lunes, 21 de marzo de 2011

Hay tres o cuatro palomas paradas en lo alto del muro. La pared blanca, dibujada con imágenes proyectadas, termina en una línea recta que se interrumpe por esos animales que están como distraídos, que parecen estúpidamente perdidos pero que saben muy lo que hacen. La escena que rompe con el blanco de la pared, ahora, es de una terraza. Y coincide, además, en que hay un hombre y hay palomas. El hombre en la terraza ve al hombre en la terraza y las palomas de la terraza, en un primer momento no registran a las otras palomas en la otra terraza. Pero de repente las que nunca salen de la pared se largan a volar, y son muchas y es hermoso; y las otras, que son tres o cuatro, no entienden al montón de palomas que vuelan libres sin salir de la pared, se asustan y vuelan rápido a alguna parte. Los dos hombres de las dos terrazas quedan solos. O eso podría pensar cualquier ingenuo, ya que uno es por el otro y viceversa.

Luego el mandato del samurái ordena matar sin piedad, y a Arthur le entusiasma la idea. Empieza a creer en El camino del samurai. Coincide. Lee Rashomón. Y no puede aguantar la risa cuando un asesinato se hace a la manera de un dibujito, se retuerce en carcajadas, rodando de un extremo al otro en el colchón. Entiende los códigos, los comparte, por eso termina la peli y decide ir a reflexionar a la bañadera. Pero al querer levantarse siente una mano en un hombro que hace fuerza hacia abajo y no lo deja pararse. Es Jim Jarmusch que le dice, casi sin mirarlo, todavía no terminó. Arthur tampoco lo mira mucho tiempo y quedan los dos mirando la pared donde se proyectan los títulos.
De repente, como es todo en esa noche, comienza otra historia y es en blanco y negro y es de noche en la ciudad y es imágenes en una velocidad y una comunicación que no son reales. Entonces Arthur se queda más tranquilo porque reconoce a John Lurie y presiente otro paraíso, largos viajes en auto y amores silenciosos. Hay desprecio e intolerancia. Hay reviente. Recorre serenamente una calle en lo que será uno de los mejores comienzos jamás vistos. Luego hay esperanza de libertad que se nota en los poros de la piel de Arthur cuando se escucha cantar en la ducha una canción que nunca antes había escuchado pero en su mente ve a Waits, a Lurie y a Benigni cantando como en recreo de escuela primaria, y todos en el patio, incluso él mismo, acompañando la tonta melodía libertaria.
Termina de ducharse y no sabe si vio una, dos o tres películas de Jarmusch. Pero en ese momento es más importante tomarse un té e irse a dormir porque ya está amaneciendo, repentinamente.

martes, 15 de marzo de 2011

Desquiciado amor

Hoy voy a hablarles de Anna, dice Arthur mientras la baba se desprende del labio inferior y moja su musculosa, a la altura de la panza. Quien haya visto, prosigue como si nada, sus ojos, no puede menos que enamorarse. Penetra con una mirada que son años, kilómetros y unas cuantas lucesitas que son suficientes para juntarse en una pintura blanca de una pared, de una terraza, de un edificio, de alguna ciudad muy grande, y traumar para toda la vida a un pobre tipo. Arthur se va a la cocina agarra una tijera, vuelve a pararse frente al espejo del dormitorio y corta el aire que hay entre su mirada de él mismo y el cristal que lo refleja. Hace un rato vio Pierrot, el loco. Anna Karina es lo más dulce que he conocido, dice una y mil veces.

domingo, 13 de marzo de 2011

Resfrío

Pone Pause, se levanta casi corriendo, baja a hacer pis y a agarrar un buzo. Arthur estuvo un tiempo largo aguantándose el frio, después se le sumó las ganas de mear y decidió interrumpir la proyección; algo muy poco habitual en él. El día estaba espléndido y Arthur había estado dentro de su departamento, ocupado en algunos quehaceres domésticos. Aunque, en el mundo de Arthur, sería muy difícil definir “quehaceres domésticos”, por eso conviene reducir la explicación en estos triviales términos, en vez de explicar lo que hizo Arthur durante todo el día. Eran casi las 17 cuando subió a ver la peli. Calculó una temperatura mucho más elevada, pero de todos modos decidió no dar más vueltas. Errónea decisión. Ahora Arthur subía con un buzo puesto, una campera en una mano y un té en la otra. En la pantalla estaba el rostro lastimado de Edward Norton, de perfil. Mirando fijo un teléfono, que es Marla aunque no lo sabe. No sabe nada. Es todo. De fondo la silueta de Brad Pitt, en otro cuarto, con las piernas algo flexionadas y lo brazos extendidos hacia arriba, dando la espalda a la cámara, con el rostro apuntando a una ventana que mostraba un día como el que rodeaba a Arthur, pero ningún paisaje. Se sentó en el colchón con las piernas cruzadas, continuó viendo El club de la lucha mientras tomaba su té con miel.

Al rato se levanta, comienza a pelear contra él mismo. A veces, cuando pega, nota en el contrincante el rostro de su tía, otras el de Anabela, o el de su padre, o el de la vecina, o el de cualquier otra persona tan desconocida como su padre. Cae de espaldas al colchón, mira el cielo y siente que es el único rincón de la tierra que se ha salvado, porque no llego a tocarte, piensa. Empuja el cuerpo desnudo de Anabela hacia afuera del colchón, se seca la sangre, presiona Play y vuelve a ver la película.