Arthur sale a comprar frutas y se encuentra con un linyera que hace un
par de semanas atrás le había robado, a través de un truco tonto, cazagiles,
viveza porteña, veinte pesos, veinte pesos de entonces, de los de antes, de los
de hace un par de semanas. Ahora Arthur lo ve comiendo una medialuna en un café.
El tipo se da cuenta de que Arthur lo reconoce. Se miran ventana por medio. El
tipo niega con la cabeza, Arthur entra al bar y cuando lo tiene agarrado del
cuello, cuando está a punto de romperle la nariz de una piña, el tipo le dice “tiene
razón”, le dice “tiene razón” (dos veces) y aprieta los labios y los párpados.
Entonces Arthur lo suelta, balbucea algo y se va. El tipo lo sigue, es rengo,
corre como puede detrás de Arthur hasta que lo alcanza. Cuando llegan a la
verdulería dialogan en armonía. Hasta sonríen cuando el otro habla. Están relajados,
parecen dos amigos que se les antojó tomar un licuado y salieron a comprar
fruta. Arthur habla con el verdulero mientras el linyera se mete cinco o seis tomates
en los bolsillos de su gamulán. Después caminan por la vereda hasta que se
sientan en el banco de una plaza.
Se quedan un rato largo ahí, abrigados por el sol de la tarde. Arthur saca una
radio de uno de los bolsillos de la campera y sintoniza el programa de tango
que siempre escucha. En la radio primero hablan unas personas de cosas
intrascendentes, después se escuchan una serie de publicidades. Unos minutos
después empieza a sonar “Negracha”, y Arthur le dice al linyera que es la
orquesta de Pugliese, que escuche con atención. Cuando termina el tema, Arthur
apaga la radio y sólo se escuchan los autos que pasan por la calle y algunos
niños que juegan a pocos metros. Ya no se hablan como en la verdulería. Pareciera
como que ya no es necesario hablar, como si todo estuviera dicho. Sin embargo
hay algo que a Arthur le incomoda. Con el codo toca apenas al linyera, le
pregunta si le gusta el tango. El otro no contesta. Arthur se arrepiente de
haber hecho esa pregunta. Lo mira y no tarda en darse cuenta de que el linyera está
muerto. Alrededor de ellos los autos siguen pasando y los niños siguen
corriendo.
viernes, 10 de octubre de 2014
lunes, 30 de junio de 2014
números
La
vecina de al lado se llama Aurora y tiene más de ochenta años. Es una mujer no
tan alta y muy pituca. Una vez por semana una señora va a cortarle el pelo a la
casa. Aurora dice que su peluquera, además de ser una maravillosa persona, posee
dotes mágicos. Por eso además de entregarle su cabeza, después de que ella le
termine de arreglar el pelo, toman té sentadas en el living. Hablan de temas
que no les interesan para no entrar en discordia. Clima, fútbol, chismes del
mundo del espectáculo. Y para esto, para poder sostener estas conversaciones
durante tanto tiempo, a las dos no les queda otra que saber de cada uno de esos
temas. Por eso, sólo por eso, Aurora vive con la tele prendida y se baña
escuchando la radio. Cuando terminan de tomar el té la peluquera lleva las
tazas a la cocina y tiene la obligación de anotar en una pizarra que hay en la
heladera seis números de dos cifras. Cuando sale de la cocina Aurora la está
esperando en la puerta, le abre y se despiden. No le baja a abrir porque la
peluquera tiene llave de abajo.
Arthur
no habla mucho con Aurora, y tal vez por eso le caiga bien. Por la culpa de
ambos al octavo los vecinos lo llaman el piso de los tocados. Cada vez que se
cruzan en el pasillo o en el ascensor hablan de lo mismo: números. Y no porque
alguno de los dos sea contador, sino porque mientras Arthur cree en la
numerología (y piensa que su vecina tiene algo de bruja), Aurora es una
jugadora empedernida. De lunes a jueves la vieja se pasa las noches en el
casino. Vuelve a las seis de la mañana, cuando la ciudad se está despertando. El
viernes y el sábado se los pasa enteros haciendo cuentas. El domingo juega al
Quini, al Loto y al Brinco. Tanto ella como Arthur piensan que en la noche es
cuando más se puede pensar, que es en la ausencia de ciudadanos y no en el caos
del día donde se percibe la esencia de las ciudades. Son muchas las cosas en
las que coinciden, sin embargo cada uno sabe muy poco del otro. Su relación se
sostiene a fuerza de los números. Y ambos se sienten bien teniendo eso del
otro.
Los dos tienen una actividad nocturna que no pueden dejar. Y los
dos tienen un pasado marcado por el dolor y la traición. Por las noches Aurora
va al casino y Arthur mira películas, y así ambos intentan construir realidades
ajenas en su interior, tratan de escapar de su pasado. Arthur mira una película
en la que en una parte un personaje le dice a otro: “Por muy lejos que te
vayas, por mucho tiempo que estés afuera, nunca podrás escapar de tu corazón”.
Pero en ese momento por prestarle atención a la imagen no llegó a leer los
subtítulos. Cuando termina la película Arthur se va de la terraza con más sueño
que frío, deja la taza en la pileta de la cocina y cuando va a tirar el saquito
de té usado se encuentra con que el tacho está que rebalsa. Sale a tirar la
basura y se encuentra con Aurora que está bajando del ascensor. Por los vidrios
del pasillo se ve que está amaneciendo. Ella tiene puesto un tapado negro y
unos zapatos rojos que brillan, él chancletea las alpargatas y tiene el mismo
jogging y el mismo canguro de siempre. Cuando se ven se sonríen. Arthur dice:
cero seis, cuarentaidós, setentaicinco. Aurora contesta: Perro, Zapatilla,
Payaso. Ambos entran a sus respectivas casas. Se van a dormir después de una
noche más en la que a su manera se enfrentaron a eso que nunca van a dejar de
ser.
miércoles, 21 de mayo de 2014
la eternidad
Arthur comienza a juntar cajas de cigarrillos como si fueran figuritas.
Las imágenes que muestran los paquetes para desalentar el hábito en Arthur generan
lo contrario: ahora fuma más. Se compra paquetes y fuma todos los cigarrillos
para tener que comprarse otros paquetes y así poder completar el álbum
inexistente de imágenes aterradoras de gente muriéndose por culpa del tabaco.
La paradoja absoluta llega al extremo: lo único que hoy motiva a la vida de
Arthur son las ganas de tener todas esas imágenes y esas imágenes,
precisamente, son las que le recuerdan lo cerca que está de la muerte.
sábado, 17 de mayo de 2014
ave fénix
En la madrugada ve una película que trata de un avión que cae en medio
del desierto del Sahara y, para sobrevivir, sus pasajeros deciden construir
otro, con sus restos.
Ahora es el mediodía posterior y supongamos que en vez de un avión, lo que se cae es el amor y de lo que se trata es armar algo con los deshechos. Ella tiene los codos sobre la mesa, el cuerpo para adelante, la mirada segura. Casi no habla, hace preguntas cortas y concretas. En cambio él, que está enfrente, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en el respaldo de la silla, parece relajado, habla casi todo el tiempo y a partir de la forma en que mueve las manos y por los gestos que hace con la cara podría decirse que está defendiendo algo de lo que no está muy seguro. Lo que es seguro es que algo muy fuerte pasó entre los dos. Muchos años. Ninguno conoció a otra persona que lo haga tomar la decisión definitiva. Ninguno, en realidad, sabe qué siente por el otro; les gustaría tener un diccionario de sentimientos pero algo como eso no existe. (La atracción es innegable, parecen dos imanes que no se soportan pero se dan cuenta de que siempre algo los va unir, más allá de sus voluntades, y no saben qué hacer con eso, como si poco a poco se van resignando y lo único que hacen es pensar de qué manera sobrevivir, cuál es la mejor manera de pasar la vida juntos. Les cuesta reconocer muchas cosas, pensar en el otro y por eso les cuesta estar juntos, salvarse. O quizás es al revés, y saben que existe algo así como el destino y que ya está escrito que deben estar separados, que no son compatibles, pero son tercos y hacen todo lo posible por intentar de diversas maneras estar juntos. Hay algo que no saben y por eso están la mayoría del tiempo tristes, hay algo que los enriquece y que parece obvio pero de lo que ellos no se dan cuenta: son dos.) En el medio de los dos hay una mesa y un esfuerzo más por seguir juntos, un esfuerzo que se rompe cuando, de repente, como si terminara de escuchar lo que sabía que escucharía, ella se para. Se queda unos segundos mirándolo. Y se va. Después de un rato de inmovilidad, él mira para los costados, se limpia las lágrimas. Le pide la cuenta al mozo con un gesto con la mano, como escribiendo en el aire. Paga y sale corriendo. Dobla en la misma esquina en que Arthur vio perderse a la mujer que antes estaba en la mesa.
Ahora es el mediodía posterior y supongamos que en vez de un avión, lo que se cae es el amor y de lo que se trata es armar algo con los deshechos. Ella tiene los codos sobre la mesa, el cuerpo para adelante, la mirada segura. Casi no habla, hace preguntas cortas y concretas. En cambio él, que está enfrente, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en el respaldo de la silla, parece relajado, habla casi todo el tiempo y a partir de la forma en que mueve las manos y por los gestos que hace con la cara podría decirse que está defendiendo algo de lo que no está muy seguro. Lo que es seguro es que algo muy fuerte pasó entre los dos. Muchos años. Ninguno conoció a otra persona que lo haga tomar la decisión definitiva. Ninguno, en realidad, sabe qué siente por el otro; les gustaría tener un diccionario de sentimientos pero algo como eso no existe. (La atracción es innegable, parecen dos imanes que no se soportan pero se dan cuenta de que siempre algo los va unir, más allá de sus voluntades, y no saben qué hacer con eso, como si poco a poco se van resignando y lo único que hacen es pensar de qué manera sobrevivir, cuál es la mejor manera de pasar la vida juntos. Les cuesta reconocer muchas cosas, pensar en el otro y por eso les cuesta estar juntos, salvarse. O quizás es al revés, y saben que existe algo así como el destino y que ya está escrito que deben estar separados, que no son compatibles, pero son tercos y hacen todo lo posible por intentar de diversas maneras estar juntos. Hay algo que no saben y por eso están la mayoría del tiempo tristes, hay algo que los enriquece y que parece obvio pero de lo que ellos no se dan cuenta: son dos.) En el medio de los dos hay una mesa y un esfuerzo más por seguir juntos, un esfuerzo que se rompe cuando, de repente, como si terminara de escuchar lo que sabía que escucharía, ella se para. Se queda unos segundos mirándolo. Y se va. Después de un rato de inmovilidad, él mira para los costados, se limpia las lágrimas. Le pide la cuenta al mozo con un gesto con la mano, como escribiendo en el aire. Paga y sale corriendo. Dobla en la misma esquina en que Arthur vio perderse a la mujer que antes estaba en la mesa.
jueves, 24 de abril de 2014
sobre el arcoíris
-Estoy cansada de estar
sola.
-Todo el mundo está solo (...) Pero es mejor pensar que no se está solo, aunque se esté, que saber que estás solo todo el tiempo…
Pone un pie en la terraza y se arrepiente. El suelo está caliente, le dio el sol todo el día y ahora parece una plancha después de hacer un churrasco. La luna está espectacular y Arthur prefiere salir a dar un paseo. Carnaval mueve la cola, piensa que va a salir pero su dueño ni piensa en él.
Sale solo a caminar por las veredas vacías del barrio. Camina pensando en la cantidad de líneas que ve. Arthur, sabemos, es un tipo sin muchas ambiciones, por lo que las cosas buenas que le suceden nunca estuvieron premeditadas ni fueron obtenidas gracias a un esfuerzo consciente. Al doblar en la esquina se encuentra con un negro que vive en la calle y eso es algo bueno. El tipo tiene una barba tan blanca que parece encendida. Está sentado en el piso, con la espalda apoyada en una cortina de chapa y por más de que hagan casi treinta grados de sensación térmica en la cabeza tiene puesto un gorrito de lana que no le llega a tapar las orejas. Es mucho más flaco que Arthur y tal vez más viejo, aunque nunca se sabe. Arthur cuando lo ve se detiene, el negro le sonríe y le pregunta si quiere que le cuente una historia. Después de aceptar un cigarrillo, antes de que empiece a contar sobre un bandolonista que él iba a ver cuando era joven, hace muchos años, Arthur ya está sentado a su lado. Un gordo que tocaba para personas que todavía no habían nacido. Arthur sabía de quién se trataba pero igual hacía silencio, se limitaba a escuchar, como debe hacerse cuando habla un viejo. A veces, contaba el negro, se caía de la silla en la que estaba sentado mientras tocaba. Arthur se pasaba la mano por la frente transpirada. El alcohol y las drogas lo arruinaron, una vez vi cómo lo sacaban arrastrándolo del escenario. Arthur seguía sin decir nada, sólo movía la cabeza (pensaba que a él le habían contado otra anécdota del mismo músico: una noche estaba tocando en un lugar donde solía tocar y no recuerda más nada, no recuerda que en un momento alguien de la tribuna dijo algo o no paraba de hablar y él le gritó algo y el otro le contestó, no recuerda qué se dijeron, no recuerda que de repente empezaron a volar sillas y botellas, no recuerda que vino la policía y se los llevó a todos, en un momento se despierta y lo único que reconoce es a su mejor amigo y representante sentado al lado, entonces le pregunta dónde están, en la comisaría, dice el otro, y el músico repregunta: a quién vinimos a sacar). Nació mucho antes de lo que debía, no lo soportó. Arthur mató un mosquito que estaba por picarlo en el brazo. Después de un breve silencio el otro comenzó a decir que lo que a él le fascinaba era viajar como si fuera música, Yo soy el efecto doppler (Arthur no sabía que se refería a cuando un sonido cambia desplazándose), dijo y al reírse perfumó la vereda de vino. Siendo muy joven se había ido de Senegal y recorrió gran parte del mundo, más de 27 países, 3 continentes, 69 ciudades. Soy un turista constante, aclaró, estoy permanentemente de vacaciones. Aunque no lo terminó de entender, a Arthur le gustó eso y se dio cuenta de que él tampoco trabajaba.
Arthur dejó que el otro no hablara por unos minutos y le dijo que se tenía que ir a ver una película en la terraza de su casa antes de que amaneciera. Le contó lo de las películas para demostrarle que él también es un viajero, que él tampoco estaba solo. Pero el negro entendió otra cosa. Le dijo que las terrazas son el punto más alto, pero también son el anteúltimo paso del suicida. También dijo: desde la terraza se ve la ciudad como sobre un arcoíris.
-Todo el mundo está solo (...) Pero es mejor pensar que no se está solo, aunque se esté, que saber que estás solo todo el tiempo…
Pone un pie en la terraza y se arrepiente. El suelo está caliente, le dio el sol todo el día y ahora parece una plancha después de hacer un churrasco. La luna está espectacular y Arthur prefiere salir a dar un paseo. Carnaval mueve la cola, piensa que va a salir pero su dueño ni piensa en él.
Sale solo a caminar por las veredas vacías del barrio. Camina pensando en la cantidad de líneas que ve. Arthur, sabemos, es un tipo sin muchas ambiciones, por lo que las cosas buenas que le suceden nunca estuvieron premeditadas ni fueron obtenidas gracias a un esfuerzo consciente. Al doblar en la esquina se encuentra con un negro que vive en la calle y eso es algo bueno. El tipo tiene una barba tan blanca que parece encendida. Está sentado en el piso, con la espalda apoyada en una cortina de chapa y por más de que hagan casi treinta grados de sensación térmica en la cabeza tiene puesto un gorrito de lana que no le llega a tapar las orejas. Es mucho más flaco que Arthur y tal vez más viejo, aunque nunca se sabe. Arthur cuando lo ve se detiene, el negro le sonríe y le pregunta si quiere que le cuente una historia. Después de aceptar un cigarrillo, antes de que empiece a contar sobre un bandolonista que él iba a ver cuando era joven, hace muchos años, Arthur ya está sentado a su lado. Un gordo que tocaba para personas que todavía no habían nacido. Arthur sabía de quién se trataba pero igual hacía silencio, se limitaba a escuchar, como debe hacerse cuando habla un viejo. A veces, contaba el negro, se caía de la silla en la que estaba sentado mientras tocaba. Arthur se pasaba la mano por la frente transpirada. El alcohol y las drogas lo arruinaron, una vez vi cómo lo sacaban arrastrándolo del escenario. Arthur seguía sin decir nada, sólo movía la cabeza (pensaba que a él le habían contado otra anécdota del mismo músico: una noche estaba tocando en un lugar donde solía tocar y no recuerda más nada, no recuerda que en un momento alguien de la tribuna dijo algo o no paraba de hablar y él le gritó algo y el otro le contestó, no recuerda qué se dijeron, no recuerda que de repente empezaron a volar sillas y botellas, no recuerda que vino la policía y se los llevó a todos, en un momento se despierta y lo único que reconoce es a su mejor amigo y representante sentado al lado, entonces le pregunta dónde están, en la comisaría, dice el otro, y el músico repregunta: a quién vinimos a sacar). Nació mucho antes de lo que debía, no lo soportó. Arthur mató un mosquito que estaba por picarlo en el brazo. Después de un breve silencio el otro comenzó a decir que lo que a él le fascinaba era viajar como si fuera música, Yo soy el efecto doppler (Arthur no sabía que se refería a cuando un sonido cambia desplazándose), dijo y al reírse perfumó la vereda de vino. Siendo muy joven se había ido de Senegal y recorrió gran parte del mundo, más de 27 países, 3 continentes, 69 ciudades. Soy un turista constante, aclaró, estoy permanentemente de vacaciones. Aunque no lo terminó de entender, a Arthur le gustó eso y se dio cuenta de que él tampoco trabajaba.
Arthur dejó que el otro no hablara por unos minutos y le dijo que se tenía que ir a ver una película en la terraza de su casa antes de que amaneciera. Le contó lo de las películas para demostrarle que él también es un viajero, que él tampoco estaba solo. Pero el negro entendió otra cosa. Le dijo que las terrazas son el punto más alto, pero también son el anteúltimo paso del suicida. También dijo: desde la terraza se ve la ciudad como sobre un arcoíris.
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