miércoles, 5 de diciembre de 2012

obsesión

Sus ganas de andar en avión son raras. Porque no son tales. O por lo menos no son del todo ganas de andar en avión. Más bien  son ganas de estar por los cielos, ganas de volar por el aire. Y eso puede resumirse en querer estar arriba de un avión pero también puede explicar las extrañas ganas que tiene Arthur de tirarse de su terraza cada vez que se asoma al vacío. Él está contento con su vida, no se quiere suicidar. Es que cuando le entran esas ganas de tirarse no piensa en la muerte sino en la posibilidad de volar. Eso es lo raro. Quiere estar sintiendo el viento chocándole en la cara y no se pone a pensar en qué pasa después hasta que está por tirarse y ahí sí, piensa en que si al caer al suelo (de unos cuarentaicinco metros) muere no podrá disfrutar de ese recuerdo de precipitación. O sea que sus ganas de andar en avión no son ni ganas de andar en avión ni ganas de volar, son más bien ganas de recuerdos imposibles.

viernes, 26 de octubre de 2012

una pieza

Después de las flores que rodean su terraza está el abismo. Literal: atrás de las plantas y de los arbolitos está la baranda, después de eso termina el perímetro del edificio y recién decenas de metros más abajo está el suelo, la vereda. Y simbólico: justó cuando termina toda la vegetación que adorna su terraza, apenas después de las flores y el verde que son como un grito desesperado de naturaleza, aparece el contraste más extremo, el rígido y monótono asfalto. Si uno comenzara a ver una abeja pequeña que está sobre una flor de las tantas que hay en alguna de las plantas de la terraza, y luego comienza a ampliar el plano, y ya no sólo ve a la abeja y a la flor, sino también la planta entera y algunas hojas de las que la rodean, y si seguimos ampliando sin detenernos veríamos cada vez más plantas, más hojas, más flores hasta que en un momento, repentinamente, el verde se termina y comienza a verse la calle, la vereda gris, los autos que pasan y dejan una nube de humo flotando en el aire, la suciedad que se amontona al lado de un cordón despintado, una calle con caños y estructuras de metal encima, y –seguimos ampliando- comienza una pared, que puede ser de hormigón o de ladrillo o en el mejor de los casos de vidrio, un vidrio que es transparente y que deja ver muebles, paredes, columnas, luces artificiales, o tal vez sólo cortinas y más cortinas interrumpidas por marcos y aires acondicionados, hasta que se termina el edificio y comienza una terraza exánime, totalmente desolada, en la que sólo hay dos o tres antenas y muchos cables, y –si seguimos como una cámara que desde el cielo estaba filmando a la abeja en la flor de la planta de la maceta de la terraza de la casa de Arthur Gómez y que hace un rato comenzó a hacer zoom out- nos encontramos con más edificios o partes de edificios y terrazas o partes de terrazas, todos iguales entre sí, del mismo color y con ángulos parecidos, todos atravesados por el hombre, que rompe y vuelve a construir, para volver a demoler y volver a construir, pensando en el futuro, en el proceso.
Arthur está parado en su terraza. Mira una película. Tiene una taza de té en su mano y de entre los labios le cuelga un cigarrillo.
Arthur a veces piensa que el mundo pudo haber sido mejor. Otro. Pero la mayoría del tiempo se la pasa comiendo, durmiendo o mirando películas en su terraza. Quiere mucho a sus mascotas y a sus plantas, pero sabe que con eso no alcanza. Y se resigna, muchas veces se resigna incluso a pensarlo demasiado. Esa noche, por ejemplo, la idea se le pasa por la cabeza. Apaga el cigarrillo. Qué estoy haciendo, dice. Y sin detener la película que mira, va hasta donde están todas sus plantas. Pasa una mano por las hojas, como acariciándolas, mientras tararea una canción que es parte de la película que continúa proyectándose en la pared. Arthur se arrodilla y abraza a un arbolito que mide un poco más que un metro. Pareciera que baila un lento con el tronco. La escena es patética. Arthur no está bien. 

viernes, 19 de octubre de 2012

vuelve a salir


Arthur vuelve a salir a la calle después de mucho tiempo. Tal como el adulto que vuelve a la casa de su infancia y no la reconoce, Arthur después de abrir la puerta del edificio siente que se confundió de vereda, que esa calle que está ahí no es la de su casa, tal vez porque el gobierno de la ciudad cambió las baldosas, tal vez porque una calle cercana está cortada y ahora él ve pasar colectivos que nunca pasaron por ahí, tal vez porque la última vez que salió no había hojas en los árboles. Nadie sabe qué será, pero ver a una niña vestida con un uniforme de escuela privada que camina agarrando la mano de su madre lo termina de desconcertar. Está por darse vuelta, cerrar de un portazo y correr al ascensor, pero un instante antes de enloquecerse reconoce el almacén de Gladis, enfrente. Ahora adjudica los cambios a algo personal. Piensa que los yuyos que le puso al té de la mañana pueden tener algo que ver. El frente del almacén está distinto; las letras con luces rojas, la a inclinada, la i que titilaba, los caños negros a la vista, fueron cambiados por un cartel que ahora Arthur ve todo rojo, con letras prolijas en blanco, que dice Lo De Gladis, como el anterior,  pero éste también dice Coca-Cola un par de veces. La vidriera también está cambiada, por eso Arthur, después de cruzar la calle, entra con prudencia, como tanteando. Pero al instante Gladis se le cuelga de los hombros: qué bonita sorpresa, usted por acá. Arthur le explica que está tratando de cambiar, que no quiere molestarla más, que de ahora en adelante él irá a buscar los productos hasta ahí, que muchas gracias pero que ya no necesita que le lleve las compras hasta la puerta de su departamento. (Hacía meces que los únicos contactos que tenía con Gladis eran bastante indirectos, cuando él le pagaba: le tiraba la plata por abajo de la puerta y ella le dejaba la caja con las compras. Se decían dos o tres cosas, puerta mediante, y nada más.) A Gladis le cae bien que Arthur se haya afeitado para salir. Cree que tiene algo que ver en esa decisión. Se está dejando los bigotes, le dice. Pero Arthur se incomoda, contesta sin palabras, moviendo la cabeza. Y sigue ordenando cosas. Se llena de provisiones como si supiera que se viene el fin del mundo.
Esa misma tarde sale a la calle, otra vez. Apenas abre la puerta de su casa ve que Gladis lo está saludando desde la puerta de su local. Arthur hace una mueca, un gesto que pretende ser cordial, y se va para el otro lado. Quiere correr por la vereda pero se contiene las ganas. Está con Carnaval. Lo lleva al veterinario, a que le den una vacuna. Sigue pensando en las raras actitudes de la almacenera cuando está frente al veterinario, que le dice: usted es un inconsciente, cómo le va a colocar las vacunas así. Es que la última semana, con tal de no salir de su casa, Arthur le pidió a Gladis que le consiga las vacunas para Carnaval, y sin tener ni idea de cómo ni dónde, él mismo colocó las inyecciones. El veterinario lo vuelve a increpar, le pregunta si lo quería matar. Arthur se pone pálido. Se salvó de milagro, continua el veterinario mientras acaricia la pata del perro, cerca de lo que en los hombres es el antebrazo, lugar en donde Arthur pinchó varias veces en los últimos días. Por suerte todo termina bien, Carnaval debe hacer una dieta estricta para limpiar todas las dosis de mala praxis aplicadas por su dueño.
Arthur vuelve a su casa. Está destrozado, fue un día productivo pero agotador. Duerme una siesta en un sillón y sueña que ve a su perro caminando por el techo. Se despierta cuando ya es de noche y come un pancho que había en la heladera. Sube a la terraza. Encuentra lo de siempre: un colchón tirado en el piso y a su perro encima. Enciende el proyector para ver una película. Perfect day. Se tira al lado de Carnaval, da las primeras pitadas mirando el cielo.

domingo, 7 de octubre de 2012

volar

En una de las peores noches de su vida Arthur ve una película animada; en el sentido de que son dibujitos y no actores, se entiende. Arthur se mira las pantuflas y piensa en las cosas que lo atan. Se pregunta por qué cuando está parado en su terraza no comienza a volar, por qué los pies no se le despegan del suelo, por qué sólo pudo llegar a estar en lo más alto de un edificio y no en lo más alto de la Tierra. No se da cuenta de la gravedad del asunto, diría alguien a quien le cae una manzana en la cabeza y queda como drogado de sidra.
Arthur se siente mal. Es como si otra persona apenas más flaca que él estuviera dentro de su cuerpo, y constantemente le pregunte, desde su interior, cosas que Arthur no quiere escuchar.
No está enfermo, y eso lo fastidia. No sabe por qué, pero está en una mala noche. Y quiere encontrar la explicación en dolores físicos que no siente, en líneas de fiebre que no tiene, en ruidos y olores inexistentes.
Se mete dos dedos en la garganta, intenta sacar al monstruo que habita y retumba en su interior. Vomita. Y antes de que termine la película, se queda dormido (clavado) en el colchón de la terraza.

viernes, 5 de octubre de 2012

dos párrafos

Este primer párrafo debería tener una sola oración. Podría ser: muchas veces no nos damos cuenta de que lo que nos salva la vida es lo mismo que lo que nos mata. O: nuestro destino, para bien o para mal, está en manos del partero. O: el que nos da la vida puede quitárnosla. O, por qué no: sólo puede estar triste quien conoce la felicidad. O: los (elementos, personas, momentos) dueños de nuestra felicidad son los que deciden sobre nuestra tristeza. O: como el tipo que decía que había que cuidar el agua y murió de sed o ahogado. O, también: la clase media se las ingenia para siempre encontrar un drama donde no lo hay. O: a esta altura no sorprende la debilidad del hombre por lo metafísico. O: generalmente las boludeces más insólitas son las que regulan los sentimientos del burgués. O: porque todas las necesidades naturales y culturales tienen un punto justo. O: porque valoramos las cosas recién cuando las perdemos. O: nos engañamos a nosotros mismos, cuánto de mentira hay en cada recuerdo. O: sin la muerte la vida no tendría sentido. O: el ser humano tiende a hacerse el que no le preocupa el final. O: la histeria es parte de la condición humana. O: cuesta menos decir fui feliz que estoy contento.
Y Arthur, que ni se imagina todas estas cosas pero que de algún modo las siente, esta noche está llorando porque recuerda y extraña a Anabella.

martes, 18 de septiembre de 2012

con Carnaval

La pelota pica en el piso, luego en la pared y no vuelve a picar en el piso. A veces pica una vez en el piso y ya no vuelve a picar. Otras veces no pica nunca. Arthur tira la pelota una y otra vez. Carnaval corre siempre igual de cansado, siempre igual de entusiasmado, como perro con una cola larga que se agita para todos lados. La pelota sale de entre los dientes de Carnaval, que apenas la deja mira a su dueño sin mover la cabeza, como levantando las cejas. Aprovecha para tragar. Saca la lengua. Ladra una vez, dos. Arthur lo mira y le dice: traela acá. Carnaval obedece. La pelota está llena de baba; a Arthur no le importa, la agarra y la tira. Cada tiro es una persona de esta ciudad, piensa Arthur. Trata de hacer carambola. La tira alto para que Carnaval la atrape antes de que toque el suelo. Amaga a tirarla y cuando el animal sale corriendo la arroja para otro lado. La encesta en una maceta alta. La empuja levemente, cosa que dé cuatro o cinco vueltas en cámara lenta. La pica un par de veces. La esconde debajo del colchón. La suelta en el aire y al instante le pega con un palo de escoba. Y siempre –siempre- Carnaval la apresa y la lleva masticándola hasta las manos de su amo, que le dice “buen chico” aunque sabe que no es un chico y sabe, al mismo tiempo, que –aunque crezca y ya pese más de treinta kilos y haya que comprarle una bolsa distinta de comida, aunque sus colmillos ya midan más de dos centímetros, aunque al moverse con la torpeza de quien todavía no está acostumbrado a su propio cuerpo se lleve cosas por delante, aunque si no hay pelota de por medio pueda pasarse días enteros durmiendo, aunque en cada paseo se quiera montar a todos los de su especie- Carnaval nunca dejará de ser un niño o más bien un cachorro. Arthur sabe lo que significan esos lengüetazos, esos golpes con la cola, esos ladridos amistosos. Y, por sobre todas las cosas, sabe que en ese ir y venir de la pelota, que parece un gesto tonto e instintivo, se esconde un pacto de confianza y amistad. Sabe que ahí estará Carnaval, para cuidarlo y protegerlo hasta que la muerte los separe.

viernes, 24 de agosto de 2012

el mismo de siempre

Todos en algún momento cambiamos radicalmente nuestras vidas (y hacemos cosas que jamás pensábamos que íbamos a hacer, cosas que quizás antes repudiábamos, y nos vemos preguntándonos qué pensaría tal si supiera lo que estoy haciendo ahora, y estamos convencidos de no querer volver hacer lo que hacíamos) hasta que algo nos retrotrae a eso que fuimos antes del cambio y nos damos cuenta de que nuestro cambio radical no había sido tan radical. Algo parecido le pasa a Arthur cuando está viendo Bob, el jugador. En la vida de Arthur hay etapas muy marcadas. A veces se avergüenza de lo que alguna vez fue. Otras veces recuerda con nostalgia su infancia. Ahora está confundido, como mareado, rodeado de nubes grises y negras, un viento que le despeina y enfría los cabellos, Carvanal parado en la puerta, mirándolo como diciéndole qué hacés todavía ahí, no te das cuenta de que se está por caer el cielo, con la garúa que comienza a mojar toda la ciudad como advirtiéndola, por si alguien como Arthur no vio que en todos los noticieros de la tarde anunciaban alerta meteorológica. En ese clima Arthur piensa en todos los Arthur del pasado que hay en él y en cuánto de lo que ahora es él hubo en los que fue en algún momento. Y se sorprende al darse cuenta de que en el fondo no hay muchas diferencias, que, tal como no hay dos primeros amores o dos comidas favoritas, tampoco hay más de un Arthur en todos los Arthur de la historia de su vida.

jueves, 2 de agosto de 2012

se pregunta

Mira a su alrededor. Las hojas de las plantas moviéndose, Carnaval que estornuda, sacude la cabeza y vuelve a dormir, el polvo y el humo que flotan entre el proyector y la imagen, el cielo oscuro y las luces de una ciudad infinita que le recuerda la tranquilidad que transmite el mar por la noche. Y se pregunta. Arthur se pregunta cuánto del significado de cada película está en el contexto en el que se la mira. Reflexiona acerca de los raros mecanismos de la sensibilidad personal, relacionando lo que rodea a un espectador con lo que está viendo en la pantalla, que en este caso es la soledad, que con la presencia del perro se vuelve digna, y el frío que trae el viento pampeano después de recorrer kilómetros hasta chocar con una pared blanca que a estas horas de la noche hace de pantalla. Pero también Arthur se da cuenta de lo estúpido de se ser él, que siempre mira las películas solo, quien pretenda sacar una conclusión coherente de cómo la compañía modifica las interpretaciones del film. Entonces piensa en cuánto de elección hay en esa soledad. Arthur quiere ver las películas solo. Pero por qué piensa en que es posible que estar con alguien viendo una película puede llegar a cambiar algo de lo que ve. Y supone que por eso mismo. Vale decir: no parece elegir ver solo la película sino que siente que sólo viéndola solo puede llegar a no distraer la atención, a concentrarse por completo en lo que mira. Sería una especie de espectador ideal. El que se zambulle plenamente en la obra. ¿Pero qué hay, en verdad, ahí? ¿Amor al cine, fracaso, cobardía, puro goce individual, timidez? No lo sabe o, si lo sabe, nunca se lo contestará.
¿Pensarán en eso los que hacen las películas? El único ejemplo que se le viene a la cabeza es el de los directores de películas porno que se venden/descargan en internet. Esos, aunque muy probablemente se equivoquen, es probable que piensen en tipos solos, gozando frente a su computadora. Pero qué pasa con los otros. Las películas que se anuncian para toda la familia, o para ver en familia, a qué familia se refieren. Lo mismo con las que son para niños o prohibidas a menores de dieciocho años. Supongamos que haya realizadores que piensen en el público que verá el film, ¿piensan éstos en cómo verán sus películas estos presuntos espectadores? ¿Lo subjetivo, en la interpretación, es doble: todo el pasado del espectador (lo que vio, pensó, le dijeron, hizo) más el presente, el/los momento/s en que la ve?
Y de tanto prestar atención al contexto, o sea a lo que lo rodea pero sobre todo a sus pensamientos, se da cuenta de que está mirando una película recién cuando ésta termina. Y la experiencia lo cachetea. Consigue a los golpes una respuesta a muchas de las preguntas que se estuvo haciendo durante todo este tiempo, una respuesta que interroga mucho más de lo que contesta, como si el precio de contestarse todas estas preguntas fuera estar dispuesto a enfrentarse a una mayor cantidad de nuevas y más complejas preguntas. Entonces: si una película termina de tener sentido cuando alguien la ve, en este caso el contexto hizo que Arthur encuentre el sentido precisamente en no haberla visto, ya que mientras la veía prestaba atención a otra cosa, sus ojos veían el film pero con su cabeza miraba, se preguntaba, otras cosas.

lunes, 30 de julio de 2012

cosas

Hace varios días que algo –una angustia que le viene desde las tripas- no lo deja ver una película. Sube a la terraza y siempre encuentra otra cosa para hacer. Así se pasa las noches postergando las películas, regando las plantas, preparándose un té tras otro, bañándose, fumando, leyendo revistas y hasta ordenando la casa.
Esta noche, que se propuso ver sí o sí una película, la proyección duró poco. Es que se aburrió a los quince minutos y prefirió escuchar unos tangos con los ojos cerrados, acostado en la terraza, bien abrigado, sabiendo que detrás de los párpados las estrellas celosas lo mirarán quedarse quieto y solo.

viernes, 13 de julio de 2012

mundos

Amanece. Hace cero grados en Buenos Aires. Una arañita camina por el pómulo derecho de Arthur Gómez. La araña no tarda en llegar a su nariz y lo despierta. El humano, que en este caso es Arthur, se pasa varias veces las manos por la cara, como sacudiendo un polvo que no existe, metiéndose los dedos hasta los nudillos en los ojos. Parece borracho. Le cuesta pararse y reconocer la taza que tiene al lado, la terraza que es su casa, la noche que carga en sus hombros. El pasado, una vez más, es algo tan confuso como unas horas de alcohol. Pero lo que fue no es más que un té y millones de cigarrillos.
En la primera mañana, la que es fría y empuja a Arthur hasta su cama, las colillas rebalsan la taza como hormigas que salen del hormiguero y lo que ayer fue reflexión de fracasos o ideas truncadas, hoy es un fracaso más, una idea borrosa de una noche y una película difícil de digerir y una araña acurrucada sobre un congelado azulejo de alguna terraza de la ciudad.

domingo, 24 de junio de 2012

por agua

Desde su terraza no se ve el mar. Hace muchos años que Arthur no ve agua en su hábitat natural. La recuerda como parte de su pasado, en las variantes desnaturalizadas del presente. Con la nostalgia de algunas vacaciones en algún río de Córdoba, algún barco a Uruguay. A veces abre la canilla de la cocina y piensa en que quizás es la misma agua que alguna vez lo vio barrenar en San Bernardo o hacer sapito en algún lago del sur argentino. Le pasa igual que a un tipo que viaja por toda África y cuando vuelve se pone a trabajar en el zoo de la ciudad y desde entonces sólo ve leones encerrados en sus inmensas jaulas. Lo mismo con Arthur pero donde dice leones debe entenderse agua, donde dice zoo: casa, donde dice África: océano, donde dice vuelve: se encierra, etcétera.
Arthur aprendió a disfrutar de las cosas de la vida real a través del cine. En este momento, por ejemplo, cualquiera que lo viera pensaría que es un loco de mierda que prefiere morirse de frío en una terraza en vez de ver la película adentro, metido en la cama o desde el sofá. Pero Arthur (que tiene las manos ocupadas porque está cortando una manzana con un cuchillo, de hoja grande y opaca, de carnicero, con mango blanco, casi un machete, que está muy afilado y que también le sirve como tenedor ya que una vez que corta una rebanada la pincha con la punta del cuchillo y se la lleva a la boca, como si fuera el mismísimo Cocodrilo Dundee), en cambio, se siente navegando.
Y ahora que hablamos de cuchillos y de aguas, pasemos a lo que importa: Anabella. Arthur disfruta de un sábado a la tarde con ella, preparando los sandwichitos de salame, tomate y queso, preguntándole qué vino llevan, discutiendo porque ella le dice no pensarás ir con esa remera a nuestra tarde romántica y él que le contesta que sí, que esa remera le gusta, que así parece marinero y que además es cábala, le trae suerte, que la usó el día en que aprendió a andar en bicicleta, y ella le dice que es un ridículo, que si no se cambia no va, y él le contesta que no importa la remera, importa lo de adentro y Anabella, en la representación que Arthur se hace de este ir a ver el atardecer al medio del océano, le dice sos un tierno, no me importa cómo te vistas, sólo quiero estar con vos. Y Arthur, en la vida real, a años luz de esa situación ilusoria, en su terraza mirando la película, sonríe contento de estar moviéndose al ritmo de las olas, feliz de haber escuchado lo que quería que ella dijera, chocho de estar sentado en la baranda del barco comiendo su manzana. Hasta que se corta el dedo gordo en una rebanada traicionera y del dolor suelta el cuchillo, que cae al suelo y hace un ruido tan fuerte, tan metálico y que retumba tanto en el silencio de la noche, en la serenidad de la casa de Arthur, que hace que éste recuerde que había puesto el agua para hacerse un té y se dé cuenta de que el ruido no era del eco del cuchillo que caía y golpeaba sino de la pava que silva, que va a tener que esperar un poco más porque antes Arthur tiene que pasar por el baño a ponerse una curita en el dedo. 

sábado, 16 de junio de 2012

muerto de risa

Hace mucho tiempo que Arthur no se reía tanto viendo una película. Le gusta la música, pero sobre todo los ruidos, los efectos sonoros. Está contento. Con una mano agarra el plato y con la otra el tenedor. A veces se queda congelado con el tenedor en el aire porque si presta atención a pinchar la comida tiene que dejar de mirar la película por unos segundos. Y no quiere. Otras veces le pasa que termina de enredar una lechuga, ensartar un tomate, y se queda con el tenedor cargado, temblando, chorreando algunas gotas de aceite que van a parar al colchón, porque no puede comer de tanto que se ríe.
No le importa que Gladys le haya subido del almacén nada más que verduras. Tampoco le importa estar comiendo ensalada y saber que de acá a una semana sólo comerá eso, tal vez alguna tarta. No le importa porque no piensa en eso. Piensa en la película. Ni siquiera piensa en que está pensando en la película. Tampoco piensa en todas las películas anteriores y posteriores a ésta pero que sin embargo están de alguna manera en ella. Sólo la ve. La disfruta. Se caga de risa.
Se emociona con la aventura. La película lo transforma. Generalmente a Arthur le molesta que en las películas que mira aparezca alguien que tenga el mismo nombre que él. En Crimewave uno de los personajes se llama Arthur. Pero esta vez no le jode porque a esa película que lo sacó de una gran depresión sólo comparable con la del 29 en Estados Unidos le debe las casi dos horas de carcajadas.
Incluso está feliz cuando termina la película y repite: ella me quiere.

miércoles, 13 de junio de 2012

cigarrillos

Al mirar una de las mejores películas de Gerard Depardieu, Arthur recuerda la noche en que estuvo preso. Las pocas veces que se acordó de esa noche se sintió mal pero ahora, gracias a la película o al paso del tiempo, lo recuerda como una travesía de joven, lo ve con buenos ojos, se dice que al fin y al cabo no fue tan grave, y hasta saca algo de positivo: fumar un cigarrillo inglés.
Fue en plena guerra. Estuvo prisionero una noche. Una confusión: creían que Arthur era alguien importante. O por aburrimiento: pretendían burlar a la rutina. Lo cierto es que un soldado inglés, en esa noche, en algún momento en que los demás se distrajeron en alguna otra cosa que era más interesante que pegarle al indefenso Arthur, le dio un cigarrillo. Y eso, el cigarrillo, la imagen de sí mismo fumando, es lo único que en realidad recuerda de esa noche. Lo demás lo deduce por los dolores que tenía en la cara, porque recordaba lo incómodo que era fumar con las manos (heladas) atadas en la espalda y por lo que en algún momento le contaron. Y ahora que el recuerdo de esa noche es algo grato, ahora que se acuerda de ese cigarrillo, decide disfrutar de fumar en su terraza. Se sienta en la cornisa, en la baranda, con los pies en el precipicio. Aspira lento y deja que el humo le entre hasta el fondo de su cuerpo. Tiene todo el tiempo del mundo. Disfruta al mirar en una de sus manos un atado casi lleno, mientras el viento sopla y le refresca la pera afeitada y le despeina la melena. Presiente que esa noche va durar mucho más que un cigarrillo.

lunes, 4 de junio de 2012

dulces sueños

El cielo es de un azul impreciso. Las nubes son grises y pasan ocultando a la luna como en las historias de lobos. Abajo, en la Tierra, Arthur termina de ver una película y dice: Jarmusch hace los mejores trávelings de la historia del cine. Y fuma lento escuchando la música. Mira un punto fijo de la pared. Sólo él sabe en qué piensa. Y así deja pasar los minutos. Como examinándolos o disfrutándolos.
Entonces se tira para atrás levemente, haciendo fuerza con el abdomen, largando el último humo de su cigarrillo. Toca las sábanas con la nuca mientras mira el cielo. Se queda dormido. Fundido a negro. Se despierta y es de día. Se pone un diario sobre la cara y sigue durmiendo.
-Te pasas media vida en tus sueños.
-Sí…pero dormir es maravilloso. Y cuando mueras, ya nunca más podrás dormir. O sea que ya no sonarás.

lunes, 28 de mayo de 2012

una buena decisión

Un misterioso cansancio lo domina. Pone una película pero antes de encender el proyector, después de cabecear un par de veces, se queda dormido. Ella lo conoce y deciden escapar juntos. La noche es tranquila. Hay un ruido monótono, debe ser de una fábrica o de los semáforos que cambian de color constantemente. Agarran un auto y se van por la ruta. Hace un poco de frío, aunque no demasiado. Lo que pasa es que Arthur tiene guardada  la ropa de invierno en un placar y todavía sigue saliendo a la terraza en remera. Corre una briza que le hace cruzar los brazos, y la cabeza comienza a inclinársele hacia la izquierda. Alguien los persigue. Arthur se despierta. En el sueño le contaba a una mujer, que ahora no duda de que era Anabella, una película. Pero no recuerda de qué película se trataba. Y la palabra “persigue” sigue flotando en el aire. Logra escucharse a sí mismo en diferido. Lo extraño es que se entera de que dijo esa palabra después de haberla dicho. Y se da cuenta de que hablaba dormido y que su propia voz lo despertó.
Está sentado en el colchón de  la terraza y duda: no sabe si ver o no una película. Tiene ganas de ducharse con agua caliente, tomarse un té, poner algún disco de la orquesta de Troilo y meterse en la cama. Y sólo con imaginarse haciendo esas cosas se convence y saca la película y va para adentro. Pero mientras baja por las escaleras prefiere cambiar el orden de acción y va a la cocina a prepararse un té. Mientras el agua se calienta encuentra, al abrir alguna de las puertas de la alacena, entre los paquetes de fideos y las galletas de arroz, un sobre con un DVD. El sobre dice: Invasión de Hugo Santiago. Arthur se imagina muchas cosas, entre ellas que se trata de la última película de Scorsese mal escrita, que un Hugo Santiago gigante y extraterrestre llegará a destruir el mundo, que la ciudad es invadida por unos pilotos para lluvia de una nueva marca llamada Hugo Santiago, que alguien inventa un país más para jugar al T.E.G., que una plaga en el planeta extermina los apellidos, etcétera. Entonces desecha la idea de la ducha y la cama, se olvida del cansancio que tenía y decide, curioso, ver la película.

jueves, 24 de mayo de 2012

por tierra

Está confundido. La película le da nauseas y al mismo tiempo lo lleva a un equilibrio espiritual que hasta entonces nunca había experimentado. Arthur siente que lo cambiaron. Tiene la sensación de que el que está mirando la película sobre ese colchón, en esa terraza, no es él sino otro que vivió su vida o por lo menos una parecida, una cercana, como si fuera el hermano que nunca tuvo y que ahora, como si nada, le ocupa el lugar. Y otra vez pensar en su familia lo desconcierta. (Se dice para adentro que si la familia tipo fuera de una abuela y un nieto todo esto no le pasaría.) Y entonces vuelve a hacer memoria, recuerda una infancia feliz, una adolescencia un poco dura, pero cuando llega a su juventud no recuerda nada, o casi nada, imágenes borrosas, personas detrás de cortinas semitransparentes y sucias, escenas como de un programa de televisión en algún lugar sin antena. Y cae, como siempre, en los fantasmas de la Guerra de Malvinas y en el accidente de transito.
Pero por otro lado está convencido de que, al mirar una película en la terraza de su casa, está haciendo lo que debe, y cruza las piernas, tira para atrás los hombros haciendo sonar la columna y suelta algunas carcajadas de felicidad. Todo con una seguridad, una convicción que le enorgullece tanto que no le da tiempo a preguntarse de dónde sale, ni dónde quedaron las dudas que hace unos segundos eran miles.
En un momento de lucidez, por ejemplo, se pregunta si no será aquel accidente automovilístico la causa de que ahora aborrezca (¿tema?) salir a la calle. Pero, aunque en su mente aparezcan imágenes de autos chocados y bomberos apagando el fuego, no sabe si el accidente realmente pasó ni a quienes involucró. Es como cuando un niño sabe que San Martín era un tipo que andaba a caballo, que estuvo por las montañas, y quizás hasta lo reconoce en algún cuadro o estatua, pero no sabe bien para qué hizo lo que hizo ni por qué lo nombran todos los adultos ni se pregunta si está bien o está mal que esté en las escuelas y las plazas. Con Arthur es lo mismo. Y ya que estamos con el prócer: lo que él siente al ver You are not i, es lo mismo que debió sentir San Martín al cruzar en camilla los Andes. Mezcla de heroísmo e inconciencia, de valentía y enfermedad, de liberación y condena.

viernes, 18 de mayo de 2012

méxico

Nadie sabe cómo llega a las manos de Arthur un artículo etnográfico de Lomnitz y Lizaur que se llama “Una familia de la élite mexicana. Parentesco, clase y cultura 1820 – 1980”. La cosa que Arthur lo lee y no quiere saber nada con esa familia Gómez de la que hablan las autoras. Le da asco. Y se imagina que tal vez él es parte de esa dinastía pero que de bebé lo trajeron, junto con su abuela, a Buenos Aires y lo abandonaron en cualquier rincón de la ciudad. Pero ¿qué pasaría si no lo hubieran traído? Muy simple, se contesta Arthur, me hubiera salvado de Malvinas pero habría muerto en un ajuste de cuentas, tal vez por alguna mujer. Y ahora se imagina escapándose de una mansión para transitar una infancia rebelde por las calles de la Ciudad de México. Se agarraría a piñas o fumaría o jugaría tardes enteras en la calle con otros chicos. Robaría carteras en la multitud. Molestaría a ciegos y borrachos. Se escondería en los baños públicos femeninos para espiar y asustar a las mujeres que entren. Le tiraría piedras a mendigos y a policías por igual.
Como si estuviera en un descampado del DF, Arthur está sentado en su terraza al lado de un balde de chapa. Cada hoja que termina de leer va a parar, hecha un bollo, al balde donde arden unas maderas que originan llamas amarillas. Alimenta la fogata porque gracias a ella puede ver lo que lee, y además porque en esta noche de otoño corre un viento fresco y quiere tener el cuerpo caliente cuando en minutos se ponga a ver una película de Buñuel.

lunes, 7 de mayo de 2012

en las nubes

Una vez alguien dijo algo así como que los países son como las paredes. Ambos se descascaran, se ensucian, hasta que viene alguien que se encarga de restaurarlos, pintarlos. Siempre se están cayendo y levantando países y paredes. Tanto unas como los otros existen para separar, son invenciones que los seres humanos crearon en su afán de dividirse, diferenciarse unos de otros. Y esa metáfora viene bien para describir el presente de Arthur. Porque si las paredes son países, el edificio es la Tierra y Arthur está en el cielo. La terraza: único lugar del planeta en el que no hay países. El mundo pasa debajo de él, países se rompen, se agujerean, se refaccionan, se empapelan, mientras él continúa indiferente. Le llega una carta del consorcio, habrá reunión de inquilinos el martes a las 18 horas, piden que por favor asista, por lo menos, un representante por departamento porque se tratará un tema fundamental. La reunión de consorcio es como un congreso de la ONU o el G8. Y Arthur no está en condiciones de intervenir en las decisiones que marcarán el futuro del planeta. El edificio en el que vive, el mundo en el que vive, le es ajeno. Sobre todo hoy, que lo llaman por teléfono, le tiran cartas por debajo de la puerta, le tocan el portero eléctrico, lo va a buscar hasta la puerta de su casa nada menos que el presidente del consorcio. Lo necesitan más que nunca. Es que hasta no tener la firma de todos los propietarios del edificio, no se puede comenzar la construcción de la pileta en el jardín. Y Arthur prefiere las plantas. Piensa que lo de la pileta es una locura, es como querer construir un hotel en la luna.
De todos modos, cuando se despierta el martes a las 23, se pregunta cómo habrá estado, de qué se habrá hablado en la reunión de consorcio. No llega hasta la preocupación pero no puede negar que es una incertidumbre que no se le va de la cabeza. Mientras está en la terraza con una taza en una mano y el control remoto en la otra, piensa en que, cuando le pregunten, lo más inteligente será contestar que tuvo un pequeño accidente doméstico, que se chocó la frente contra el extractor cuando fue a agarrar la pava y que una amnesia temporal hizo que se olvidara de la reunión.

martes, 10 de abril de 2012

piel

Son días tristes en la vida de Arthur. Hace treinta años desembarcaba en las Islas Malvinas. Son días en los que hace cosas sin pensar, en los que todo lo conmueve. Días en los que, incontrolablemente, se entristece y alegra como quien abre y cierra los párpados.
Mira una película en la que la protagonista, nada menos que Jane Asher, muere en una pileta vacía. La escena es intensa, a Arthur le llega hasta lo más profundo. Se le pone la piel de gallina. Pero antes de ver la escena de la pileta, Arthur está feliz porque la película no le deja pensar en otra cosa que no sean los veranos en los que fue a la colonia de vacaciones. En los que corría por los pasillos del club, jugaba a la guerra de flotaflotas con Anabella, tiraba un anillo al fondo de la pileta para ver quién lo encontraba, andaba en su bici de carrera, se agarraba a piñas con otros niños, les temía a algunas viejas que se metían en la misma pileta que él. Eran los años en los que, sobre todo debido a que era el rey del ping-pong, parecía un niño como cualquier otro, un niño normal. Y esos años, esa infancia que maldijo y despreció durante tanto tiempo hoy es la causa de la gota que cae, salada, por la piel de su cara.
Arthur quiere ser Arthur, quiere, de alguna manera, volver a ser ese John Moulder Brown que alguna vez supo ser, aunque esto jamás lo reconocerá, y se conformará con la terraza, con las películas, con tomar té y jugar con Carnaval. Pero en estos días todo es distinto. Arthur está muy sensible. Se emociona por cualquier cosa. De lo más pequeño hace un mundo. Ahora come un durazno en la terraza, pensando en la película que acaba de ver, en lo fuerte que fue pasar del recuerdo feliz de su infancia al doloroso final de la película. Mientras mastica, imagina que en su mano, en vez de una fruta, está la teta de su amada, Anabella. Que la piel del durazno es la piel de Anabella. Y Arthur se banca la pelusa, faltaba menos. Y los cachetes de su cara están rojos, tibios; la piel cada vez más caliente. Y cuando empieza a disfrutar del placer, en el momento en el que comienza la erección, en un mordisco apresurado, se muerde el labio inferior. Todo se congela repentinamente. Arthur se la agarra con el durazno: lo tira lejos, cae en la terraza de un edificio vecino. Y ahora todo es dolor. Llora, pero no le salen las lágrimas. Y ahora la gota es de sangre.

miércoles, 28 de marzo de 2012

dos

Como siempre, nuestro querido Arthur Gómez sube a la terraza de su casa y se pone a ver una película. Una película de la que dentro de unas horas dirá que es dura pero que le gustó porque le recordó lo buena que fue su abuela con él durante su infancia. Pero recién ahí, viendo el amanecer desde la ventana de la cocina, calentándose las manos con la taza de té, pensará en el la película. Porque el resto de la noche tendrá la cabeza en otro lado. Es que esta vez él no eligió ni proyectó la película. Lo que sucedió fue que Arthur subió a su terraza para ver un clásico que hacía tiempo tenías ganas de ver. Era de noche y la ciudad estaba como alterada. Luces que se prendían y apagaban, ruidos de sirenas y bocinas, gritos, insultos. Pero el clima era agradable y Arthur estaba de buen humor.
Entonces decidió ir hasta la cornisa para ver a qué se debía tanto ruido, tanto movimiento, y por un instante temió que se tratara de un eclipse, que en realidad fueran las cuatro de la tarde o las diez de la mañana y que, salvo por la oscuridad apagada con luces eléctricas, se trate de un día de semana cualquiera. Pero de ese pensamiento se olvidó cuando miró hacia el edificio de enfrente. Es que en él Arthur vio que muchos departamentos tenían las luces prendidas. Y en una ventana había una luz tenue, que iluminaba el ambiente con una suavidad verde o marrón. Junto a la ventana había una mujer. Estaba sentada en un sillón, de espaldas a la ventana, a Arthur, que se maravillaba por lo bien que quedaban los pelos dorados de la mujer al lado de la cortina amarilla que colgaba en los costados de la ventana. Entonces, en algún momento, ya sin temor y nervioso, sin sentir el frío que se incrementaba alocadamente, como si las horas fueran meses y el invierno lo sorprendiera en mangas cortas, Arthur va hacia un extremo de su terraza y se da cuenta de que la mujer estaba mirando una película. Y sin pensarlo demasiado decide verla con ella, en una compañía que lo acompañará hasta el amanecer, cuando interrumpa sus pensamientos diciendo en voz alta algo así como me gustó la película porque me hace acordar lo buena que fue mi abuela conmigo durante mi infancia.

miércoles, 14 de marzo de 2012

noche intelectual

Es extraño. La película cuenta el final de una pareja y el final de la película muestra a la pareja haciendo el amor en la arena, en el bunker (curioso: en la trampa) de una cancha de golf. Y Arthur podría ser cualquiera de los personajes, cualquiera de las escenas. Podría ser alguna de todas las palabras, todas las canciones, todas las miradas. Es insólito. Arthur caminando entre sombras, esperando la noche final, que llega y se hace eterna y el final termina siendo todo, desde el principio. Ya no se trata de sentimientos, ni siquiera de dinero. Es (más) profundo. Se podrían mostrar rosas flotando, niños llorando, una vía muerta, enfermos en hospitales, incluso un baile sensual o una ciudad repleta de personajes atrayentes. Pero no. Es confuso. Porque es la cabeza de Arthur. Lo negro lo traga todo, ahora ella sólo es una figura, una ventana de día. Es raro. Porque Arthur la ve, sabe que es Monica Vitti pero igual dice Anabella, se acerca, pero no mucho porque sabe que a pocos pasos de él está el vacío. Prefiere seguir dentro en su contorno, prefiere resignar lo nuevo, quedarse anclado en lo conocido, mirar desde su terraza, otro día que comienza, una mañana más, parcialmente nublada y repleta de pensamientos.

sábado, 10 de marzo de 2012

fiebre

Otra vez es de noche. Llueve. Arthur está con un paraguas, parado en un rincón de su terraza, bajo un techito pequeño, que no llega a cubrirlo del todo, pero para eso tiene su paraguas, de complemento. Desde donde él está parado la película no se ve del todo bien. Por el ángulo desfavorable y porque el agua que cae le tapa la visión y porque no es una buena copia y la peli es del año treinta. Pero Arthur no para de reírse. Está descalzo, se moja los pies, de vez en cuando estornuda. Pero no para de reírse. Se acuerda que él una vez entró a un puterío por equivocación. Tenía cinco años y una señorita muy atractiva le regaló un chupetín. Todavía siente los labios de la puta en su cachete, todavía se acuerda de la mirada de una señora que se sorprendió al ver salir a un niño de ese lugar, alguien que no debería estar en esos sitios y él, un Arthur pequeño y con agallas, le devuelve la mirada, orgulloso, enamorado. Y por seguir mirando a la vieja, al cruzar la calle, esa mañana casi lo atropella un auto. Pero se salvó y cuando llegó a su casa comenzó a decirle a su abuela cosas incoherentes. La abuela pensó que el pequeño Arthur se había vuelto loco, pero él estaba enamorado o tenía una gripe tan fuerte como la que se está agarrando esta noche en su terraza.

jueves, 8 de marzo de 2012

pensándolo bien

Monólogo hallado en el cerebro de Arthur: A veces a mí también me dan ganas de matar a alguien. Como hacen en esta película. Es un sentimiento repentino, incontrolable, que me invade desde que estuve en Malvinas. Pienso en eso y enseguida lo niego, razonando. Pero después tengo miedo, porque tuve ganas de matar a alguien, a cualquiera, y ese es el primer paso para convertirse en asesino. Paso del miedo cero al miedo máximo. Por suerte en esos momentos no tengo una pistola en la cintura. Si la tuviera dispararía como la niña de la película pero yo no me iría para atrás porque peso mucho más que ella.
Ayer, por ejemplo, cuando estaba en el almacén de Gladis esperando a que me atiendan, y veía a toda esa gente, vecinos míos, esperando como yo, me dieron ganas de matar a uno, pegarle un tiro en la cabeza, para ver qué pasaba, cómo reaccionaban los que estaban alrededor, qué pasaría después. Otras veces, cuando estoy solo, en mi casa, me imagino en el silencio de una biblioteca. Me imagino mesas largas ocupadas por gente leyendo, cada una en su libro, y yo entre ellos. Me imagino que no tolero esa calma y me paro y le corto los dedos a uno con un cuchillo y cuando éste comienza a gritar le clavo el cuchillo en el pecho. O me pasa que cierro los ojos y veo cómo le pego un tiro a un perro, que en la película sería el caballo, pero que acá es perro y es chiquitito, no debe pesar más de dos kilos y aturde al ladrar. O también me veo a mi mismo en uno de esos lugares a los que no voy nunca, que están llenos de gente, una cancha de
futbol, un shopping, el centro a hora pico, etcétera. Me veo caminando por entre medio de toda la gente. Me veo frenando en algún momento y viendo cómo cada uno está en la suya sin que les importe lo que pasa alrededor. Y me veo sacando un arma y pegándole un tiro a uno. Y me veo sorprendido porque nadie hace nada, entonces sigo con la matanza hasta que todos enloquecen porque saben que les puede tocar a alguno de ellos. Pero la escena que más se me viene a la cabeza es la del francotirador. En ella yo estoy con un rifle antiguo pero hermoso parado ahí, en ese rincón de la terraza. Son las seis o siete de una tarde de verano. La gente abajo va y viene como si nada. En un momento veo a alguien que no me gusta. Apunto. Escucho el disparo y la veo caer. Veo a todos los que están en la calle corriendo, mirando para todos lados. Y ahí yo me escondo, apoyo la espalda contra la pared y me rio a carcajadas. Y después lloro y me pregunto quién mierda soy yo para matar a alguien.

martes, 28 de febrero de 2012

cumpleaños II

Cuando cumplieron cuatro fue más que especial porque Albertito o su familia habían querido que fuera más que especial. Y de alguna manera, también terminó siéndolo para Arthur. En los cumpleaños de Albertito nadie más que él podía tomar coca-cola, el resto debía conformase con fanta o agua mineral. Y Albertito se paseaba con su coca siempre llena, sin darle a nadie. Había un grupo que era privilegiado, los más amigos de Albertito, que se sentaban en una mesa que estaba en un rincón y que era la única a la que le llegaban las salchichas con mostaza. El resto, los comunes, se paseaban por la enorme y futurista casa, comiendo palitos y papas fritas. En un momento de la fiesta, todos, incluidos Albertito y sus amigos especiales, incluido Arthur, incluida la hermana de Albertito, se sentaban en el inmenso living de la casa cuando llegaba el show de magia. Por eso es que nadie quería perderse esos cumpleaños. Es que el padre de Albertito era famoso: uno de los mejores magos del país; y él mismo, o algún colega de parecido prestigio, se encargaba de realizar el show. Todos los años un show nuevo. Cada vez mejor.
A Albertito, ese año, le regalaron un elefante que entró por la puerta como si nada, seguido de un familiar del cumpleañero y con un cartel en la gigantesca panza, que decía feliz cumple Albert. Esto, por supuesto, indignó a Arthur, que ya venía indignado porque siempre, desde que cumplió lo doce meses de vida, se indignaba para el día de su cumpleaños. Arthur se sentía incómodo, extraño a ese mundo de festejos. Y cuando todos estaban distraídos cortó el cartel que el elefante llevaba en su panza, dejó sólo la letra A y corrió al segundo piso, a esconderse al cuarto de la hermana de Albertito, junto con ésta, que había sido
cómplice de la aventura.

Se hacen las doce y media de la noche. A Arthur le agrada irse a esa hora porque ya no le va a tener que decir feliz cumple a su amigo, cuando lo salude, al salir. La abuela de Arthur le dice a éste que vaya por sus cosas que ya se van. Arthur sale corriendo. Suena el teléfono en la casa y atiende la madre de Albertito y dueña de casa. Es su primo, con el que no hablaba hacía siete años. No lo puede creer, llora, le dice te quiero mucho muchas veces y después sí, sí, ya te paso. Llama a Albert y le dice es su padrino, Jonny. Jonny vive en un lugar muy lejano en donde todavía es el día de cumpleaños de Albert. Y llama para saludarlo. Arthur ve toda esta secuencia, piensa en que el cumpleaños de Albertito sigue mientras que el suyo ya terminó, luego le agarra la mano a su abuela y la arrastra hasta la salida. Se va sin saludar ni dar explicaciones. Todo es tan obvio que lastima. Minutos antes, después de ver cómo una tía de Albertito cantaba a capela el feliz cumpleaños en inglés, Arthur había estado encerrado con la hermana de Albertito, jugando a las cartas y riéndose de la travesura que habían hecho juntos. Y por eso estaba tan contento cuando lo fue a buscar la abuela y por eso saber de la existencia del padrino Jonny fue como un abismo, un tiro en el medio de una sonrisa.
La abuela lo fue a buscar y a Arthur le pareció extraño que no estuviera con la bicicleta. Pero pensó que quizás la había dejado atada afuera, a unas cuadras, para que la pituca familia de Albertito no percibiera las condiciones en las que viven sus invitados. Eso tenían, reflexiona ahora Arthur, las escuelas públicas de mi época. Después se le ocurrió que tal vez la abuela no la había llevado por la hora que era. Y luego concluyó que se la habían robado. De todas maneras, Arthur se aguantó las ganas de preguntar por la bicicleta. Aunque por su cabeza se preguntaba cómo se arreglarían ahora, cómo iría él a la escuela, con qué bici aprendería a andar. Miró a su abuela que se le había adelantado, corrió hasta agarrarle la mano y caminaron, cruzándose toda la ciudad, hasta la casa.
Pero la historia del cumpleaños de cuatro no termina acá. Cuando llegan a la puerta de la casa la abuela le dice a Arthur que no tiene más la bicicleta porque la vendió. Y antes de que pueda preguntar por qué, la abuela le muestra su regalo de cumpleaños: una bicicleta nueva, de su tamaño, de su color favorito, con frenos y portaequipaje trasero. Arthur rebalsa de alegría pero no por mucho tiempo. Sigamos jugando con el tiempo: recordemos que Arthur se puso triste cuando vio al niño en la puerta de su casa. Que este niño le hizo acordar a Albertito. Que al pensar en Albertito y en la actitud de su vecino tomando esa coca-cola, se acordó de su cumpleaños de cuatro. Que a la salida del cumpleaños de cuatro, después de haberse despedido solamente de la hermana de Albertito con un beso en el cachete que jamás olvidó, Arthur se fue con la abuela caminando, pensando en que le habían robado la bicicleta. Que cuando llegaron la abuela le regaló su deseo más deseado, su anhelo más anhelado, su sueño más soñado. Bueno, la tristeza que ahora siente Arthur, después de ir a comprar y ya sin ganas de cocinar, no tiene que ver directamente con todo esto, sino con que la primera vez que uso su bicicleta nueva, impecable, se la robaron a cuatro cuadras de su casa.

lunes, 27 de febrero de 2012

cumpleaños I

Antes de estar mirando cómo hierve el agua en la pava, Arthur entró a su
casa y dejó las bolsas de las compras en la mesada. Antes había subido por el
ascensor con una pareja que se bajó en el tercero y con la que no habló ni una
palabra. Antes, mientras esperaba el ascensor, pasó la portera, le dijo algo y
Arthur ni la miró. Antes, cuando entraba sonriente porque Gladis le había
regalado una banana, le sostuvo la puerta a un nene que iba con su mamá. Y
cruzarse con ellos le cagó el día. Salió a la calle con la idea y las ganas de
cocinar por largas horas y regresó con el ánimo suficiente para prepararse un
té, al que no le pondrá más que miel. Es que Arthur venía tan feliz de la calle
que no le importó tener las dos manos ocupadas de bolsas repletas y les sostuvo
la puerta con un píe, amablemente, casi gustoso, a sus vecinos que acababan de
bajar del ascensor. Pero entre ellos estaban los ya mencionados inquilinos del
2ºB. Con los que hasta ahora no había habido problema aunque tampoco conocía
demasiado, sólo se los cruzó algunas veces en las que se saludaron
desinteresadamente con la mamá mientras que el niño estaba dormido o salía
corriendo sin llamar su atención. Pero a partir de esta vez les hizo la cruz.
Ahora los odia.
La cosa fue que pasó la madre apurada, agradeciendo con una sonrisa fugaz justo
antes de volverse sobre sí para rogarle al hijo que se apurara, que iban a
llegar tarde. Y atrás de ella, segundos después, pasó el niño, conduciendo una
bicicleta con una mano, tomando una coca-cola con una pajita y con un bonete en
la cabeza. El pibe lo miró a Arthur sin sacar su boca de la pajita. Arthur
pensó que se trataba de la siguiente mixtura simbólica: le estaba dando un
piquito infinito a su amada y succionando la teta que hace años debió haber
dejado (y todo el sexo que había en la actitud del niño no lo llevaría a otra
cosa que no sea a chocar, a morder un cordón con la rueda delantera de la
bicicleta y comenzar a dar vueltas en el aire hasta caer de boca al pavimento,
y ahí, por fin, soltaría esa pajita y se convertiría en esqueiter adolecente o
en gay asumido o en las dos cosas). Y acto seguido le hizo una cara, le sacó la
lengua, le mostro los dientes deshechos con restos de banana, se puso bizco, puso
los ojos blancos al tiempo que levantaba las cejas, frunció la nariz. El niño
siguió como si nada. Tomando su coca-cola, mirando hacia adelante. Y esa fue la
imagen traumática. Ese niño, con ese pelo rubio con flequillo desparejo, con
sus cachetes colorados y pecosos, pero, sobre todo, con esa soberbia actitud,
le recordó a Albertito. Y más precisamente el día en que Arthur pasó su
cumpleaños de cuatro en el cumpleaños de Albertito. Y los cumpleaños de
Albertito eran especiales. Esos cumpleaños, que caían el mismo día que el de
Arthur, eran esperados por todos los niños del jardín, debido a diversas
razones. Incluso Arthur, si alguna vez se hubiera ocupado de organizar un
cumpleaños paralelo, hubiese tenido más ganas de ir a la casa de su amigo. Por
la hermana, pero eso ya es otra historia.

jueves, 23 de febrero de 2012

atención

De forma tan repentina como la nada, se incorpora. Por el viento o por
una energía que le viene de algún lugar. Está parado en su colchón, levantando
todo su peso con la fuerza de la punta de los dedos del pie diestro. El otro
está flexionado, como haciendo el cuatro. Efectivamente, no está ebrio. Y
comienza a hacer ese jueguito de tocarse la nariz, alternativamente, con uno y
otro índice. Eso le divierte más que la película que ve. De la que sólo rescata
dos escenas, que aparecen proyectadas en la pared como un lingote de oro
sumergido en el Riachuelo, como los ojos de Anabela perdidos en esta miserable
ciudad. Una es la del viejo del subte, por supuesto. Y la otra es la que
muestra a la madre dándole a probar la torta a su hija, la protagonista, desde
su dedo índice. Dos escenas que Arthur considera magistrales por la forma que
adquieren al mostrar a la perversión como algo cotidiano, rutinario, casi
necesario.
Y esas dos escenas distraen a Arthur que, al verlas, se desploma en el colchón.
Cuando una buena escena lo sorprende le quita toda su concentración y no lo
deja hacer otra cosa que no sea prestarle atención, le chupan la atención esas
vampirescas, parasitarias, escenas. Y Arthur cae con los ojos fijos en la
pared. Pero no hay mucho para ver. Pronto se vuelve a parar en punta de pie,
lento, como levitando, y otra vez se concentra en encontrar la postura
adecuada, el cuatro perfecto, y el movimiento exacto, la velocidad precisa de
los brazos, que parecen no cansarse jamás.

miércoles, 15 de febrero de 2012

reto

Tarda cerca de media hora en subir los pocos escalones que lo llevan a la terraza. No debería hacerlo. Lo mejor, para su salud, dentro de lo que él puede acceder, sería quedarse en su cama, poniéndose hielo en las piernas y en la frente. Es que el domingo le pareció un lindo día y decidió sacar a pasear a Carnaval. Esto no tiene nada de raro, últimamente suele irse con Carnaval a dar unas vueltas los sábados o domingos por la mañana, en una rutina que cada vez le entusiasma más. Pero lo extraño del domingo pasado fue que a Arthur se le antojó el día perfecto para salir a correr con su perro. Corrió más de veinte kilómetros en cinco horas sin parar. Bajó corriendo las escaleras a las 10 am y volvió arrastrándose por el pasillo hasta la puerta del ascensor para estirar el brazo desde el piso y tocar el botón exactamente a las 15:04hs del domingo. Carnaval lo arrastró hasta la cocina y allí se hidrataron. Arthur despertó el lunes al mediodía y comió como si fuera la última vez.
Hace un rato acaba de finalizar el martes y Arthur, ahora, intenta subir las escaleras para llegar a la terraza. No siente la pierna derecha, la otra le duele pero por lo menos reacciona ante sus ordenes. Lleva un sobre con una película entre los dientes. Se arrastra por la pared, subiendo lento, desahuciado, escalón por escalón, como si le hubieran pegado un tiro, como si escapara mal herido a salvar al mundo. Lo persigue "el enemigo americano", con votas texanas y sombrero de cowboy. Tiene que escapar. Tiene que llegar a su terraza. Puede hacerlo. La humanidad depende de él.
Le duele el abdomen, la cabeza le late y no siente una de las piernas. Pero Arthur insiste. Hace dos días que sólo come plantas de lechuga. Lavadas, pero sin cortar ni condimentar. De casualidad (o porque el domingo lo vio entrar al edificio arrastrándose), Gladis pasó por lo de Arthur preguntando si necesitaba algo. Esto fue el lunes al mediodía, a Arthur lo despertaron los golpes en la puerta y no pudo más que escribir “lechuga” en un papel y pasarlo por debajo de la puerta. Esa misma noche recibió un cajón lleno de variadas plantas de lechuga: mantecosa, romana, repollada, iceberg, batavia. Cajón que desde entonces estuvo al lado de su cama, cerca de Arthur, que no tenía más que estirar el brazo, agarrar una planta e ir rompiendo y comiendo hoja por hoja, como quien come papas fritas en su cama.
Y las lechugas dieron su fruto: un Arthur fuerte y valeroso. Lo que la espinaca para Popeye. Arthur llega a la terraza, pone la película y se deja caer en el colchón. Hace calor, está transpirando, le duele todo el cuerpo. Pero llegó. Misión cumplida. Qué comience la función.

domingo, 15 de enero de 2012

una oferta que seguro rechace

Hace varios días le tiraron una revista por abajo de la puerta. En el piso hay muchos sobres, papeles, propagandas de comida a domicilio, cuentas de teléfono, revistas de moda o de supermercados. Muchas de las cosas que están ahí tiradas y que ya conforman como una alfombra de welcome pero del lado de adentro de la casa, que Arthur no levanta por pereza o por no terminar de aceptar lo que pasa afuera, deben ser de vecinos suyos y alguien, tal vez el portero del edificio, tiro por debajo de la puerta por equivocación. Pero la revista que vio hace varias semanas llegar y que recién hoy, por curiosidad, decide levantar, la dejaron para él. Una tarde, cuando compró algunas cosas en el almacén, Gladis le dijo que se enteró que había una revista de cine que iba a dejar de salir en papel. Recién cuando la revista desaparecía (para el mundo de Gladis, porque la revista iba a empezar a salir sólo en digital y Gladis no usa interntet) ella supo de su existencia y ni lo dudó: se la compró a Arthur y se la tiró por debajo de la puerta. Como un regalo, una caricia. A Arthur le agradó en tanto ella había pensado en él. Aunque, por supuesto, este sentimiento no lo demostró, tal vez ni se dio cuenta de que estaba agradecido. Es que odia las revistas que hablan de cine. Son la copia careta, piensa, de las revistas de espectáculo. Todos intelectuales, críticos, periodistas, hablando de espectáculo sin decirle espectáculo y escribiendo nombres y términos de moda. Masturbación intelectual. El cine está para ser visto. Las opiniones, las críticas, las reseñas, las recomendaciones, los análisis, los top ten o las más vistas. Son todas pavadas, nunca hay peleas, internas, discusiones, que no salgan de lo políticamente correcto.
La levanta del piso y se la pone a leer, entonces, pensando en todo lo que lucran con el cine la gente que no hace cine. Y no sólo no hace cine, sino que hablan como si lo hicieran, critican a Marlon Brando como si fueran Alain Delon (lo más parecido a Susana vs. Moria). O sea, en esas revistas aparecen todos los que viven del cine sin hacer cine. Lee, y no puede creer, que hablan sobre El Padrino. Se entera que reestrenan la película en los cines porteños, después de cuarenta años.
Entonces Arthur se imagina yendo a ver la película al cine. Y para eso lee en el diario en qué cine y en qué horario le conviene ir. Se baña, porque hace calor y quiere salir fresco. Sale del departamento y llama al ascensor, ¿y si no funciona? Sale del edificio y una cachetada de calor le genera nauseas. Decide apaciguarlo comiendo un durazno o unas uvas y cruza a la verdulería de enfrente. Mientras nadie venga a matarlo a los tiros, él sigue caminando por la vereda de la sombra, con el durazno chorreando, incontrolable, por los cachetes algo inflados. Camina mirando el piso, no quiere encontrarse con nadie ¿y si alguien le pide un favor? ¿Si alguien le habla tanto tiempo que llega tarde a la función? A propósito: en la parada del colectivo mira varias veces el reloj pulsera sin malla que lleva en el bolsillo. Es que el colectivo no viene y la película empieza a determinada hora, con o sin él. Por fin llega el colectivo. Sube. Paga. Se sienta junto a la ventanilla en los asientos de uno. Sube una señora y el no saber si darle o no el asiento lo angustia tanto que está a punto de bajarse para que ella no crea que se lo deja porque él la juzga vieja o tan gorda que parece que espera un bebe, pero justo otro pasajero se levanta y Arthur decide clavar la mirada afuera del colectivo, por la ventanilla, para ahorrar disgustos. En un semáforo ve todos los autos que tiene alrededor y se imagina a todos los que están adentro de esos autos saliendo con metralletas enormes, todos serios y decididos, cagando a tiros al colectivo donde él está. Piensa en otra cosa rápidamente, para no angustiarse. Pero pronto, en una frenada brusca, se le cruza por la cabeza un accidente de tránsito. Entonces se ve a él mismo en la peor situación: no muerto pero inconciente, internado, sin gente a su lado, sin parientes en el pasillo esperando que se recupere, de hecho: sin gente en todo el hospital. Y la imagen de él mismo en una cama que no conoce mezclada con la tétrica sensación que le generan los edificios vacíos le angustia más que lo del tiroteo desenfrenado. Por eso, y a pesar del calor, decide bajarse del colectivo y caminar las quince cuadras que restan para llegar al cine. En la vereda hay mucha gente caminando, comprando, esperando el colectivo, vendiendo. La gente se lleva por delante a Arthur, no lo ven, como si éste fuera un fantasma, un don nadie. Arthur, un veterano de Malvinas, se pregunta qué hicieron todos estos por la patria. Luego se pregunta: ¿qué patria? ¿La de las cinco familias que hacen lo que quieren con este país? Y deja los pensamientos políticos ahí porque si no le agarran brotes de violencia incontrolables y no sólo no llegará a la película sino que terminará preso por unos días. Arthur ahora se concentra en dos cosas que le preocupan por sobre todos esos pensamientos: 1) sus ganas de hacer pis, y 2) no encontrar el cine, sentirse perdido en la ciudad. Sigue caminando a gran velocidad, acalorado. Ve en la calle a un bebé y se acuerda de su propio bautismo. Se reiría si no tuviera tantas ganas de mear. Hasta que ve un café y decide solucionar sus dos problemas inmediatos. Primero pregunta por el cine y todos son amables y le dicen dónde está. Luego pregunta por el baño y se lo niegan, es sólo para clientes. Se va enfurecido pero apurado. Las indicaciones fueron buenas y llega al cine. Saca una entrada que le cuesta un precio imposible y pregunta por el baño. En el hall hay dos muchachas y tres muchachos haciendo la cola para entrar a ver la misma película que Arthur. Uno de los cinco está imitando a Brando. También hay un señor diciéndole a su hijo de cuatro años que está por ver la mejor película de todos los tiempos. Atrás de ellos un joven tiene puesta una campera de Italia y al lado suyo un tipo con una remera negra que en el pecho dice The Godfather. Arthur entra al baño y tiene ganas de que atrás del inodoro haya una pistola escondida esperándolo.
Rechaza la oferta de la revista, prefiere mirarla en su terraza.

viernes, 13 de enero de 2012

no hay film que por bien no venga

Estaba mirando una película que le aburrió y se durmió. Cuando se levantó estaba como nuevo, de la película no quedaban más que los títulos.
Bajó a la cocina y se puso a cocinar hasta que amaneció.

jueves, 12 de enero de 2012

tresdé

Al salir a la terraza con unos anteojos de sol que encontró en algún cajón y que seguro eran del abuelo, Arthur se acuerda de un tío que todo lo reducía al olfato. Todo, la memoria, la temperatura, las comidas, los lugares, hasta los colores y los sentimientos. Algo huele mal y Arthur se pone a barrer la terraza, que después de las fiestas y el temporal está sucia y desordenada. Encuentra un corcho de champaña y va a adentro, agarra un cuchillo, vuelve a la terraza, se sienta con las piernas cruzadas en el piso y comienza a hacer una mini escultura: la Venus de Corcho (culona, tetona: hermosa). Vuelve a la escoba y el orden. Encuentra una cañita, o lo que llegó a la terraza de lo que alguna vez fue una cañita voladora y que ahora no es más que una varilla de madera. Y el procedimiento es el mismo, salvo que ya tiene el cuchillo. Se sienta y comienza a moldear una punta de lanza. Una vez que queda bien puntiaguda, pinchuda, la prueba primero suavemente con en la yema de su dedo gordo y luego, con más violencia, en la tierra de una maceta. Los resultados son los esperados. Entonces la tira al vacío con mucha fuerza, como queriendo cazar algún ave en pleno vuelo. No se preocupa por el destino de su lanza. Termina de lanzarla y vuelve a la escoba. Barre tierra, hojas, un carozo de aceituna, una tapita de birome. Encuentra un pañal usado, lo agarra con una mano y lo arroja lejos, como con la lanza, sin que le preocupe dónde pueda llegar a caer, como si nada más existiera más allá del perímetro de su terraza. Encuentra un carbón. Lo agarra y comienza a hacer trazos, dibujos en la pared. Por su puesto nadie adivinaría que se trata de caballos. Luego sigue barriendo y encuentra un papel que dice, entre otras cosas, justicia, 30.000 compañeros desaparecidos presentes hoy y siempre. Arthur piensa en que hace treinta mil años alguien, algún humano sensible, pintó animales en las paredes de la Cueva de Chauvet. Vuelve a barrer, pero ya no es lo mismo, se fastidia o aburre y se tira a descansar en el colchón. Sueña con leones, osos, mamuts, lobos y rinocerontes. Se despierta transpirando (en la terraza debe hacer unos treinta grados, pero no es por eso precisamente que traspira) justo en el momento en que soñaba que un oso se ponía en dos patas delante suyo y abría una boca en la que entraría, por lo menos, medio Arthur.
Entonces, como si le hubiesen dicho que el mundo se terminaría en pocos minutos, pone un disco de Troilo y se pone a bailar sobre el colchón de la terraza. Está descalzo, en cuero. Los movimientos son lentos y sugestivos. Arthur está con los ojos cerrados y baila sintiendo la música. Hacen, el y su sombra, una coreografía perfecta.

martes, 10 de enero de 2012

saldo positivo

Arthur se olvida de lo incómodo que es estar viendo una película en ese colchón, con una sábana que se le pegotea en la espalda, sólo porque está divertido. Le da mucha gracia pensar en toda la plata que se habrá gastado en esa película. Explotan cosas, se derrumban edificios, vuelan autos por los aires, actúan miles de personas que deben hacer coreografías, se filma en distintas ciudades y muchos otros efectos y contrataciones costosas. Si tuviera computadora con internet y el hábito de buscar curiosidades en Wikipedia, seguro no le sorprendería ver que el presupuesto de la película fue de 30 millones de dólares. Pero todo ese derroche lo divierte. Además, la gran producción está acompañada de una música que Arthur disfruta sobremanera. No hay nada como escuchar a John Lee Hooker, piensa Arthur mientras lo ve tocar “Boom Boom” en plena calle y luego discutir con otro negro por quién la escribió. El calor no puede destruir el mágico equilibrio de la terraza: diversión (destrucción – un mosquito que pasa a centímetros de la oreja de Arthur + humor) + buena música (buenas voces + discretos bailes) + parodia a la policía = placer.

jueves, 5 de enero de 2012

otro año que termina

Hay muchas cosas que no entiende de la película porque no parece ser una buena noche para estar en la terraza disfrutando de la tranquilidad del cine surcoreano. Todo el mundo parece haberse guardado durante el día para vivir, por lo menos una vez al año, de noche. Sopla un viento de felicidad, de buenos augurios, que llega hasta la terraza y hace sentir mal a Arthur. No puede concentrarse en la película. Los fuegos artificiales confunden la imagen que se ve en la pared, los ruidos de los petardos y cañitas voladoras no dejan escuchar los diálogos, gozar de la buena música. De repente un globo de papel, con fuego en su interior, aterriza en la terraza y Arthur dice: es el colmo. Y decide entrar a la casa. Pero se siente extraño al entrar en su hogar. Está incómodo parado en el living que lo ve pasearse todos los mediodías en calzoncillos. Siente como si estuviera de más, como si los muebles, las paredes, los adornos, el resto de las cosas que hay por la casa lo vieran de mala manera, esperando que en algún momento decida irse a disfrutar esa noche como se debe, que salga a la vereda y brinde con los vecinos. Arthur se siente distinto, raro, otro, al entrar en su propia casa. Y decide no rendirse y desafiar la adversidad: aprovechar las cosas que hay la casa, usarlas como si fuera la primera vez, como jugando a ser Arthur. Entonces ve la paleta de ping-pong y se pone a jugar al frontón, sentado en el piso, contra la pared, hasta que después de un remate, la pelotita rebota fuerte contra la pared y da justo en la frente de Arthur, que se da cuenta de que no tiene la misma habilidad de antaño, pero que, hoy, poco le importa. Luego va al equipo de música y pone un disco de Piazzolla. Se relaja, baila. Abre la heladera y agarra un Paty que sobró de alguna comida, le pone mostaza y se lo come con la mano mientras sigue bailando. Encuentra una cámara de fotos que sabe sin rollo pero al disparar sale el flash, tiene pilas y con eso alcanza. Se autoretrata contra la pared al lado de la foto que cuelga de Favaloro, luego le saca una foto a carnaval, a través de un espejo, a-lo-Vasco Szinetar, y el perro lo mira extrañado pero gustoso. Arthur escucha una voz que dice “te quiero”. Mira hacia donde vino el sonido y ve el portarretratos con la foto de Anabella. Lo alza y baila con ella. Le da un beso y sabe que en algún lugar del mundo Anabella está sintiendo en sus labios los suyos. Arthur se siente un fantasma en una casa que sabe propia pero siente ajena. Y eso le gusta, está cómodo así. Pasa frente al espejo y no se ve. Es invisible: un muñeco que estaba caído se levanta solo, llega hasta al lado del muñeco un pomo de La gotita y se une el brazo con el cuerpo del muñeco. Los objetos flotan en el aire, parecen con vida propia. El muñeco está sanado. Todo el living goza de un orden y de una limpieza que preocuparía al Arthur de cualquier otra noche.
Si no escribe en un papel lo que siente en ese momento y al otro día ve lo que acaba de hacer sin recordar porqué lo hizo, va a tener una crisis importante. Es que ahora Arthur está sentado en el sillón del living, contemplando la ropa tendida, secándose en los respaldos de las sillas. Arthur lavó una por una y a mano toda la ropa que estaba sucia. Y esto no sólo no es común sino que puede llegar a ser preocupante, puede llegar a intervenir en la estable buena salud de Arthur. Pero eso a él ahora no le importa, y decide ponerse el pijama, prepararse un té e irse a dormir temprano.