martes, 26 de febrero de 2013

incógnita

Arthur, vaya uno a saber por qué, de viejo se imagina inválido. Piensa en que no va a haber otra que la silla de ruedas. O arrastrarse por todos lados. Y eso lo pone mal. Y entra a la casa y saca una hoja y una lapicera y diseña un cambio para el interior de su casa: en donde ahora hay unas escaleras que conectan el living con la terraza Arthur dibuja una rampa. Piensa en que mejor prevenir que curar.
Él puede estar en sillas de ruedas –deshecha la idea de ir de un lado a otro arrastrándose por el solo hecho de que en su casa el piso siempre está extremadamente sucio-, podría incluso dejar de hablar, pero no puede estar sin ir a la terraza. Piensa en un tipo que lo cuida las 24 horas, un tipo al que no le dice más que “terraza” cada vez que le dan ganas de ver una película o cada vez que tiene ganas de ir a la terraza no tanto por estar sino más bien por costumbre o por vicio o por una especie de ansiedad.
Una silla de ruedas que lo lleve: de la cocina a la terraza y de la terraza a la cocina. No. No necesitaría a nadie que lo comande, que le cobre por conducirlo de un lugar a otro. Él podría moverse solo. No debe olvidarse de comer, ni de cómo se enciende el proyector. El resto no importa. Importan las películas, la terraza, el bienestar de su mascota, el buen funcionamiento de alguna de las cuatro hornallas de la cocina. No mucho más. Quizá el tabaco.
La relación entre Arthur y el cine es un misterio oculto en una terraza a la que nadie –más que él- tiene acceso. Los habitantes del mundo no conocen el secreto. Es similar a lo del árbol que cae en el medio del bosque y no hay nadie lo suficientemente cerca como para escucharlo. Arthur mirando una película en su terraza es el ruido del árbol cayendo.

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