jueves, 5 de septiembre de 2013

débil

A la tarde aparece una paloma muerta en un rincón de la terraza. Justo al lado de una maceta verde, que le hacía sombra y por eso al principio Arthur no la ve. Estaba tomando un té y disfrutando de los últimos rayos del sol invisibles, ocultos detrás de las nubes grises que cubrían el cielo. De buen humor, Arthur caminaba en su terraza como custodiando algo, como si jugara a ser el sereno de día, que controla un lugar donde nunca pasa nada. Cuando llega al lado de la maceta verde siente algo en el pie. Se asusta, y cuando ve lo que es putea. No sabe si pisar paloma descalzo trae buena suerte, igual putea. La paloma tiene el cuello retorcido, la cabeza casi desprendida del cuerpo. Se da cuenta de que no es una rata por las alas: una está plegada y casi completa de manchas de sangre y la otra, aplastada contra el piso, está abierta y despedazada: lo blanco de las plumas chiquitas se confunde con cartílagos y huesos. Arthur no lo puede creer. Le da asco, pero más fuerte es la intriga. Lo primero que se pregunta es cómo fue que al entrar a la terraza, al estar caminando por ahí (haciendo guardia), no la vio. Pero a esa pregunta se le suma una mucho más trascendental: cómo llegó la paloma a estar ahí, en ese estado.
Oscurece y Arthur todavía está sentado al lado del cadáver tratando de develar los misterios. Calculando el lugar del sol a la hora en que él había subido a la terraza, piensa que tal vez la sombra de la maceta le ocultó el cadáver. Pero después recuerda que durante el día estuvo nublado y que además la sombra no es materia y por lo tanto no tapa nada y entonces descarta esa idea. De todas maneras se para, va hasta la puerta y mira hacia el rincón donde encontró a la paloma muerta. Sigue pensando hasta que no aguanta más. Y entra a la casa. Al rato sale, envuelve el cadáver en un diario, lo entierra en una maceta grande de color blanco, en donde tiene plantado un pequeño limonero, y después baldea la terraza. Cuando termina está cansado y hace frío, pero igual se pone a ver una película.
Unas horas después de haber visto la película, Arthur está en su cama dando vueltas sin poder dormirse. Tiene sueño pero lo inquieta todo lo irresuelto de la cuestión de la paloma. De repente junta coraje, salta de la cama: decide volver a la escena del crimen. Ya en la terraza, al lado de la maceta verde, encuentra rastros de sangre. Pero, cómo puede ser posible, si él había baldeado. Arthur cada vez entiende menos, aunque cada vez hay más pistas. Agarrado de la baranda, se pone a mirar a la ciudad con desconfianza. Prende un cigarrillo. Lo fuma mirando las terrazas vecinas, los cables que cruzan las calles, un letrero luminoso que cambia de color, un papel en la vereda que es el único movimiento. Está concentrado en todas esas cosas cuando escucha un ruido. Se da vuelta: bajo el marco de la puerta aparece Carnaval. El perro mira al dueño con pena pero sin culpa. Arthur está por ir a acariciarlo cuando ve, algo confundido por la oscuridad o el sueño, que en un costado del hocico todavía hay algunas plumas.