viernes, 15 de julio de 2011

lágrimas

Ambos están llorando. Los dos lloran por lo que ven en la película que les pasa por delante de los ojos, inalcanzable, real, mujer, pasión, vida. Uno se llama Arthur Gómez, está abrazando sus rodillas, por el frío o por el llanto, en el colchón que descansa en su terraza. La otra es Anna Karina, que va al cine a llorar a Juana de Arco. Pero para nosotros Arthur y Anna lloran mirándose a los ojos. Y entonces entendemos a Arthur, que está de acuerdo con nosotros. Se miran fijo y húmedo. Como toda textura relacionada al amor. Arthur venía intentando llorar, forzando la lágrima, desde que empezó la película y ella lo ignoraba por completo. Veía la indiferencia de Anna y la puteaba, se enfurecía, pero no podía llorar. Se pellizcaba una pierna, se mordía una mano, pensaba en su tía muerta, pero nada. Anna Karina hacía su vida, caminaba como sólo caminan las mujeres que se saben observadas por todo aquel que tenga buen ojo, buen gusto o sea humano. Anna hacía su mejor película. O la mejor película protagonizaba a Anna de tal manera que verla y no enamorase una vez más era como acuchillar a un recién nacido. Y, entre tanto, de los ojos de Arthur salían algunas lágrimas, pero finas e incómodas. Hasta que Anna lo miró a los ojos en un llanto que era mucho más que una cara bonita mojada, y Arthur explotó en lágrimas. De las saladas, de las sinceras, las que sólo son perceptibles cuando son secadas o anunciadas por otros. Lágrimas que caían de algún lugar que no tenía nada que ver con los enamorados ojos de Arthur, sino que venían, como ríos llenos de gotas, desde muchos años atrás, con nombres y momentos alejadísimos de esa terraza en la que sólo se albergaba el presente, puro y artificial.

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