jueves, 27 de octubre de 2011

león

Carnaval camina lento, sigiloso. La luna o las imágenes de la película que está viendo Arthur lo iluminan de tal manera que lo hace ver mejor de lo que está. Es decir, Carnaval no es un perro que se caracterice por su gran tamaño, ni por su buena postura, ni por un pelaje brillante, ni por unas uñas parejas y delicadas, ni por tener unos fibrosos músculos. Más bien tirando a todo lo contrario. Pero ahora, mientras camina por alrededor del colchón en donde está Arthur, parece un perro de raza, una raza que, como el resto, produjo el ser humano pero que esta vez, a diferencia de las otras y ayudados por algún milagro de la naturaleza, es a la vista de cualquiera lo más parecido a la perfección. El perro camina con el pecho inflado, sus delicadas patas parecen que saltan obstáculos y sin embargo la columna permanece siempre en línea recta, terminando en una cabeza rígida pero relajada, con un rostro sobrio, con una mirada concentrada y lejana. En una palabra, Carnaval, al caminar, es elegante. Tan elegante e imponente como nunca. Y eso, después de bien entrada la película, después de que Carnaval diera varias vueltas, llama la atención de Arthur. Que interrumpe la película sin detenerla, ignorándola de un instante para otro. Y comienza a ver a Carnaval y éste se da cuenta, pero lejos de ponerse nervioso se entusiasma, se agranda, da una vuelta sintiéndose, sabiéndose, el centro, el fin y la esperanza de un mundo humano que no está acostumbrado a prestarle atención a la naturaleza y que hace todo lo posible para enfrentársele, como esforzándose en querer dejar de serlo, en dejar de ser naturaleza y sin encontrar otra vía que la destrucción de la misma, sin saber que la destrucción de la naturaleza lleva indefectiblemente a la eliminación de la humanidad.
Por eternos segundos Arthur mira y Carnaval es mirado. No pasa más nada en el medio, con eso basta. El resto es vacío, no existe. Hasta que Carnaval decide cambiar el rumbo y en vez de seguir dando vueltas al colchón, encara para uno de los vértices de la terraza. Va hasta el borde con la elegancia intacta, impecable. Y con las cuatro patas en la ancha cornisa que divide la terraza del abismo, entre plantas y macetas, ruge como el león de la MGM. Igual: inclinando la cabeza, abriendo enormemente la boca, mirando para un costado como medio perdido, pestañando, volviendo a rugir cabeceando hacia la izquierda.
Arthur, que un ratito antes, mientras miraba la película, estaba pensando qué era lo que hizo durante 1997, no entiende mucho la situación. Y sigue mirando a su perro y se enorgullece. Lo que pasa, aunque Arthur ni se lo imagine, es que Carnaval está contento porque, como a su dueño, le encanta el tango, y en la película suena Suite Punta del Este, de Piazzolla.

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