Arthur, vaya uno a saber por qué, de viejo se imagina inválido. Piensa
en que no va a haber otra que la silla de ruedas. O arrastrarse por todos
lados. Y eso lo pone mal. Y entra a la casa y saca una hoja y una lapicera y
diseña un cambio para el interior de su casa: en donde ahora hay unas escaleras
que conectan el living con la terraza Arthur dibuja una rampa. Piensa en que
mejor prevenir que curar.
Él puede estar en sillas de ruedas –deshecha la idea de ir de un lado a otro
arrastrándose por el solo hecho de que en su casa el piso siempre está extremadamente
sucio-, podría incluso dejar de hablar, pero no puede estar sin ir a la
terraza. Piensa en un tipo que lo cuida las 24 horas, un tipo al que no le dice
más que “terraza” cada vez que le dan ganas de ver una película o cada vez que
tiene ganas de ir a la terraza no tanto por estar sino más bien por costumbre o
por vicio o por una especie de ansiedad.
Una silla de ruedas que lo lleve: de la cocina a la terraza y de la terraza a
la cocina. No. No necesitaría a nadie que lo comande, que le cobre por
conducirlo de un lugar a otro. Él podría moverse solo. No debe olvidarse de comer,
ni de cómo se enciende el proyector. El resto no importa. Importan las
películas, la terraza, el bienestar de su mascota, el buen funcionamiento de alguna
de las cuatro hornallas de la cocina. No mucho más. Quizá el tabaco.
La relación entre Arthur y el cine es un misterio oculto en una terraza a la
que nadie –más que él- tiene acceso. Los habitantes del mundo no conocen el
secreto. Es similar a lo del árbol que cae en el medio del bosque y no hay
nadie lo suficientemente cerca como para escucharlo. Arthur mirando una
película en su terraza es el ruido del árbol cayendo.
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