miércoles, 15 de junio de 2011

mudo

De vez en cuando se interrumpe para tomar un poco de té. Hoy Arthur está muy hablador. Está contento, le encanta Chaplin. También deja de hablar para reírse: muestra todos los dientes, tira la cabeza para atrás, se agarra la panza con las dos manos; pero hay algo en sus ojos, algo que se esconde por detrás de la cara y que asoma en los ojos que da cuenta de la seriedad con la que se ríe.
Arthur está en un rincón del colchón, sentado con las piernas cruzadas, como atadas entre sí. Habla o escucha mirando a su alrededor. La imagen es rara porque todo trascurre sin ironía aparente. Arthur propuso cine debate y ahí está coincidiendo con unos y discutiendo, gritando, enfadándose, con otros. No parece escuchar a los demás, aunque por momentos ponga los codos en los muslos, las manos en la mandíbula y mire fijo para algún lugar, expectante, concentrado. Mueve mucho las manos al hablar. Sólo cuando habla de cine gesticula tanto. Es un apasionado y cualquiera que lo viese se daría cuenta que lo que dice lo siente con el alma.
En un momento Arthur se pone de pie. Voy a preparar la cena, dice. Pide permiso y baja a la casa. Para agasajar a sus invitados decide esmerarse. Saca todas las porquerías que hay sobre la mesa y pone, a modo de mantel, una hoja de un diario que estaba en el piso. Poco a poco, sin darse cuenta, recrea una imagen que acaba de ver. Pone platos, vasos y cubiertos para cinco. Prende dos velas largas. Acomoda las servilletas sobre los platos. La mesa queda impecable. Controla que en la cocina esté todo en orden, no quiere que nada salga mal. Arthur se da cuenta de que no vive muy seguido situaciones como ésta, en la que está tan contento de compartir cosas, momentos, charlas, risas, con otras personas. De repente escucha ruidos en la escalera y le asombra su nerviosismo. Se peina frente al espejo, se arregla el pantalón que tenía algo caído y va a recibir a sus invitados. Cuando llega a la escalera se encuentra con Carnaval, que venía de la terraza. Arthur lo putea y se va a sentar a la mesa a esperar a sus amigos. Al rato los ve llegar, comer, hablar a los gritos, reírse, retomar las charlas que habían tenido en la terraza unos minutos atrás, pararse para brindar, bailar arriba de las sillas.
Pero no tarda en darse cuenta de que de nada sirve imaginarse con alguien. Que es a él mismo a quien miente simulando compañía. La soledad no es estar con la cabeza en los brazos y los brazos en la mesa, mirando a Carnaval como se lame una pata en el silencio de una madrugada eterna. La soledad es todo lo que pasó hasta que llegó a estar así, con las velas derritiéndose, iluminando sin fuerza los platos vacíos.

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