Amanece. Hace cero grados en Buenos Aires. Una arañita camina por el
pómulo derecho de Arthur Gómez. La araña no tarda en llegar a su nariz y lo
despierta. El humano, que en este caso es Arthur, se pasa varias veces las manos por la cara, como
sacudiendo un polvo que no existe, metiéndose los dedos hasta los nudillos en
los ojos. Parece borracho. Le cuesta pararse y reconocer la taza que tiene al
lado, la terraza que es su casa, la noche que carga en sus hombros. El pasado,
una vez más, es algo tan confuso como unas horas de alcohol. Pero lo que fue
no es más que un té y millones de cigarrillos.
En la primera mañana, la que es fría y
empuja a Arthur hasta su cama, las colillas rebalsan la taza como hormigas que
salen del hormiguero y lo que ayer fue reflexión de fracasos o ideas truncadas,
hoy es un fracaso más, una idea borrosa de una noche y una película difícil de
digerir y una araña acurrucada sobre un congelado azulejo de alguna terraza de la ciudad.
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