jueves, 30 de junio de 2011

maldice

Quiere ser Bill Evans tocando para que cante Mónica Zetterlund, o S. Gainsbourg tocando al lado de Anna Karina, quiere ser Thelonious Monk o Duke Ellington, a lo sumo Martha Argerich o Liliana Felipe, pero es Arthur acariciando a Carnaval. Maldice las horas que desperdició. Horas que suman toda una vida sin aprender a tocar algún instrumento. De todas maneras, es más por maldecir que por sincero arrepentimiento. A Arthur no le molesta llevar la vida que lleva, le molesta que quieran inferir en ella, que haya quienes pretendan que la cambie. Pensando en esto, moviendo los dedos en el lomo de Carnaval, usando a las costillas de teclas, escucha el portero eléctrico. Es Gladis que le trae algunas frutas y leche. Arthur le abre la puerta de abajo diciéndole por el portero que le deje la mercadería en la puerta de su departamento. Cuando escucha el ascensor se queda mirando fijamente la puerta, pidiéndole a todos los dioses del mundo que Gladis no toque el timbre. Gladis no lo toca pero tira por debajo de la puerta tres sobres: uno es una factura de teléfono, otro tiene una película y afuera dice “El aura” y el último sobre dice “Para Arthur” y contiene una serie de papeles. Obviamente que el que más le interesa a Arthur es este último. La película la tira en el canasto de películas que nunca ve y la factura de teléfono a la basura. Arthur se sienta en el sillón del living con la carta en la mano. La mira sin abrirla, trata de adivinar qué contiene, piensa en quién se la pudo haber mandado, maldice que en el lugar donde generalmente se pone el remitente no diga “Anabela”, aunque no sólo no pierde las esperanzas de que sea de ella sino que está convencido que es de ella y por eso, por temor, por infantil nerviosismo, en su afán de no enfrentarse con la realidad, no la abre.
Durante la madrugada de esa noche, Arthur mira Match Point en la tierraza de su casa. Hace un frío inaudito. Arthur debe ser la única persona en toda la ciudad que se queda más de cinco minutos quieto al aire libre en esta noche de invierno. Pero él no le presta atención al frío ni al viento que hace volar filosos cuchillos que se clavan en las orejas, narices y dedos. Arthur ve la película. Pero la rubia le parece muy rubia, el pobre muy poco pobre, los ricos muy ricos y el tenis un gran deporte como para que se lo relate tan banalmente. Maldice no haber jugado nunca al tenis. Sigue con los ojos cada escena de la película pero su cabeza está en otra parte. No le importa la música ni los deportes, piensa en el sobre que dejó en la mesada de la cocina. Su cabeza está ahí, en la cocina, apoyada contra el sobre, como escuchándolo. Oreja, sobre, mesada. Pero no oye nada más que los diálogos de la película. Ahora su boca es un tornado de maldiciones. Maldice la suerte. Maldice el azar. Maldice la dicha. Maldice, también, la incertidumbre, lo desconocido, lo crucial.
Termina la película y decide tomarse un té antes de irse a dormir.

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