domingo, 27 de noviembre de 2011

querido nanni

Si Arthur fuera mujer estaría enamorada de Nanni Moretti. Pero la realidad es que es hombre, le gustan las mujeres, está enamorado de Anabela, y ahora mira Caro Diario. Le gusta conocer por las películas cosas que él no haría jamás, lugares a los que no iría, personas con las que no hablaría. Por eso está cómodo viendo a Moretti andando en Vespa, mostrando Roma. O viajando por algunas islas italianas. O yendo a infinitos médicos igual de egocéntricos (no hay remedio ni universidad ni laboratorio, piensa Arthur mientras ve la película, que pueda curar la inflamación de los egos de los médicos) que los que se imagina que habrá en Buenos Aires. Todas cosas que Arthur no hace y que no haría jamás, pero que le gustan proyectadas a la pared, en su terraza, tomando té frío, en cuero, escuchando cómo de fondo suena la respiración de Carnaval…

domingo, 20 de noviembre de 2011

mosquito

Nunca lo hubiera imaginado pero estar ahí se vuelve un fastidio tan grande que decide irse.
Es que comenzó a ver Educando a Arizona y la película tomaba una velocidad agradable, el protagonista prometía realizar un papel impecable, la trama era divertida e interesante, pero Arthur no podía controlar su atención, que se perdía por otro túnel. No es que no la viera: su ojos estaban despiertos, apuntando a la pared con imágines, su boca estática, entre sonriente y abierta; pero del cuello para abajo todo era movimiento, incomodidad. Y el clima no tenía nada que ver, porque la noche primaveral era la más acorde para la película que estaba viendo. Su humor también era el indicado, ya que a los pocos minutos de comenzada la película Arthur se encontró con dos cosas le gustan sobremanera: las aventuras de un expresidiario y una historia de amor basada en el secuestro de un bebé. Todo, incluso la serenidad que transmitía Carnaval recostado en espiral al costado del colchón, la noche estrellada con una brisa tenue, el cigarro prendido consumiéndose en el cenicero, todo, desde las ganas de Arthur de no pensar en otra cosa que no sea la película que comenzaba a ver hasta los pocos ruidos que emitía la ciudad en una madrugada de martes, todo, indicaba que esta sería una noche ideal.
Pero hubo algo tan inexplicable como un mosquito volando a 140 metros de altura que rompió con todo ese clima que en apariencia era ideal. Y ese algo inexplicable fue, justamente, no uno sino varios mosquitos sobrevolando la terraza de Arthur.
Primero fue uno y éste lo volvió loco. Se le posaba en un lugar del cuerpo, Arthur se cachetea el antebrazo izquierdo y el mosquito ya estaba en el cuello, se rascaba el cuello y el insecto pasaba planeando entre la película y los ojos de Arthur. Así estuvo un tiempo (insoportablemente) considerable hasta que lo mata y se vuelve a concentrar de lleno en la película. Pero justo un instante después de volver a valorar lo ideal del clima, comienza a sentir que todo el cuerpo le pica: picaduras psicológicas, piensa. Siente que el mosquito que hacía unos segundos estaba vivo dejó secuelas en cada uno de los lugares en los que se posó, los que Arthur advirtió y los otros, que ahora le pican sin un sentido racional aparente. La cosa es que no termina de rascarse el dedo menique de la mano derecha que ya le está picando la oreja izquierda, se mira y tiene una roncha en la panza, a la altura del riñón, se pregunta cómo hizo el mosquito para llegar hasta ahí, lo maldice mientras se rasca una rodilla con una mano y una mano con la otra. Le comienza a picar la cabeza al tiempo que sus piernas comienzan a moverse casi autónomamente, desorientadas, nerviosas. Piensa en la posibilidad de no haber matado del todo al mosquito o que éste haya resucitado y justo en el momento en el que ve el cadáver a su lado, en el colchón, siente el ruido de otro mosquito que parece decido a estrellarse contra su tímpano, como si viniera de algún lejano lugar sólo para ver la cabeza de Arthur por dentro, como avión contra torre gemela o turista en museo o boliviano en aguas caribeñas, pero el mosquito no logra su cometido porque Arthur se roza la oreja con un violento manotazo, que a los reflejos del insecto sucede en cámara lenta. Y ese mosquito, o algún otro, vuelve a insistir pero ahora queriendo entrar por la nariz y Arthur sopla fuerte y hace un gesto como de recién estornudado. El mosquito parece posársele en muchos lugares y Arthur se desespera porque por la poca luz que hay en la terraza y por su insistencia en seguir viendo el film, no puede ver dónde está, ni siquiera cuántos y qué tan reales son.
En la escena en que la pareja del expresidiario y la expolicía, con su nuevo bebé en brazos, desayunan con los amigos prófugos, justo cuando Nicolas Cage se queda unos segundos en silencio y baja la cabeza en una actitud entre fastidiosa y desesperanzada, Arthur se para puteando para todos lados y sin apagar la película sale corriendo de la terraza.

sábado, 19 de noviembre de 2011

barba

Cuando Arthur se pasa la mano por la garganta, siente la nuez en la palma y vuelve a juntar los dedos, en la película se ve el perfil de un Adrien Brody barbudo. Entonces, piensa en que él mismo, tal como está ahora, sin salir y sin afeitarse por algunos días, podría ser un tipo perseguido y escondido en la terraza de cualquier edificio de una gran ciudad. Pero, aunque quisiera, Arthur no es pianista ni judío.
Se rasca suavemente el cachete izquierdo. Le da placer sentir los pelos duros, pinchudos, en las yemas de sus dedos. Entonces se acaricia el mentón, llega hasta el otro cachete y sonríe cuando se da cuenta de que no le está prestando atención a la película por tener la cabeza puesta en los leves movimientos que hacen sus cinco dedos al agarrar a la mandíbula inferior. Le da gracia imaginarse con una barba gigantesca aunque sabe que cuando termine el film se irá a afeitar.

lunes, 14 de noviembre de 2011

la mejor picada del mundo

La mejor picada del mundo Arthur la comió ya hace tiempo; aunque a veces la repite en un eructo delicioso. Se la preparó su abuela. En el ’82. El día que volvió de Malvinas, Arthur se tiró a dormir una siesta al mediodía. Sufrió tanto mientras dormía que nunca se lo pudo contar a nadie: siete horas de las más terribles de las pesadillas, esas que se basan en recuerdos que tememos y nos trasladan, como haciendo zapping, a lo cruel de la realidad, a lo triste de la humanidad. Cuando despertó la abuela le había preparado una picada de la gran flauta. La mejor picada que existió en el planeta. Con todo: queso gruyere y mar del plata, mozzarella, aceitunas verdes, negras y con morrones, kikos, jamón crudo y cocido, papas fritas, tomates secos, sardinas, picles, longaniza mercedina, salame tandilense, maníes pelados y con cáscara, sopressatta, lomo ahumado, roquefort y pan casero tradicional y saborizado.
Recordaba esa comida y pensó que no habría nada mejor en el mundo. Hasta que ve a un Al Pacino ciego pedir un habano Montecristo, oler mujeres bonitas (“en este mundo sólo hay dos sílabas que valen la pena: pussy”), manejar una Ferrari y bailar un tango de Gardel y Le Pera. Entonces se retracta, se da cuenta de que hay grandes cosas que aun no hizo, que hay grandes momentos que todavía no vivió. Y al rememorar esos tiempos Arthur se ve más emparentado con Charlie que con el Coronel Slade, por supuesto. Y eso le da bronca. Porque viendo los ojos de Charlie se ve a sí mismo volviendo de la guerra. Viendo a Charlie se da cuanta de que si volviera, de un segundo para el otro, a esa edad, a ese día de hace casi treinta años, repetiría su vida tal como la vivió. Y eso, salvo por la picada que le preparó su abuela y alguna otra cosa más, es lamentable.

domingo, 6 de noviembre de 2011

ellas

Supongamos que exista una persona que sepa todo lo que Arthur hizo durante los últimos diez años de su vida, más o menos desde que no hace otra cosa que no sea subir noche tras noche a su terraza a mirar películas, tomar té, jugar con Carnaval, pensar en Anabela. ¿Con saber todo esto de Arthur, se puede deducir toda su vida? Esto, o algo parecido, se pregunta Arthur. Es que puso una película y justo después de que la cámara muestre los cables, tubos, perillas y máquinas de un hospital Arthur se queda dormido y se despierta para ver los últimos quince minutos del film. A pesar de eso, entiende todo.
Y en todas las mentiras femeninas, en cada buena o mala actriz, inevitablemente, Arthur ve a Anabela. En realidad no es a Anabela a la que recuerda sino un momento de su infancia, un momento que, mirándolo desde el hoy, es simbólicamente determinante. La escena que se le queda flotando en la cabeza y que no lo va a abandonar por varios días, es esta: Arthur y Anabela siendo niños, jugando a cualquier cosa en los jardines del barrio. En algún momento ella se aburre y él no sabe cómo entretenerla para que se quede con él. Haría cualquier cosa con tal de que ese momento dure para siempre y que ningunos de los dos cambie ni crezca ni tenga otra cosa que hacer que no sea mirar al otro, mirarla a ella, con el flequillo despeinado pegado en la frente sudada, las dos trencitas sobre los hombros, las mejillas coloradas, la rodilla con tierra y ese vestido blanco con el que Arthur soñaría tantas veces a lo largo de su vida. Repentinamente, ella le señala unos chicos (más grandes que ellos) que están jugando a la pelota. Ella se acerca a la cancha y él la sigue de atrás sin decir nada. Separados por algunos metros, ante los ojos tímidos de él, ella habla con los chicos más grandes. Les pide jugar y entra uno para cada equipo. Gana 2 a 1 el equipo de Anabela, que hace el gol de la victoria y, sin siquiera despedirse de Arthur, al terminar el partido se va con su equipo a festejar.
De todos modos, hay dos cosas de la película que le gustaron mucho. Una es que a pesar de la trama, a pesar del nombre, la película no le hizo pensar en su madre; pero de esto, por supuesto, no se da cuenta. La otra, que es la que finalmente lo hace sonreír, es el papel de Agrado, ya que inevitablemente le remite a Flor de la V.