Y en todas las mentiras femeninas, en cada buena o mala actriz, inevitablemente, Arthur ve a Anabela. En realidad no es a Anabela a la que recuerda sino un momento de su infancia, un momento que, mirándolo desde el hoy, es simbólicamente determinante. La escena que se le queda flotando en la cabeza y que no lo va a abandonar por varios días, es esta: Arthur y Anabela siendo niños, jugando a cualquier cosa en los jardines del barrio. En algún momento ella se aburre y él no sabe cómo entretenerla para que se quede con él. Haría cualquier cosa con tal de que ese momento dure para siempre y que ningunos de los dos cambie ni crezca ni tenga otra cosa que hacer que no sea mirar al otro, mirarla a ella, con el flequillo despeinado pegado en la frente sudada, las dos trencitas sobre los hombros, las mejillas coloradas, la rodilla con tierra y ese vestido blanco con el que Arthur soñaría tantas veces a lo largo de su vida. Repentinamente, ella le señala unos chicos (más grandes que ellos) que están jugando a la pelota. Ella se acerca a la cancha y él la sigue de atrás sin decir nada. Separados por algunos metros, ante los ojos tímidos de él, ella habla con los chicos más grandes. Les pide jugar y entra uno para cada equipo. Gana
De todos modos, hay dos cosas de la película que le gustaron mucho. Una es que a pesar de la trama, a pesar del nombre, la película no le hizo pensar en su madre; pero de esto, por supuesto, no se da cuenta. La otra, que es la que finalmente lo hace sonreír, es el papel de Agrado, ya que inevitablemente le remite a Flor de la V.
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