lunes, 29 de agosto de 2011

Pluma

Cae una pluma del cielo. Es blanca y está despeinada. Vuela como una hoja con ganas de tocar el suelo pero que el viento, empecinado en fastidiarla, demora su caída. Vuela como un avión de juguete en la mano de un niño. Vuela como lo que es, una pluma cayendo liviano. La pluma cae lento, amaga aterrizar en el piso de la terraza pero rápidamente se desplaza a la derecha y se detiene en la pierna izquierda de Arthur, que recién cuando siente la cosquilla en el muslo se da cuenta de la existencia de la pluma aunque ni bien la ve la imagina volando como en cámara lenta, con una música de fondo que se pone a silbar y con un día soleado como el que hasta hace unas horas pasó sobre su casa. A Arthur no le cuesta imaginarse que el sol brillando y la pluma volando bien podrían ser los infatigables testigos de las historias más representativas de los países y las personas que los habitan y construyen. Y enseguida se le viene a la cabeza el manual de historia Argentina con el que estudió en diciembre y en marzo de un año lejano. En realidad lo que le pasa por la cabeza son las imágenes que ilustraban ese manual, y con ellas repasa los momentos históricos más relevantes desde la Revolución de Mayo hasta el gobierno de Onganía.
Y con la mente en esos años no puede evitar pensar en las alegrías que le dio el deporte. Arthur quiere volver a jugar al ping-pong. Recuerda la mesa que tuvo durante tanto tiempo y piensa en que quizás todavía esté en alguna parte de la casa. Esa mesa, piensa primero con una sonrisa pero que a medida que va pasando el pensamiento se va transformando en boca seria de labios pegados y arrugados y forzados por la lengua que a veces logra escapar para pescar alguna lágrima que viene cayendo, esa mesa que me acompañó durante toda mi infancia, esa puta mesa. Y la mesa es puta, lo sabe encerrada en algún oscuro cuarto apoyada sobre alguna húmeda pared, porque no sólo es compañera de la niñez de Arthur sino que es espejo de la vida de éste. Y esa es la verdad que a Arthur conmueve hasta empaparse los pómulos. Piensa en lo hinchada, decolorada y sucia que estaba la mesa cuando decidió guardarla en algún cuarto de la casa, se le viene a la cabeza la insistencia y la convicción con la que argumentaba que la mesa todavía se podía usar y llora más líquido y más efusivamente porque sabe, también y desde el momento en que supo que había que darla de baja, que con la mesa se le iba la vida y que aceptar que la mesa ya no servía era como decir que él ya no servía. Tardó en aceptarlo pero finalmente, después de años de la mesa en la terraza a la intemperie, resolvió esconderla, arrinconarla, llevarla a un lugar oscuro y que jamás recorre con los ojos. Como hizo con su vida, casi en esos días, cuando decidió descolgar todos los espejos de la casa, sabiendo que de otra manera era imposible dejar su vida en un lugar tan parecido al olvido como lo había hecho con la mesa. Pero sabe, también, que la mesa no es el ping-pong sino un medio y conmovido por la adrenalina que le hace vibrar el cuerpo, se da cuenta de que tiene ganas de volver a jugar. Como en los viejos tiempos, dice en voz alta y con la mano derecha hace el movimiento del revés.
Arthur fue el campeón de su categoría por siete años consecutivos. Desde los cuatro, cuando casi no llegaba a la mesa, hasta los once, cuando empezó a perder partidos y con ellos, amigos, novias, admiradoras, familiares, vecinos. Y esa época es como una película más. Es recuerdo, es tiempo vivido y feliz, pero que, como toda película, termina y devuelve a Arthur a su vida de siempre hasta que vuelva a subir a la terraza y otra película sirva de respirador artificial por unos minutos hasta que termina ésta también y otra vez la triste realidad vuelve a atormentar al pobre Arthur que no encuentra otra alternativa a esa tristeza cotidiana más que en las películas y en los sueños y es en esas tres realidades donde se define su personalidad, son diferentes dimensiones en las que un mismo ser se constituye como lo que es y no tiene más definición que su propio nombre: Arthur es Arthur. Pero los años de triunfos insaciables se fueron como la pluma que estaba en su falda y que ahora, agarrada como último pasajero colgando de la puerta del bondi en movimiento, se vuelve a despeinar, amaga y por fin se desprende del jogging azul para hacerse viento y final. Como su mesa de ping-pong. Como su infancia. Como todos los que alguna vez creyeron en él. Como la película que acaba de ver. Como…

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