lunes, 3 de octubre de 2011

fuma

Pero Arthur no piensa en la salud de los fumadores tanto como en el placer que le da sentir el humo en su boca, dejarlo salir, olerlo y verlo flotar en el aire. Termina la película, no sabe de dónde salió ni cómo llegó a sus manos. Lo cierto es que tiene un Montecristo entre los dedos y se reprocha haber malgastado años de su vida sin haber fumado. El habano es grueso. En uno de sus extremos una ceniza de unos dos centímetros suelta un hilo de humo que se expande hacia arriba. El habano es largo. Su textura es algo irregular, pero da la sensación de ser tan suave como la piel de un bebé. El habano está sujetado. Los dedos de Arthur lo abrazan torpemente, hacen un buen contraste, hasta parecen ser una sola cosa: dedos y cigarro; como alguna raíz de árbol viejo. El habano está babeado. El otro extremo tiene las marcas de los dientes de Arthur, y ahí el cigarro es de un marrón más oscuro, más personal, más húmedo.
Arthur mira el cielo acostado en el colchón de la terraza. Disfruta el momento. No importa más nada. Una mano entre la nuca y la almohada y la otra sosteniendo el Montecristo. El cigarro va hacia la boca. Y todo pasa en segundos. La braza roja; los ojos que se cierran; el pecho que se infla; la luna que brilla; la boca que se llena de humo; los pensamientos de viejos amigos. Luego el humo sale como en soplido de cumpleaños, y el pecho parece que se pincha, y entonces los aromas vuelven a inyectar calma. Pronto todo vuelve a la misma tranquilidad que reinaba unos segundos atrás. Una tranquilidad que podría durar años pero que en Arthur terminará cuando, de tan corto, el cigarro le queme los dedos o los labios y Arthur vuelva a su vida de siempre.

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