martes, 27 de diciembre de 2011

abajo

En la vereda se da una situación muy extraña. En la terraza también. Abajo una niña y una muchacha caminan por la calle. En las alturas Arthur hace lo que casi nunca: en vez de mirar una película si pone a mirar para abajo. Ve el paseo de las únicas dos personas que recorren la ciudad a pie con el frío que hace. Una señora a la que Arthur no puede dejar de verle la nariz, única parte del cuerpo que parece estar al descubierto, camina de la mano de una niña a la que parece no importarle que una noche de diciembre sea tan fría, ni que a su alrededor no haya nadie, ni que a esa hora todos los niños de su edad estén o tengan que estar durmiendo. Ambas entretienen a Arthur sin saberlo. Las luces de la calle son perfectas: a veces ellas pasan por huecos oscuros, como pozos profundos, y justo cuando Arthur se da por vencido, se resigna pensando que no las volverá a ver jamás, que seguro volvían de algún lado y entraron por alguna puerta a estar otra vez, por fin, en su casa, a tomarse un té tan caliente como el que Arthur tiene en sus manos, a dormir para levantarse temprano al otro día, justo en ese momento ellas aparecen bajo la luz de algún farol, se sueltan las manos, la madre se para contra la pared, hace gestos con las manos y mueve la cabeza como imitando un personaje que las dos conocen y la niña primero la mira sería, compenetrada, luego se da vuelta y las dos comienzan a reír a los gritos, gritos tan fuertes que el propio Arthur puede escuchar desde las alturas. Ellas lo divierten. Están paseando, sin duda. No parecen tener apuro ni destino alguno. Esto, piensa Arthur, no parece Buenos Aires. La niña es una actriz impecable, una estrella del mejor cine. O teatro. La madre es buena pero habría que verla haciendo otro papel. El papel de la niña, que ahora se trepa a la ventana de una casa y desde ahí comienza a dar un discurso, o eso es lo que le parece a Arthur, es incuestionable. La madre, de tacos altos y un tapado que le llega por debajo de las rodillas, toma a su hija de las manos y la ayuda a volver al piso. No se sueltan las manos, siguen moviéndose como si les costara frenar el envión. Bailan. La coreografía es maravillosa. Pasan por debajo de un árbol y ya están llegando a la esquina. Se abrazan, o más bien, la niña abraza la cintura de la madre, que terminó su baile con ambos brazos en alto. Se ríen. Pero no de lo patético que puede llegar a ser el hecho de que alguien, desde la terraza de su casa o desde cualquier otro lado, las estuviera viendo. Todo lo contrario: ríen de felicidad. Arthur toma un trago de té y aprovecha que la taza no le deja ver el escenario para pensar en cómo será la vida de esas dos mujeres. No se le ocurre nada y vuelve a ellas, que otra vez caminan de la mano hasta que la niña ve una paloma y decide correrla. La paloma vuela unos metros, como si corriera en el aire, y vuelve a aterrizar. Entonces la niña la vuelve a correr y ésta vuelve a volar hasta la calle. La niña se da vuelta, mira a la madre un segundo, tal vez menos, y vuelve a correr hacia la paloma. La paloma espera que la niña se acerque. Y justo cuando la niña se está agachando para agarrarla, justo cuando escucha que la madre de la niña grita desesperada, justo cuando Arthur cierra los ojos con fuerza, justo cuando siente la cabeza de la niña golpear contra el paragolpe del colectivo que acababa de doblar en la esquina, justo cuando el ruido del freno silencia a toda la ciudad, la paloma sale volando hacía la paz de los cables de teléfono.
Cuando Arthur vuelve a mirar hacia la calle se siente mucho más viejo. Abajo no hay nadie, ni la madre, ni la niña, ni el colectivo, ni la paloma. Se pregunta qué necesidad tenía de ponerse a mirar para la calle, con todo lo que la detesta. Se reprocha haber caído en esa maldita tentación que es la realidad; y les reprocha a los de abajo ser tan ingenuos y creer que pueden burlarse de la realidad. Pretende consolarse pensando que tal vez haya sido un sueño. O el recuerdo de una película que no olvidará jamás.

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