jueves, 23 de febrero de 2012

atención

De forma tan repentina como la nada, se incorpora. Por el viento o por
una energía que le viene de algún lugar. Está parado en su colchón, levantando
todo su peso con la fuerza de la punta de los dedos del pie diestro. El otro
está flexionado, como haciendo el cuatro. Efectivamente, no está ebrio. Y
comienza a hacer ese jueguito de tocarse la nariz, alternativamente, con uno y
otro índice. Eso le divierte más que la película que ve. De la que sólo rescata
dos escenas, que aparecen proyectadas en la pared como un lingote de oro
sumergido en el Riachuelo, como los ojos de Anabela perdidos en esta miserable
ciudad. Una es la del viejo del subte, por supuesto. Y la otra es la que
muestra a la madre dándole a probar la torta a su hija, la protagonista, desde
su dedo índice. Dos escenas que Arthur considera magistrales por la forma que
adquieren al mostrar a la perversión como algo cotidiano, rutinario, casi
necesario.
Y esas dos escenas distraen a Arthur que, al verlas, se desploma en el colchón.
Cuando una buena escena lo sorprende le quita toda su concentración y no lo
deja hacer otra cosa que no sea prestarle atención, le chupan la atención esas
vampirescas, parasitarias, escenas. Y Arthur cae con los ojos fijos en la
pared. Pero no hay mucho para ver. Pronto se vuelve a parar en punta de pie,
lento, como levitando, y otra vez se concentra en encontrar la postura
adecuada, el cuatro perfecto, y el movimiento exacto, la velocidad precisa de
los brazos, que parecen no cansarse jamás.

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