jueves, 22 de diciembre de 2011

juega

De los seis a los nueve años, Arthur no jugaba en otro lugar que no sea el living de su casa. Sólo interrumpía su tiempo de ocio para practicar ping-pong. De hecho fue el deporte el que le quitó las horas de juego en el living. Con tan solo nueve años cambió los muñecos, los autitos y la imaginación por la disciplina y el temperamento que se necesitan para a los diez años ser tetracampeón de su categoría.
Pero a pesar de que nunca haya sido tan popular como en los años dorados del ping-pong, él sigue recordando las interminables horas en el living de la casa que lo vio crecer como las mejores tardes de su vida. Es que todo era soñado: juegos infinitos, soledad, reglas propias y abuela que sólo aparece a las cinco en punto con una bandeja con vainillas y chocolatada.
El piso del living era de baldosas coloradas. Uno de los juegos preferidos de Arthur era el de crear una ciudad en dos dimensiones. Agarraba una tiza blanca y dibujaba en el piso las calles, las manzanas, las casas, los carteles, los parques. Así pasaba horas dibujando, borrando, corrigiendo y agrandando ciudades que llegaban a unirse los pueblos de la periferia, que estaban en rincones, debajo de mesas o al lado de la puerta de entrada.
El juego era preparar el juego. Sólo comenzaba a jugar cuando recibía o aparecía en sus manos (de procedencia dudosa) algún autito nuevo. En esos casos se pasaba horas recorriendo la ciudad en el auto, frenando en los semáforos, corriendo picadas, estacionando para ir a trabajar o a casa de alguien, hasta a veces chocando y en ocasiones muriendo.
En algún momento se aburría y para ese entonces no se podía pasar por el living sin borrar alguna parte de la ciudad. Todo el living pintado de blanco, con un trazo grueso y letras desprolijas. En ese momento, cuando se aburría o lo obligaba algún adulto o el deber del entrenamiento de ping-pong, caminaba en puntitas de pie, obsesivamente, sin borrar nada, hasta llegar a uno de los sillones. Desde la altura, como ahora desde su terraza, contemplaba toda la ciudad y eso le producía una satisfacción inmensa. Luego agarraba un trapo de piso húmedo y con un secador demolía toda la ciudad.
Otro juego que le gustaba mucho y que también se basaba no tanto en el juego en sí como en su preparación, es el de la casa. Desde pequeño Arthur necesitaba algún espacio propio, en donde nadie lo molestara. Y cuando la casa en donde vivía estaba tan inaguantable como algunas de las playas de Mar del Plata en enero, Arthur fabricaba su propia casa. Agarraba maderas, cajas, sábanas, perchas, palos, lo que consiguiera, y armaba su lugar en el mundo. Como un arquitecto que cambia constantemente de estilos, gustos y materiales. La complejidad también variaba. Lo que no variaba eran esos minutos en los que Arthur se quedaba dentro de la casa: sentado en el piso, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados, esperando que no pase nada, resignándose a seguir viviendo su vida, recibiendo el fin del mundo de la manera más noble: jugando.

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