martes, 12 de julio de 2011

jugando con fuego

Termina la película y Arthur baja corriendo al living de su casa. En algún lado tienen que estar esas dos escopetas que acaba de ver en el film. Reconoce el desorden en el que vive y se promete, una vez más, limpiar y ordenar al otro día. Revisa por todos lados. Se fija en sitios en los que hace años que no eran mirados por algún humano. Cada cajón, caja o ropero puede pasar de ser un mugroso contendor de mugre a un tesoro de perlas y diamantes con solo albergar en él o ella las dos escopetas que Arthur heredó de su abuelo, que éste había heredado, a su vez, de su abuelo. El abuelo de su abuelo las usaba para cazar, en Irlanda. Su abuelo las exhibía orgulloso en el living de su casa, en Almagro. Arthur no sabía dónde las tenía pero por primera vez estaba desesperado por tenerlas en sus manos. O por segunda vez, ya que la primera vez había sido cuando las agarró de la casa del difunto, peleándose con gran parte de la familia, argumentando que para él eran muy valiosas y que el abuelo siempre le contaba las historias de su abuelo con gran ímpetu y que eso, para él, para Arthur, era muy importante, significaba mucho más que dos simples escopetas; y así seguía, con tal de que los otros creyeran en la emoción que pretendía cubrir las notables ganas que de vender esos rifles no al mejor postor, sino al primero que por ellos soltara algún billete. No las vendió porque se habrá olvidado de llevarlas a algún lado o porque no encontró el momento oportuno para hacerlo y ahora estaban en algún lugar de la casa.
El último lugar posible era el baúl de los recuerdos. Él lo llamaba así pero en el baúl no había recuerdos sino cosas que no sirven para nada. Para recordar, tal vez. Pero para recordar lo mal y solo que se está en esta vida. Ahí encontró, por ejemplo, el vestido que usó su madre cuando se casó con su padrastro; un yo-yo de madera, con el que Arthur jugaba cuando era chico; revistas que le había regalado un tío y que él nunca había leído; un osito de peluche que no sabía de quién era ni cómo había terminado ahí; el mantel que usaban en su casa de pequeño sólo para navidad y año nuevo; una foto de Carnaval cuando era chico, y atrás de la foto decía: “Te quiero como sos”. La letra, inconfundible, era de Anabela. Sos una maldita perra, dice Arthur en voz alta, casi gritando y con la marca presente de algunas de las películas que vio esta semana. ¿Como soy? ¿Cómo soy? Soy desordenado, sucio, algo gordo, peludo, y muchas cosas más. Pero entre las muchas cosas que soy, soy una persona que no comparte casi nada con vos, puta. Eso es lo que más te gusta de mí, ¿verdad?

Después de estar tirado en el piso mucho tiempo, pensando mucho, en un rincón de su casa, con la foto de Carnaval en la mano, Arthur fue hasta la cocina, se hizo un té y se sentó en el sillón para seguir reflexionando con tranquilidad. Otro día buscaría las dos armas humeantes. Ahora en la radio está sonando “Yira yira”.

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