lunes, 27 de febrero de 2012

cumpleaños I

Antes de estar mirando cómo hierve el agua en la pava, Arthur entró a su
casa y dejó las bolsas de las compras en la mesada. Antes había subido por el
ascensor con una pareja que se bajó en el tercero y con la que no habló ni una
palabra. Antes, mientras esperaba el ascensor, pasó la portera, le dijo algo y
Arthur ni la miró. Antes, cuando entraba sonriente porque Gladis le había
regalado una banana, le sostuvo la puerta a un nene que iba con su mamá. Y
cruzarse con ellos le cagó el día. Salió a la calle con la idea y las ganas de
cocinar por largas horas y regresó con el ánimo suficiente para prepararse un
té, al que no le pondrá más que miel. Es que Arthur venía tan feliz de la calle
que no le importó tener las dos manos ocupadas de bolsas repletas y les sostuvo
la puerta con un píe, amablemente, casi gustoso, a sus vecinos que acababan de
bajar del ascensor. Pero entre ellos estaban los ya mencionados inquilinos del
2ºB. Con los que hasta ahora no había habido problema aunque tampoco conocía
demasiado, sólo se los cruzó algunas veces en las que se saludaron
desinteresadamente con la mamá mientras que el niño estaba dormido o salía
corriendo sin llamar su atención. Pero a partir de esta vez les hizo la cruz.
Ahora los odia.
La cosa fue que pasó la madre apurada, agradeciendo con una sonrisa fugaz justo
antes de volverse sobre sí para rogarle al hijo que se apurara, que iban a
llegar tarde. Y atrás de ella, segundos después, pasó el niño, conduciendo una
bicicleta con una mano, tomando una coca-cola con una pajita y con un bonete en
la cabeza. El pibe lo miró a Arthur sin sacar su boca de la pajita. Arthur
pensó que se trataba de la siguiente mixtura simbólica: le estaba dando un
piquito infinito a su amada y succionando la teta que hace años debió haber
dejado (y todo el sexo que había en la actitud del niño no lo llevaría a otra
cosa que no sea a chocar, a morder un cordón con la rueda delantera de la
bicicleta y comenzar a dar vueltas en el aire hasta caer de boca al pavimento,
y ahí, por fin, soltaría esa pajita y se convertiría en esqueiter adolecente o
en gay asumido o en las dos cosas). Y acto seguido le hizo una cara, le sacó la
lengua, le mostro los dientes deshechos con restos de banana, se puso bizco, puso
los ojos blancos al tiempo que levantaba las cejas, frunció la nariz. El niño
siguió como si nada. Tomando su coca-cola, mirando hacia adelante. Y esa fue la
imagen traumática. Ese niño, con ese pelo rubio con flequillo desparejo, con
sus cachetes colorados y pecosos, pero, sobre todo, con esa soberbia actitud,
le recordó a Albertito. Y más precisamente el día en que Arthur pasó su
cumpleaños de cuatro en el cumpleaños de Albertito. Y los cumpleaños de
Albertito eran especiales. Esos cumpleaños, que caían el mismo día que el de
Arthur, eran esperados por todos los niños del jardín, debido a diversas
razones. Incluso Arthur, si alguna vez se hubiera ocupado de organizar un
cumpleaños paralelo, hubiese tenido más ganas de ir a la casa de su amigo. Por
la hermana, pero eso ya es otra historia.

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