Un tipo está pintando el edificio de enfrente. Está sentado en una tabla
que está sostenida por dos sogas. En los extremos de la tabla cuelgan dos
tachos de pintura. El tipo se balancea de izquierda a derecha, a centímetros del
edificio, casi rozándolo, como acariciándolo con las rodillas, con el fin de
llegar a abarcar la mayor cantidad de pared posible. Cada vez quiere llegar más
lejos, y –el esfuerzo hace que- cuando se columpia para un lado se estira tanto
que parece que va caer hacia el costado, hasta que va para el otro lado, y en
el camino recarga su rodillo, y cuando llega al otro extremo lo mismo, estira
el brazo y apoya el rodillo en la pared, el envión hace el resto. El movimiento
es el de un limpiaparabrisas con vértice arriba; un limpiaparabrisas que en vez
de limpiar, pinta. De un lado al otro. Una y otra vez. Va hacia la derecha,
tira todo el cuerpo para el costado, separa la mitad del culo de la tabla,
estira el brazo, llega hasta debajo del balcón del octavo, parece que no puede
hacer más equilibrio y justo cuando está por caer, cuando parece que ya no hay
salvación, la cuerda comienza a tensarse y él parece como que chocara contra
algo, algo que lo expulsa bruscamente para el otro lado. Lo mismo para el otro
lado, con el brazo cambiado. Pareciera que Arthur ve un partido de tenis o a un
eskeiter haciendo piruetas en una mediatubería.
Son las doce del mediodía. Hace un calor sofocante y la ciudad está invadida
por ruidos de máquinas, bocinas, alarmas. Arthur se quedó dormido en su terraza;
se despertó insolado y hasta el ruido más leve le retumba dentro de la cabeza.
Le costó ponerse de pie. Le duele el cráneo. Está mareado. No piensa en que la noche
anterior vio una de las películas más graciosas de la historia de del cine. Piensa,
en cambio, en tomar mucha soda, en quedarse horas debajo de la ducha. Pero
cuando está por irse de la terraza ve al tipo del edificio de enfrente.
Entonces va hasta el borde se su terraza. Primero no hace más que mirarlo. Después
piensa en que el tipo podría ser más prudente. Y más tarde ve que la soga que
sostiene al pintor roza constantemente con el borde de la cornisa de enfrente.
El tipo: piensa en qué va a hacer cuando termine su horario laboral. Arthur: comienza a gritarle desesperadamente, pero le cuestan
las palabras, siente un ardor atroz en la garganta: está afónico. El tipo:
sigue pintando sin inmutarse. Arthur: está como loco porque ve que en cada
movimiento del tipo la soga se deshilacha más. El tipo: ahora canturrea un
tango que no se sabe muy bien. Arthur: se saca la ojota izquierda y la lanza hacia
donde está al tipo, quiere llamarle la atención, avisarle que la cuerda no da
para más, pero se da cuenta de que no tiene fuerzas. El tipo: “¿Dónde estará mi
arrabal? ¿Quién se robó mi niñez?”. Arthur: agarra una maceta pequeña, la tira hacia
el edificio de enfrente pero ésta –tal como la ojota- cae en la mitad de la
calle.
Por la cabeza de uno ni siquiera pasa la posibilidad de caerse, el otro espera
–impotente y angustiado- ese momento con la certeza de que sucederá tarde o
temprano. De haberse conocido en otro contexto lo más probable es que hubieran
terminado amigos. Ahora es distinto. El tipo: no sabe, ni siquiera sospecha de
la existencia de Arthur. Arthur: se mete en su casa puteado al tipo –sin voz-,
pensando en que prefiere tomarse unas pastillas para dormir antes que verlo
caer. (Podría o debería pensarse en que el tipo es una metáfora de la vida de
Arthur: alguien que en la soledad nunca termina de caer y no sólo no se da
cuenta de eso sino que tampoco se da cuenta de que no está tan solo como cree.
O al revés, que Arthur es una metáfora del tipo: alguien que primero se
desespera por el prójimo pero al darse cuenta en la soledad en la que vive,
prefiere resignarse, no pensar, salir del trabajo, ir a la cantina a tomar
hasta quedar inconsciente. Dos caras de una misma moneda.)