Ese día Arthur se desmayó en la vereda de su casa. Por suerte Gladis,
que estaba saliendo del almacén con un pedido en las manos, lo vio y lo
socorrió.
Cuando volvió en sí, Arthur estaba aturdido, tan desorientado como pez fuera del
agua. Perdió la memoria durante unos minutos, o más bien inventó recuerdos a
partir de lo que vio y sintió después del golpe en la cabeza, o sea que no
tenía idea dónde había dejado los recuerdos, los había perdido pero sabía por dónde
buscarlos, que es lo mismo que decir que pensó que Gladis era su mujer, que tenían
dos hijos a los que no había que contarles del golpe para que no se preocuparan,
que trabajaba en un local de alguna galería del centro, que le temía a los
perros. Estaba completamente perdido, creía que el 26 de octubre de 1985
todavía no había sucedido. Gladis, que para el Arthur de antes del golpe, o sea
para el Arthur de siempre no es más que la dueña del almacén de enfrente,
vio en la inconsciencia de su amnésico vecino la oportunidad de su vida, y lo
acompañó hasta la casa sin siquiera sospechar que cuando un amor es no
correspondido se tiende a la ceguera o más bien cualquier gesto del otro se
interpreta como señal de complicidad o más bien se suelen crear realidades que
no son más que telenovelas que autotrasmitimos en nuestras cabezas, telenovelas
sólo similares a lo superhéroe que se siente un niño cuando está vestido de Hombre
Araña.
Cuando Arthur despertó eran las diez o las once de la noche. A los pocos
minutos de haber abierto los ojos dijo las primeras palabras coherentes después
de mucho tiempo. Preguntó en voz alta cómo hizo para volver (para volver en sí,
si nunca se había ido de sí mismo, ¿y si efectivamente se había ido de sí, a
dónde, a quién se había marchado?), aunque, por supuesto, sin tener muy en claro que se había ido.
Gladis le dijo que no se preocupara, que ya se iría a poner bien y le dio un
beso en la frente. A Arthur le dio tanto asco sentir los labios de ella en su
piel que la echó de la casa. Se lo dijo bien: te podés ir por favor. Pero ella
no quiso entender, salió del cuarto dando un portazo, pensando en que había
pasado por un golpe muy duro y necesitaba estar solo, descansar, y se quedó
toda la noche en la cocina. Arthur se durmió y soñó con una película que jamás
vio o no sabe si vio o no porque en realidad no soñó con la película sino con
él en su terraza viendo una película. Y se despertó con ganas de saber más, con
la curiosidad acerca de lo que pasaba en ese otro tiempo que era su sueño.
Lo más traumático fue ver el rostro de Gladis un sábado a la mañana o ver su
campera de terraza sobre los hombros de la almacenera o ver un café con leche
en una bandeja en unas manos en unos brazos en un cuerpo de una persona que no
se quiere ver o ver a su casa rodeando cada una de estas cosas o darse cuenta
de que el sueño terminó y está despierto y la realidad es cruel. Arthur quiso
tener un monopatín volador, para tirarse con él por la ventana y volar a
cualquier lugar en donde estar solo. Por su cabeza o por el caliginoso recuerdo
del sueño que no terminaba de vivir pasó la sensación de no poder estar solo
nunca más. No dijo nada, tosió y sintió nauseas, como eructos fracasados, como
lo contrario de tragar. Corrió al baño tapándose la boca pero se vomitó la mano
en el camino. Después de varios minutos usando el inodoro como almohada llenó
la bañera y sumergió la cabeza varias veces, aguantando la respiración todo
el tiempo posible. Cuando juntó coraje y volvió a salir del baño, Gladis ya no
estaba. Pensó en que ella nunca había existido. Pensó en que el sueño se hacía
realidad (en el sueño que había creído finalizado pero que estaba viviendo y
del que no podía salir, como si estuviera consciente de estar preso en una
realidad paralela) en el sentido de que no era vigilia lo que sucedió después
de lo que él supuso que era despertar. Quiso imaginar la cara que le pondría
Gladis la próxima vez que lo viera pero en su mente se le apareció una foto: en
ella había un fantasma y dos niños, un niño le mostraba el fantasma al otro,
pero este último parecía no verlo y lloraba. (Subió a la terraza con las películas
en la mano, vería las tres de corrido. Pero cuando llegó a la terraza se vio a
sí mismo viendo la segunda. No, ya no podría estar solo jamás. Se tocó la
cabeza y tenía un chichón.)
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