensa. Luego agarraba un trapo de piso húmedo y con un secador demolía toda la ciudad.
Otro juego que le gustaba mucho y que también se basaba no tanto en el juego en sí como en su preparación, es el de la casa. Desde pequeño Arthur necesitaba algún espacio propio, en donde nadie lo molestara. Y cuando la casa en donde vivía estaba tan inaguantable como algunas de las playas de Mar del Plata en enero, Arthur fabricaba su propia casa. Agarraba maderas, cajas, sábanas, perchas, palos, lo que consiguiera, y armaba su lugar en el mundo. Como un arquitecto que cambia constantemente de estilos, gustos y materiales. La complejidad también variaba. Lo que no variaba eran esos minutos en los que Arthur se quedaba dentro de la casa: sentado en el piso, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados, esperando que no pase nada, resignándose a seguir viviendo su vida, recibiendo el fin del mundo de la manera más noble: jugando.

martes, 13 de diciembre de 2011

terrible

La película se llama El niño y gira en torno a las vidas de sus padres y lo que hacen o dejan de hacer con él. Con el niño. Lo aman, lo pasean por toda la ciudad a upa, en cochecito, en bondi, le dan de comer, lo venden, lo compran, lo visten hasta taparlo por completo, se lo pasan de mano en mano. Y mientras tanto el niño duerme. Alguna vez se le escucha un leve quejido pero no dura más que unos segundos y no llega al volumen que sólo los bebés pueden llegar con su llanto. El niño, por supuesto, es el mejor actor del rodaje. Y Arthur, por esto y por otras cosas, llora. Se emociona y se entristece. En alguna escena dice: es terrible. Y sus dos palabras quedan resonando en aire de la terraza como el agua de mar que llega a una playa y no se cansa de ir y venir por la arena húmeda. La voz de Arthur, en ese eco inalámbrico que navega por el aire como el Wi-Fi, se va distorsionando satánicamente. Tanto que a los pocos minutos de haber dicho esas palabras a Arthur le da un escalofrío escuchar una voz ajena que coincide con él y que no hace otra cosa que darle más dramatismo a algo que al fin y al cabo no están terrible; y Arthur lo sabe, pero también sabe que su sensibilidad no entiende de razonamientos y que eso le hizo perder muchas cosas pero también valorar, saber apreciar, muchas otras. Por eso es que cuando termina el film, entre lágrimas, Arthur se pone como loco, putea a los hermanos Dardenne, viejos hijos de puta, me cago en su puta cara. Y les dice todas estas y muchas otras cosas que tienen sentido si tenemos en cuenta lo terrible que es para Arthur que al final de la película, cuando aparecen los títulos, el niño, el infante, el bebé, “Jimmy”, que hoy debe tener unos siete años y seguro sabe leer, no aparece en el reparto.