Quiere ser Bill Evans tocando para que cante Mónica Zetterlund, o S. Gainsbourg tocando al lado de Anna Karina, quiere ser Thelonious Monk o Duke Ellington, a lo sumo Martha Argerich o Liliana Felipe, pero es Arthur acariciando a Carnaval. Maldice las horas que desperdició. Horas que suman toda una vida sin aprender a tocar algún instrumento. De todas maneras, es más por maldecir que por sincero arrepentimiento. A Arthur no le molesta llevar la vida que lleva, le molesta que quieran inferir en ella, que haya quienes pretendan que la cambie. Pensando en esto, moviendo los dedos en el lomo de Carnaval, usando a las costillas de teclas, escucha el portero eléctrico. Es Gladis que le trae algunas frutas y leche. Arthur le abre la puerta de abajo diciéndole por el portero que le deje la mercadería en la puerta de su departamento. Cuando escucha el ascensor se queda mirando fijamente la puerta, pidiéndole a todos los dioses del mundo que Gladis no toque el timbre. Gladis no lo toca pero tira por debajo de la puerta tres sobres: uno es una factura de teléfono, otro tiene una película y afuera dice “El aura” y el último sobre dice “Para Arthur” y contiene una serie de papeles. Obviamente que el que más le interesa a Arthur es este último. La película la tira en el canasto de películas que nunca ve y la factura de teléfono a la basura. Arthur se sienta en el sillón del living con la carta en la mano. La mira sin abrirla, trata de adivinar qué contiene, piensa en quién se la pudo haber mandado, maldice que en el lugar donde generalmente se pone el remitente no diga “Anabela”, aunque no sólo no pierde las esperanzas de que sea de ella sino que está convencido que es de ella y por eso, por temor, por infantil nerviosismo, en su afán de no enfrentarse con la realidad, no la abre.
Durante la madrugada de esa noche, Arthur mira Match Point en la tierraza de su casa. Hace un frío inaudito. Arthur debe ser la única persona en toda la ciudad que se queda más de cinco minutos quieto al aire libre en esta noche de invierno. Pero él no le presta atención al frío ni al viento que hace volar filosos cuchillos que se clavan en las orejas, narices y dedos. Arthur ve la película. Pero la rubia le parece muy rubia, el pobre muy poco pobre, los ricos muy ricos y el tenis un gran deporte como para que se lo relate tan banalmente. Maldice no haber jugado nunca al tenis. Sigue con los ojos cada escena de la película pero su cabeza está en otra parte. No le importa la música ni los deportes, piensa en el sobre que dejó en la mesada de la cocina. Su cabeza está ahí, en la cocina, apoyada contra el sobre, como escuchándolo. Oreja, sobre, mesada. Pero no oye nada más que los diálogos de la película. Ahora su boca es un tornado de maldiciones. Maldice la suerte. Maldice el azar. Maldice la dicha. Maldice, también, la incertidumbre, lo desconocido, lo crucial.
Termina la película y decide tomarse un té antes de irse a dormir.
jueves, 30 de junio de 2011
maldice
miércoles, 15 de junio de 2011
mudo
De vez en cuando se interrumpe para tomar un poco de té. Hoy Arthur está muy hablador. Está contento, le encanta Chaplin. También deja de hablar para reírse: muestra todos los dientes, tira la cabeza para atrás, se agarra la panza con las dos manos; pero hay algo en sus ojos, algo que se esconde por detrás de la cara y que asoma en los ojos que da cuenta de la seriedad con la que se ríe.
Arthur está en un rincón del colchón, sentado con las piernas cruzadas, como atadas entre sí. Habla o escucha mirando a su alrededor. La imagen es rara porque todo trascurre sin ironía aparente. Arthur propuso cine debate y ahí está coincidiendo con unos y discutiendo, gritando, enfadándose, con otros. No parece escuchar a los demás, aunque por momentos ponga los codos en los muslos, las manos en la mandíbula y mire fijo para algún lugar, expectante, concentrado. Mueve mucho las manos al hablar. Sólo cuando habla de cine gesticula tanto. Es un apasionado y cualquiera que lo viese se daría cuenta que lo que dice lo siente con el alma.
En un momento Arthur se pone de pie. Voy a preparar la cena, dice. Pide permiso y baja a la casa. Para agasajar a sus invitados decide esmerarse. Saca todas las porquerías que hay sobre la mesa y pone, a modo de mantel, una hoja de un diario que estaba en el piso. Poco a poco, sin darse cuenta, recrea una imagen que acaba de ver. Pone platos, vasos y cubiertos para cinco. Prende dos velas largas. Acomoda las servilletas sobre los platos. La mesa queda impecable. Controla que en la cocina esté todo en orden, no quiere que nada salga mal. Arthur se da cuenta de que no vive muy seguido situaciones como ésta, en la que está tan contento de compartir cosas, momentos, charlas, risas, con otras personas. De repente escucha ruidos en la escalera y le asombra su nerviosismo. Se peina frente al espejo, se arregla el pantalón que tenía algo caído y va a recibir a sus invitados. Cuando llega a la escalera se encuentra con Carnaval, que venía de la terraza. Arthur lo putea y se va a sentar a la mesa a esperar a sus amigos. Al rato los ve llegar, comer, hablar a los gritos, reírse, retomar las charlas que habían tenido en la terraza unos minutos atrás, pararse para brindar, bailar arriba de las sillas.
Pero no tarda en darse cuenta de que de nada sirve imaginarse con alguien. Que es a él mismo a quien miente simulando compañía. La soledad no es estar con la cabeza en los brazos y los brazos en la mesa, mirando a Carnaval como se lame una pata en el silencio de una madrugada eterna. La soledad es todo lo que pasó hasta que llegó a estar así, con las velas derritiéndose, iluminando sin fuerza los platos vacíos.
martes, 7 de junio de 2011
por qué come
No hizo nada en todo el día: se levantó tarde, dio algunas vueltas por la casa, tomó un poco de agua. Todavía no salió afuera por el miedo al frío. Ahora, de madrugada, está tirado en el piso, apoyando la panza en el parqué.
A Arthur, en cambio, le tentó la idea y ahora no puede parar de comer.
Está con los dos codos en la mesada, viendo cómo un fino chorro de agua cae por la canilla. Come una torta gigante que tiene entre sus brazos. De vez en cuando, empalagado, pone la cabeza debajo de la canilla y bebe agua. Una foto de Marcello Mastroianni sale de su bolsillo trasero. Mastroianni parece contento con la casa tal como está. Ropa tirada por todas partes, sábanas y papeles en el piso, resto de comida en cada rincón, el perro tirado inmóvil, boca abajo, en un rincón, un retrato de Anabela con dibujos infantiles alrededor del rostro, la mesa del living repleta de comidas que Arthur había hecho antes de ponerse a ver La gran comilona. Pero lo que lo atrae, lo que le hace perder la cordura, es un autito de colección estacionado justo al lado del retrato de Anabela. El autito es una réplica de un auto antiguo, negro, descapotable. El único juguete que Arthur conserva de su infancia, esos que los arrastras para atrás y salen disparados para adelante. Mastroianni comienza a babear y en el culo de Arthur una laguna azul oscura vertical comienza a expandirse como vino en el mantel. De repente, la foto de Mastroianni en el bolsillo del pantalón de Arthur comienza a moverse. Es el italiano que se lleva un bocado a la boca, que sigue babeando y ahora agrega algún líquido a su boca, que también rebalsa y hace desastres.
Mientras Arthur sigue inclinado en la mesada, Mastroianni continúa mojándole el pantalón. Pero ahora también hay líquido que sale de sus ojos. La escena es totalmente dramática. Marcello Mastroianni (la virgen) llora por falta de minas en el ambiente o, más bien, por lo triste que es ver ese festivo departamento sin mujeres, llora, en realidad, por la lastimosa imagen que genera saber a Arthur tan solo y con tantas ganas de que allí se encuentre alguna mujer.