En la madrugada ve una película que trata de un avión que cae en medio
del desierto del Sahara y, para sobrevivir, sus pasajeros deciden construir
otro, con sus restos.
Ahora es el mediodía posterior y supongamos que en vez de un avión, lo que se
cae es el amor y de lo que se trata es armar algo con los deshechos. Ella tiene
los codos sobre la mesa, el cuerpo para adelante, la mirada segura. Casi no
habla, hace preguntas cortas y concretas. En cambio él, que está enfrente, con
las piernas cruzadas y la espalda apoyada en el respaldo de la silla, parece
relajado, habla casi todo el tiempo y a partir de la forma en que mueve las
manos y por los gestos que hace con la cara podría decirse que está defendiendo
algo de lo que no está muy seguro. Lo que es seguro es que algo muy fuerte pasó
entre los dos. Muchos años. Ninguno conoció a otra persona que lo haga tomar la
decisión definitiva. Ninguno, en realidad, sabe qué siente por el otro; les
gustaría tener un diccionario de sentimientos pero algo como eso no existe. (La
atracción es innegable, parecen dos imanes que no se soportan pero se dan
cuenta de que siempre algo los va unir, más allá de sus voluntades, y no saben
qué hacer con eso, como si poco a poco se van resignando y lo único que hacen
es pensar de qué manera sobrevivir, cuál es la mejor manera de pasar la vida
juntos. Les cuesta reconocer muchas cosas, pensar en el otro y por eso les
cuesta estar juntos, salvarse. O quizás es al revés, y saben que existe algo
así como el destino y que ya está escrito que deben estar separados, que no son
compatibles, pero son tercos y hacen todo lo posible por intentar de diversas
maneras estar juntos. Hay algo que no saben y por eso están la mayoría del tiempo
tristes, hay algo que los enriquece y que parece obvio pero de lo que ellos no
se dan cuenta: son dos.) En el medio de los dos hay una mesa y un esfuerzo más
por seguir juntos, un esfuerzo que se rompe cuando, de repente, como si
terminara de escuchar lo que sabía que escucharía, ella se para. Se queda unos
segundos mirándolo. Y se va. Después de un rato de inmovilidad, él mira para
los costados, se limpia las lágrimas. Le pide la cuenta al mozo con un gesto
con la mano, como escribiendo en el aire. Paga y sale corriendo. Dobla en la
misma esquina en que Arthur vio perderse a la mujer que antes estaba en la
mesa.
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