Arthur vuelve a salir a la calle después de mucho tiempo. Tal como el adulto
que vuelve a la casa de su infancia y no la reconoce, Arthur después de abrir
la puerta del edificio siente que se confundió de vereda, que esa calle que
está ahí no es la de su casa, tal vez porque el gobierno de la ciudad cambió
las baldosas, tal vez porque una calle cercana está cortada y ahora él ve pasar
colectivos que nunca pasaron por ahí, tal vez porque la última vez que salió no
había hojas en los árboles. Nadie sabe qué será, pero ver a una niña vestida
con un uniforme de escuela privada que camina agarrando la mano de su madre lo termina
de desconcertar. Está por darse vuelta, cerrar de un portazo y correr al
ascensor, pero un instante antes de enloquecerse reconoce el almacén de Gladis,
enfrente. Ahora adjudica los cambios a algo personal. Piensa que los yuyos que
le puso al té de la mañana pueden tener algo que ver. El frente del almacén
está distinto; las letras con luces rojas, la a inclinada, la i que titilaba,
los caños negros a la vista, fueron cambiados por un cartel que ahora Arthur ve
todo rojo, con letras prolijas en blanco, que dice Lo De Gladis, como el
anterior, pero éste también dice
Coca-Cola un par de veces. La vidriera también está cambiada, por eso Arthur,
después de cruzar la calle, entra con prudencia, como tanteando. Pero al
instante Gladis se le cuelga de los hombros: qué bonita sorpresa, usted por
acá. Arthur le explica que está tratando de cambiar, que no quiere molestarla
más, que de ahora en adelante él irá a buscar los productos hasta ahí, que
muchas gracias pero que ya no necesita que le lleve las compras hasta la puerta
de su departamento. (Hacía meces que los únicos contactos que tenía con Gladis
eran bastante indirectos, cuando él le pagaba: le tiraba la plata por abajo de
la puerta y ella le dejaba la caja con las compras. Se decían dos o tres cosas,
puerta mediante, y nada más.) A Gladis le cae bien que Arthur se haya afeitado para
salir. Cree que tiene algo que ver en esa decisión. Se está dejando los
bigotes, le dice. Pero Arthur se incomoda, contesta sin palabras, moviendo la
cabeza. Y sigue ordenando cosas. Se llena de provisiones como si supiera que se
viene el fin del mundo.
Esa misma tarde sale a la calle, otra vez. Apenas abre la puerta de su casa ve que Gladis lo está saludando desde la puerta de su local. Arthur hace una mueca, un gesto que pretende ser cordial, y se va para el otro lado. Quiere correr por la vereda pero se contiene las ganas. Está con Carnaval. Lo lleva al veterinario, a que le den una vacuna. Sigue pensando en las raras actitudes de la almacenera cuando está frente al veterinario, que le dice: usted es un inconsciente, cómo le va a colocar las vacunas así. Es que la última semana, con tal de no salir de su casa, Arthur le pidió a Gladis que le consiga las vacunas para Carnaval, y sin tener ni idea de cómo ni dónde, él mismo colocó las inyecciones. El veterinario lo vuelve a increpar, le pregunta si lo quería matar. Arthur se pone pálido. Se salvó de milagro, continua el veterinario mientras acaricia la pata del perro, cerca de lo que en los hombres es el antebrazo, lugar en donde Arthur pinchó varias veces en los últimos días. Por suerte todo termina bien, Carnaval debe hacer una dieta estricta para limpiar todas las dosis de mala praxis aplicadas por su dueño.
Arthur vuelve a su casa. Está destrozado, fue un día productivo pero agotador. Duerme una siesta en un sillón y sueña que ve a su perro caminando por el techo. Se despierta cuando ya es de noche y come un pancho que había en la heladera. Sube a la terraza. Encuentra lo de siempre: un colchón tirado en el piso y a su perro encima. Enciende el proyector para ver una película. Perfect day. Se tira al lado de Carnaval, da las primeras pitadas mirando el cielo.
Esa misma tarde sale a la calle, otra vez. Apenas abre la puerta de su casa ve que Gladis lo está saludando desde la puerta de su local. Arthur hace una mueca, un gesto que pretende ser cordial, y se va para el otro lado. Quiere correr por la vereda pero se contiene las ganas. Está con Carnaval. Lo lleva al veterinario, a que le den una vacuna. Sigue pensando en las raras actitudes de la almacenera cuando está frente al veterinario, que le dice: usted es un inconsciente, cómo le va a colocar las vacunas así. Es que la última semana, con tal de no salir de su casa, Arthur le pidió a Gladis que le consiga las vacunas para Carnaval, y sin tener ni idea de cómo ni dónde, él mismo colocó las inyecciones. El veterinario lo vuelve a increpar, le pregunta si lo quería matar. Arthur se pone pálido. Se salvó de milagro, continua el veterinario mientras acaricia la pata del perro, cerca de lo que en los hombres es el antebrazo, lugar en donde Arthur pinchó varias veces en los últimos días. Por suerte todo termina bien, Carnaval debe hacer una dieta estricta para limpiar todas las dosis de mala praxis aplicadas por su dueño.
Arthur vuelve a su casa. Está destrozado, fue un día productivo pero agotador. Duerme una siesta en un sillón y sueña que ve a su perro caminando por el techo. Se despierta cuando ya es de noche y come un pancho que había en la heladera. Sube a la terraza. Encuentra lo de siempre: un colchón tirado en el piso y a su perro encima. Enciende el proyector para ver una película. Perfect day. Se tira al lado de Carnaval, da las primeras pitadas mirando el cielo.
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