viernes, 10 de octubre de 2014

el otro

Arthur sale a comprar frutas y se encuentra con un linyera que hace un par de semanas atrás le había robado, a través de un truco tonto, cazagiles, viveza porteña, veinte pesos, veinte pesos de entonces, de los de antes, de los de hace un par de semanas. Ahora Arthur lo ve comiendo una medialuna en un café. El tipo se da cuenta de que Arthur lo reconoce. Se miran ventana por medio. El tipo niega con la cabeza, Arthur entra al bar y cuando lo tiene agarrado del cuello, cuando está a punto de romperle la nariz de una piña, el tipo le dice “tiene razón”, le dice “tiene razón” (dos veces) y aprieta los labios y los párpados. Entonces Arthur lo suelta, balbucea algo y se va. El tipo lo sigue, es rengo, corre como puede detrás de Arthur hasta que lo alcanza. Cuando llegan a la verdulería dialogan en armonía. Hasta sonríen cuando el otro habla. Están relajados, parecen dos amigos que se les antojó tomar un licuado y salieron a comprar fruta. Arthur habla con el verdulero mientras el linyera se mete cinco o seis tomates en los bolsillos de su gamulán. Después caminan por la vereda hasta que se sientan en el banco de una plaza.
Se quedan un rato largo ahí, abrigados por el sol de la tarde. Arthur saca una radio de uno de los bolsillos de la campera y sintoniza el programa de tango que siempre escucha. En la radio primero hablan unas personas de cosas intrascendentes, después se escuchan una serie de publicidades. Unos minutos después empieza a sonar “Negracha”, y Arthur le dice al linyera que es la orquesta de Pugliese, que escuche con atención. Cuando termina el tema, Arthur apaga la radio y sólo se escuchan los autos que pasan por la calle y algunos niños que juegan a pocos metros. Ya no se hablan como en la verdulería. Pareciera como que ya no es necesario hablar, como si todo estuviera dicho. Sin embargo hay algo que a Arthur le incomoda. Con el codo toca apenas al linyera, le pregunta si le gusta el tango. El otro no contesta. Arthur se arrepiente de haber hecho esa pregunta. Lo mira y no tarda en darse cuenta de que el linyera está muerto. Alrededor de ellos los autos siguen pasando y los niños siguen corriendo. 

lunes, 30 de junio de 2014

números

La vecina de al lado se llama Aurora y tiene más de ochenta años. Es una mujer no tan alta y muy pituca. Una vez por semana una señora va a cortarle el pelo a la casa. Aurora dice que su peluquera, además de ser una maravillosa persona, posee dotes mágicos. Por eso además de entregarle su cabeza, después de que ella le termine de arreglar el pelo, toman té sentadas en el living. Hablan de temas que no les interesan para no entrar en discordia. Clima, fútbol, chismes del mundo del espectáculo. Y para esto, para poder sostener estas conversaciones durante tanto tiempo, a las dos no les queda otra que saber de cada uno de esos temas. Por eso, sólo por eso, Aurora vive con la tele prendida y se baña escuchando la radio. Cuando terminan de tomar el té la peluquera lleva las tazas a la cocina y tiene la obligación de anotar en una pizarra que hay en la heladera seis números de dos cifras. Cuando sale de la cocina Aurora la está esperando en la puerta, le abre y se despiden. No le baja a abrir porque la peluquera tiene llave de abajo.
Arthur no habla mucho con Aurora, y tal vez por eso le caiga bien. Por la culpa de ambos al octavo los vecinos lo llaman el piso de los tocados. Cada vez que se cruzan en el pasillo o en el ascensor hablan de lo mismo: números. Y no porque alguno de los dos sea contador, sino porque mientras Arthur cree en la numerología (y piensa que su vecina tiene algo de bruja), Aurora es una jugadora empedernida. De lunes a jueves la vieja se pasa las noches en el casino. Vuelve a las seis de la mañana, cuando la ciudad se está despertando. El viernes y el sábado se los pasa enteros haciendo cuentas. El domingo juega al Quini, al Loto y al Brinco. Tanto ella como Arthur piensan que en la noche es cuando más se puede pensar, que es en la ausencia de ciudadanos y no en el caos del día donde se percibe la esencia de las ciudades. Son muchas las cosas en las que coinciden, sin embargo cada uno sabe muy poco del otro. Su relación se sostiene a fuerza de los números. Y ambos se sienten bien teniendo eso del otro.
Los dos tienen una actividad nocturna que no pueden dejar. Y los dos tienen un pasado marcado por el dolor y la traición. Por las noches Aurora va al casino y Arthur mira películas, y así ambos intentan construir realidades ajenas en su interior, tratan de escapar de su pasado. Arthur mira una película en la que en una parte un personaje le dice a otro: “Por muy lejos que te vayas, por mucho tiempo que estés afuera, nunca podrás escapar de tu corazón”. Pero en ese momento por prestarle atención a la imagen no llegó a leer los subtítulos. Cuando termina la película Arthur se va de la terraza con más sueño que frío, deja la taza en la pileta de la cocina y cuando va a tirar el saquito de té usado se encuentra con que el tacho está que rebalsa. Sale a tirar la basura y se encuentra con Aurora que está bajando del ascensor. Por los vidrios del pasillo se ve que está amaneciendo. Ella tiene puesto un tapado negro y unos zapatos rojos que brillan, él chancletea las alpargatas y tiene el mismo jogging y el mismo canguro de siempre. Cuando se ven se sonríen. Arthur dice: cero seis, cuarentaidós, setentaicinco. Aurora contesta: Perro, Zapatilla, Payaso. Ambos entran a sus respectivas casas. Se van a dormir después de una noche más en la que a su manera se enfrentaron a eso que nunca van a dejar de ser.

miércoles, 21 de mayo de 2014

la eternidad

Arthur comienza a juntar cajas de cigarrillos como si fueran figuritas. Las imágenes que muestran los paquetes para desalentar el hábito en Arthur generan lo contrario: ahora fuma más. Se compra paquetes y fuma todos los cigarrillos para tener que comprarse otros paquetes y así poder completar el álbum inexistente de imágenes aterradoras de gente muriéndose por culpa del tabaco. La paradoja absoluta llega al extremo: lo único que hoy motiva a la vida de Arthur son las ganas de tener todas esas imágenes y esas imágenes, precisamente, son las que le recuerdan lo cerca que está de la muerte.

sábado, 17 de mayo de 2014

ave fénix

En la madrugada ve una película que trata de un avión que cae en medio del desierto del Sahara y, para sobrevivir, sus pasajeros deciden construir otro, con sus restos.
Ahora es el mediodía posterior y supongamos que en vez de un avión, lo que se cae es el amor y de lo que se trata es armar algo con los deshechos. Ella tiene los codos sobre la mesa, el cuerpo para adelante, la mirada segura. Casi no habla, hace preguntas cortas y concretas. En cambio él, que está enfrente, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en el respaldo de la silla, parece relajado, habla casi todo el tiempo y a partir de la forma en que mueve las manos y por los gestos que hace con la cara podría decirse que está defendiendo algo de lo que no está muy seguro. Lo que es seguro es que algo muy fuerte pasó entre los dos. Muchos años. Ninguno conoció a otra persona que lo haga tomar la decisión definitiva. Ninguno, en realidad, sabe qué siente por el otro; les gustaría tener un diccionario de sentimientos pero algo como eso no existe. (La atracción es innegable, parecen dos imanes que no se soportan pero se dan cuenta de que siempre algo los va unir, más allá de sus voluntades, y no saben qué hacer con eso, como si poco a poco se van resignando y lo único que hacen es pensar de qué manera sobrevivir, cuál es la mejor manera de pasar la vida juntos. Les cuesta reconocer muchas cosas, pensar en el otro y por eso les cuesta estar juntos, salvarse. O quizás es al revés, y saben que existe algo así como el destino y que ya está escrito que deben estar separados, que no son compatibles, pero son tercos y hacen todo lo posible por intentar de diversas maneras estar juntos. Hay algo que no saben y por eso están la mayoría del tiempo tristes, hay algo que los enriquece y que parece obvio pero de lo que ellos no se dan cuenta: son dos.) En el medio de los dos hay una mesa y un esfuerzo más por seguir juntos, un esfuerzo que se rompe cuando, de repente, como si terminara de escuchar lo que sabía que escucharía, ella se para. Se queda unos segundos mirándolo. Y se va. Después de un rato de inmovilidad, él mira para los costados, se limpia las lágrimas. Le pide la cuenta al mozo con un gesto con la mano, como escribiendo en el aire. Paga y sale corriendo. Dobla en la misma esquina en que Arthur vio perderse a la mujer que antes estaba en la mesa.

jueves, 24 de abril de 2014

sobre el arcoíris

-Estoy cansada de estar sola.
-Todo el mundo está solo (...)
Pero es mejor pensar que no se está solo, aunque se esté, que saber que estás solo todo el tiempo…

Pone un pie en la terraza y se arrepiente. El suelo está caliente, le dio el sol todo el día y ahora parece una plancha después de hacer un churrasco. La luna está espectacular y Arthur prefiere salir a dar un paseo. Carnaval mueve la cola, piensa que va a salir pero su dueño ni piensa en él.
Sale solo a caminar por las veredas vacías del barrio. Camina pensando en la cantidad de líneas que ve. Arthur, sabemos, es un tipo sin muchas ambiciones, por lo que las cosas buenas que le suceden nunca estuvieron premeditadas ni fueron obtenidas gracias a un esfuerzo consciente. Al doblar en la esquina se encuentra con un negro que vive en la calle y eso es algo bueno. El tipo tiene una barba tan blanca que parece encendida. Está sentado en el piso, con la espalda apoyada en una cortina de chapa y por más de que hagan casi treinta grados de sensación térmica en la cabeza tiene puesto un gorrito de lana que no le llega a tapar las orejas. Es mucho más flaco que Arthur y tal vez más viejo, aunque nunca se sabe. Arthur cuando lo ve se detiene, el negro le sonríe y le pregunta si quiere que le cuente una historia. Después de aceptar un cigarrillo, antes de que empiece a contar sobre un bandolonista que él iba a ver cuando era joven, hace muchos años, Arthur ya está sentado a su lado. Un gordo que tocaba para personas que todavía no habían nacido. Arthur sabía de quién se trataba pero igual hacía silencio, se limitaba a escuchar, como debe hacerse cuando habla un viejo. A veces, contaba el negro, se caía de la silla en la que estaba sentado mientras tocaba. Arthur se pasaba la mano por la frente transpirada. El alcohol y las drogas lo arruinaron, una vez vi cómo lo sacaban arrastrándolo del escenario. Arthur seguía sin decir nada, sólo movía la cabeza (pensaba que a él le habían contado otra anécdota del mismo músico: una noche estaba tocando en un lugar donde solía tocar y no recuerda más nada, no recuerda que en un momento alguien de la tribuna dijo algo o no paraba de hablar y él le gritó algo y el otro le contestó, no recuerda qué se dijeron, no recuerda que de repente empezaron a volar sillas y botellas, no recuerda que vino la policía y se los llevó a todos, en un momento se despierta y lo único que reconoce es a su mejor amigo y representante sentado al lado, entonces le pregunta dónde están, en la comisaría, dice el otro, y el músico repregunta: a quién vinimos a sacar). Nació mucho antes de lo que debía, no lo soportó. Arthur mató un mosquito que estaba por picarlo en el brazo. Después de un breve silencio el otro comenzó a decir que lo que a él le fascinaba era viajar como si fuera música, Yo soy el efecto doppler (Arthur no sabía que se refería a cuando un sonido cambia desplazándose), dijo y al reírse perfumó la vereda de vino. Siendo muy joven se había ido de Senegal y recorrió gran parte del mundo, más de 27 países, 3 continentes, 69 ciudades. Soy un turista constante, aclaró, estoy permanentemente de vacaciones. Aunque no lo terminó de entender, a Arthur le gustó eso y se dio cuenta de que él tampoco trabajaba.
Arthur dejó que el otro no hablara por unos minutos y le dijo que se tenía que ir a ver una película en la terraza de su casa antes de que amaneciera. Le contó lo de las películas para demostrarle que él también es un viajero, que él tampoco estaba solo. Pero el negro entendió otra cosa. Le dijo que las terrazas son el punto más alto, pero también son el anteúltimo paso del suicida. También dijo: desde la terraza se ve la ciudad como sobre un arcoíris.