sábado, 21 de enero de 2017

humedad

Y se lo traga el tiempo, la tierra, la gran inundación de la memoria
 “Fotos”, R. Walsh


En el departamento la humedad es incontrolable. El otro día fue el plomero por octava vez en los últimos seis meses. Una de las paredes del living, la que da al baño, parece tener vida propia. Empezó con una mancha medio verde en un rincón. Después esa mancha comenzó a agrandarse y de ella a salir como burbujas de pintura. Al principio Arthur se negaba a ver la expansión. Se mentía a sí mismo diciéndose, primero, que la pared se manchó porque alguien se había apoyado y, después, cuando asumió que era de humedad, cada vez que la veía la tocaba y se trataba de convencer de que se estaba secando, que había que esperar.
La pared se llenó de aureolas amarillentas y rugosas. Arthur se encargó de pintar esa pared y otras partes de la casa que estaban afectadas por la humedad. Peor. La pintura anti-humedad que le recomendó el plomero pareció darle más fuerza al monstruo que vive dentro de su pared.
No sabe por qué la pared cambia de aspecto. Lo que sí sabe, lo que poco a poco fue aprendiendo es que tiene un estilo propio, que le atrae, lo perturba. Piensa en eso todos los días. A veces se queda mucho tiempo mirando la pared y los pedazos de pintura que se van cayendo al piso. Ahora siempre nota los avances, nuevos colores y formas. Se fija en los detalles mínimos. Es como una obra de arte que cambia constantemente. Como un fondo de pantalla con autonomía.
Arthur, en algún momento fue del todo consciente, le tomó un cariño irreversible a su pared llena de humedad. Poco a poco, fue regando una certeza que crecía en su interior: la pared le estaba queriendo decir algo.
Un lunes o jueves, cuando Arthur salió a comprar verdura a la feria, se encontró con un cartel en la puerta que decía “Sr. Arturo: soy Elisa, la vecina de abajo, necesito hablar con vos. Es urgente”. Arthur lo arrancó indignado, volvió a su departamento y lo dejó en una mesa donde se acumulaban mensajes parecidos. El consorcio terminó mandando otra vez al plomero y Arthur en vez de bajar a hablar con la vecina se enteraba las cosas por él. Hablaba mucho con el plomero. De entrada, a partir de algunos comentarios, coincidieron en algunos gustos cinematográficos y eso bastó para hablar de cualquier otra cosa. Comentaban viejos partidos de fútbol, se pasaban consejos gastronómicos, hablaban bien de algunos animales y mal de las mismas personas. Si la primera vez que se vieron hubiese sido en un bar y no en la puerta de la casa de Arthur, uno trabajando y el otro sin ganas de recibir a nadie, tal vez ahora estuviésemos hablando de mejores amigos. Pero no. El plomero comentaba algo de la pared, de los rumores del edificio, de cuánto salía una llave inglesa. Arthur hablaba de lo caro que está todo y ambos empezaban a hablar de economía. Así pasaban los minutos, las horas y los temas. Y así Arthur se enteraba todo lo que decían los vecinos de él.
Abajo vive una viejita que un día después de dejar el décimo mensaje en la puerta de Arthur festejó sus 89 años. Arthur estaba fumando en la ventana del living cuando escuchó cómo los familiares le cantaban el feliz cumpleaños. Eran las 3 o las 4 de la tarde y Arthur, entre pitada y pitada, se daba vuelta a mirar la pared con humedad. En un momento sintió algo parecido a la compasión y decidió llamar al plomero. Pero no le atendió nadie. Entonces fue hasta la mesa en la que se acumulaban los mensajes recriminatorios. Fue agarrando papel por papel y armando avioncitos. Trazó una línea imaginaria en algún lugar del piso y se puso a lanzarlos. Cuando ya no le quedaban más por tirar caminó unos pasos cautelosos, como un gigante en una pista de aterrizaje, y agarró el avión que había aterrizado más cerca de la línea imaginaria. Abrió el papel y leyó: “Sr Vecino: por favor deje entrar al Plomero. Las goteras son cada vez más, tengo 3 baldes en el living y 2 en el baño. Elisa (su vecina)”. Arthur escuchó risas que venían del departamento de abajo. Volvió a armar el avioncito y lo tiró con más bronca que técnica. La aeronave planeó, hizo un rulo, dobló bruscamente hacia la derecha y se estrelló contra la mancha de humedad de la pared.
Varios días después de eso tocó el timbre el plomero. Arthur sabe que hay dos bandos. También está convencido no sólo de que él está del lado de los buenos sino de que los otros están confundidos. Pero de lo que no es del todo consciente tal vez sea lo más importante: que tiene la fortuna de percibir la poesía en lo cotidiano, que encuentra la belleza en cosas aparentemente intrascendentes. Cuando Arthur abrió la puerta cayó un papel doblado en dos que alguien había dejado incrustado entre la puerta y el marco. De entrada, el plomero comenzó a contar que lo mandaba el administrador, que a la señora de abajo le gotea el techo, mientras Arthur agarraba el papel del piso y lo dejaba sobre la mesa. Después de dar muchas vueltas esa vez el plomero le dijo que había que poner pastina en el baño, entre los azulejos. Arthur le mintió asegurándole que eso ya lo había hecho pero el tipo le contestó que había que hacerlo bien. Ahí la cosa se puso medio tensa. Arthur se sentía incómodo en su propia casa. Pensó en la posibilidad de que el tipo que tenía en frente no era plomero sino alguien que venía a apretarlo. Sólo podía pensar en que no podía creer que habían logrado llenarle la cabeza también al plomero. Decidió continuar con su actitud sumisa. Pensó “mercenario, mercenario, mercenario” pero no lo dijo. Aseguró con tono amigable que iba a contratar a alguien para que pusiera nuevamente pastina en el baño.
Después de esa vez el plomero no volvió más. En cambio, desfilaron cualquier cantidad de espías que se hacían pasar por expertos en cañerías.
Una tarde alguien tocó el timbre con insistencia. Arthur no llegó a despertarse del todo y en ese estado supuso que era mejor ir a ver qué pasaba. Se levantó y se arrastró por la casa como si sólo fuera sombra, como si el zombi con el que soñaba hace unos instantes penetrara en la realidad. Después de acercar el ojo a la mirilla, abrió la puerta convencido de que se trataba de un nuevo plomero. Estaba equivocado. Era Eugenio, el dueño de la casa de abajo. Un tipo que se había criado ahí y que le había dejado la casa a Elisa, la señora que lo había cuidado de chico. Eugenio, moviendo una boca pequeña rodeada de bigotes y larga barba blanca, hablaba lento y su voz podría haber sido menos aguda. Decía no querer tener más problemas. Decía muchas otras cosas relacionadas, sobre todo, a la noción de comunidad. Pero Arthur, sediento de cerebro, mientras lo escuchaba no podía dejar de pensar en eso de querer no tener más problemas. En realidad en algún momento dejó de escucharlo pero le decía todo que sí.
Pasaron más días, algunas semanas y Arthur miraba con una mezcla de bronca y placer cómo la pared seguía mutando. La bronca no le venía de lo que veía sino de no poder entender por qué existían tantas personas organizadas para deshacerla. Todos piensan en los artistas incomprendidos pero a nadie se le ocurre que tal vez hubo contemporáneos que sí los comprendían. Arthur mira la pared de su casa y llora como si frente a él estuviese muriéndose Galileo, Van Gogh o Artaud.
Un poco borracho una noche Arthur decidió tapar la mancha (que ya alcanzaba casi toda la pared) con los papeles que le habían dejado sus vecinos. Con paciencia y una plasticola pegó un papel al lado del otro. Hasta que llegó al último. Lo abrió y éste fue el único que leyó:
“soy del depto
de Elisa
que hiciste con
el plomero sigue
perdiendo –
te exijo solucionar
el problema vayamos
por las buenas
llamame 43010675 mañana
Eugenio”.
Arthur mira el reverso del papel: es un ticket de la pizzería de la otra cuadra. Sonríe y suelta el papel. Va a la cocina y se hace un té con limón. Se sienta a tomarlo en su sillón preferido y trata de no pensar en nada. Lo distrae su piel, que se pegotea al sillón. Después de un par de tragos de té lo invade un calor intenso. Arthur se mira la piel brillante. Se toca el brazo y lo siente caliente y húmedo. A cada uno la humedad le pega distinto, piensa.

Un viento fuerte entra por la ventana. Arthur mira como si alguien hubiese gritado de afuera. Un papel se arrastra por la mesa y cae balanceándose hasta el piso y también eso es presagio de que algo termina y algo comienza. Un muro de Berlín que no se preserva. Arthur abandona la voluntad de cerrar la ventana. En cambio, se entretiene una vez más con la mancha. Se levanta y camina mirando fijamente la pared. Parece hipnotizado. Pasa suavemente su dedo índice por la pintura arrugada. Es más que historia reciente. Lo distinto, cuando es parte del pasado se restaura, se pone en valor, se guarda en museos. Cuando algo modifica el presente se destruye. El error está en ver a la pared como una división, en poner cuadros para tapar. El secreto no se dice. Porque el secreto está en escuchar.