Hace mucho tiempo que Arthur no se reía tanto viendo una película. Le
gusta la música, pero sobre todo los ruidos, los efectos sonoros. Está
contento. Con una mano agarra el plato y con la otra el tenedor. A veces se
queda congelado con el tenedor en el aire porque si presta atención a pinchar
la comida tiene que dejar de mirar la película por unos segundos. Y no quiere.
Otras veces le pasa que termina de enredar una lechuga, ensartar un tomate, y se
queda con el tenedor cargado, temblando, chorreando algunas gotas de aceite que
van a parar al colchón, porque no puede comer de tanto que se ríe.
No le importa que Gladys le haya subido del almacén nada más que verduras. Tampoco
le importa estar comiendo ensalada y saber que de acá a una semana sólo comerá
eso, tal vez alguna tarta. No le importa porque no piensa en eso. Piensa en la
película. Ni siquiera piensa en que está pensando en la película. Tampoco
piensa en todas las películas anteriores y posteriores a ésta pero que sin
embargo están de alguna manera en ella. Sólo la ve. La disfruta. Se caga de
risa.
Se emociona con la aventura. La película lo transforma. Generalmente a Arthur
le molesta que en las películas que mira aparezca alguien que tenga el mismo
nombre que él. En Crimewave uno de
los personajes se llama Arthur. Pero esta vez no le jode porque a esa película
que lo sacó de una gran depresión sólo comparable con la del 29 en Estados
Unidos le debe las casi dos horas de carcajadas.
Incluso está feliz cuando termina la película y repite: ella me quiere.
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