jueves, 12 de enero de 2012

tresdé

Al salir a la terraza con unos anteojos de sol que encontró en algún cajón y que seguro eran del abuelo, Arthur se acuerda de un tío que todo lo reducía al olfato. Todo, la memoria, la temperatura, las comidas, los lugares, hasta los colores y los sentimientos. Algo huele mal y Arthur se pone a barrer la terraza, que después de las fiestas y el temporal está sucia y desordenada. Encuentra un corcho de champaña y va a adentro, agarra un cuchillo, vuelve a la terraza, se sienta con las piernas cruzadas en el piso y comienza a hacer una mini escultura: la Venus de Corcho (culona, tetona: hermosa). Vuelve a la escoba y el orden. Encuentra una cañita, o lo que llegó a la terraza de lo que alguna vez fue una cañita voladora y que ahora no es más que una varilla de madera. Y el procedimiento es el mismo, salvo que ya tiene el cuchillo. Se sienta y comienza a moldear una punta de lanza. Una vez que queda bien puntiaguda, pinchuda, la prueba primero suavemente con en la yema de su dedo gordo y luego, con más violencia, en la tierra de una maceta. Los resultados son los esperados. Entonces la tira al vacío con mucha fuerza, como queriendo cazar algún ave en pleno vuelo. No se preocupa por el destino de su lanza. Termina de lanzarla y vuelve a la escoba. Barre tierra, hojas, un carozo de aceituna, una tapita de birome. Encuentra un pañal usado, lo agarra con una mano y lo arroja lejos, como con la lanza, sin que le preocupe dónde pueda llegar a caer, como si nada más existiera más allá del perímetro de su terraza. Encuentra un carbón. Lo agarra y comienza a hacer trazos, dibujos en la pared. Por su puesto nadie adivinaría que se trata de caballos. Luego sigue barriendo y encuentra un papel que dice, entre otras cosas, justicia, 30.000 compañeros desaparecidos presentes hoy y siempre. Arthur piensa en que hace treinta mil años alguien, algún humano sensible, pintó animales en las paredes de la Cueva de Chauvet. Vuelve a barrer, pero ya no es lo mismo, se fastidia o aburre y se tira a descansar en el colchón. Sueña con leones, osos, mamuts, lobos y rinocerontes. Se despierta transpirando (en la terraza debe hacer unos treinta grados, pero no es por eso precisamente que traspira) justo en el momento en que soñaba que un oso se ponía en dos patas delante suyo y abría una boca en la que entraría, por lo menos, medio Arthur.
Entonces, como si le hubiesen dicho que el mundo se terminaría en pocos minutos, pone un disco de Troilo y se pone a bailar sobre el colchón de la terraza. Está descalzo, en cuero. Los movimientos son lentos y sugestivos. Arthur está con los ojos cerrados y baila sintiendo la música. Hacen, el y su sombra, una coreografía perfecta.

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